Jueves, 18 de marzo de 1915
Todos los días era lo mismo, salvo si hacía mal tiempo: a primera hora venían los barcos, los más grandes bombardeaban los fuertes de la entrada del estrecho, los menos valiosos se adentraban en el mismo precedidos de dragaminas, para disparar a diestro y siniestro hasta llegar a un ensanchamiento llamado Erin Keui, poco antes del faro de Kephez, donde la separación entre orillas bajaba de dos mil metros. Allí, tras consumir lo que les quedara de munición, viraban a estribor, ciñéndose a la línea costera, y regresaban al Egeo. Las baterías fijas les respondían cuando podían, aunque solían pasar mucho tiempo en silencio, porque asomar las piezas fuera de sus escondites era resignarse a perderlas, y con ellas a sus servidores. Las que no callaban eran las móviles situadas al otro lado de las colinas que flanqueaban el estrecho. Eran invisibles para los telemetristas enemigos, mientras que los apuntadores alemanes, instalados en bien disimulados puestos de observación, conseguían un gran número de impactos, aunque no decisivos, pues salvo algún dragaminas no habían hundido un solo barco.
Lo de aquel día tenía otro aspecto. Quizá porque Churchill, irritado por el nulo éxito del plan, había destituido a Sir Sackville, para poner las dos flotas, la francesa y la británica, bajo el mando de un tipo más resuelto. Sir John Michael de Robeck. Eso, al menos, era lo que murmuró la «fuente Q» en las dispuestas orejas del attaché Humann. Sir John debía de tener mucha prisa por apuntarse un tanto, porque aquella mañana se adentraban en los Dardanelos, tras casi cuarenta dragaminas, no solo las unidades de menor calado, sino la fuerza completa de buques de batalla, incluyendo al Inflexible y al Queen Elizabeth, los que Darden no quiso arriesgar. Lo cierto era, como se constató pocas horas después, que la participación de los grandes buques, erizados de piezas de gran calibre, daba lugar a daños devastadores, sobre todo en el sistema de comunicaciones, ya que ni un solo mensajero alemán u otomano era capaz de asomar el hocico fuera de su cueva. El fuego de las baterías móviles seguía siendo certero, aunque no decisivo a causa de su reducido calibre. Sir John se frotaría las manos de alegría, la de ver que aquella vez sí, que al fin conseguirían pasar de Çanakkale, aunque al comenzar la retirada de los primeros predreadnoughts, su munición ya consumida contra los fuertes de Orkanieh, Çanakkale y Kihtbahir, todo empezó a complicarse.
Merten, que tenía estudiadas las maniobras británicas, había ordenado sembrar una línea de veinte minas a lo largo del arco que formaba la bahía de Erin Keui, paralelo a la costa. Lo hizo el minador Nousret la noche antes; gracias a eso, el comandante del Irresistible, Sir Douglas Dent, no tenía la menor idea de dónde se metía cuando dio la orden de invertir el rumbo por estribor para enfilar la boca de los Dardanelos y reunirse con su avituallador. Apenas pasaban de las 16:00 cuando el Irresistible se llevó por delante la primera de las minas del Nousret. La explosión causó daños catastróficos, pese a que el Irresistible no era un barco muy antiguo, pues solo llevaba trece años en servicio. Hablaba bien de la calidad del carbonite alemán que se quedara sin gobierno, lo cual implicaba que la corriente de los Dardanelos le arrastraba poco a poco hacia la boca del estrecho. Wichelhausen, que no lo perdía de vista —no sabía que fuera el Irresistible; su Jane’s, que iba con él a todas partes, solo indicaba un acorazado de la clase Formidable—, le vio entrar en el alcance de la más próxima de sus dos baterías —había unanimidad, incluso entre los alemanes, en que Şahin Gözü era el de mejor puntería de los artilleros desplegados en el lado asiático—, de modo que una lluvia de granadas explosivas comenzó a caer sobre un ya muy escorado Irresistible, con ángulos de incidencia muy pronunciados. Sir John, temiendo un desastre, ordenó al Ocean, dos años más antiguo pero aún en buena forma, que lo tomase a remolque, pero aquel se dio nada más virar con otra de las minas del Nousret, con los mismos efectos. A la vista de la situación, cuatro dragaminas, cuyo mínimo calado les permitía dar avante sin apenas riesgos, se acercaron a los agonizantes acorazados para socorrer a sus mil quinientos tripulantes. Lo habrían conseguido si los proyectiles de Wichelhausen no hubieran alcanzado de lleno a uno de ellos, dejando la cifra total de muertos, entre acorazados y dragaminas, en algo más de cuatrocientos. Solo gracias a la intervención de un destructor inglés, el Wear, pudieron salvarse 610 hombres del Irresistible; todo un disgusto para Wichelhausen, porque los frenos de retroceso de sus piezas se habían recalentado al extremo de no poder disparar en al menos quince minutos. Una vez desapareció el Wear, los otrora orgullosos Irresistible y Ocean se quedaron allí, semihundidos; cuando por la noche regresó un segundo destructor, el Jed, a darles el torpedo de gracia, ya no flotaba nada de ninguno de los dos.
No fue la única tragedia del día. Poco antes de las 14:00 el acorazado francés Bouvet encajó una granada que venía en tiro parabólico, desde gran altura, o eso se supuso en su matalote de popa, el HMS Albion. La granada, pese a solo pesar 45,3 kilogramos, atravesó la delgada coraza horizontal de un pañol de municiones, detonando en su interior y dando lugar a un fulminante irse a pique. Perecieron 669 de sus 744 tripulantes. Poco después, el Inflexible se dio con dos minas —de las cuarenta y ocho del campo 9— que le dejaron al garete. Volvió al mar remolcado de popa, pero solo hasta la isla de Bozcaada, donde se le hizo embarrancar porque se hundía sin remedio.
La fuerza de Sir John hizo frente, sin saberlo, a 393 minas. De los dieciséis buques de batalla con que intentó forzar los Dardanelos —los británicos Queen Elizabeth, Prince George, Majestic, Agamemnon, Inflexible, Lord Nelson, Swiftsure, Triumph, Vengeance, Irresistible, Albion y Ocean, y los franceses Bouvet, Gaulois, Suffren y Charlemagne—, perdió tres, otros tantos quedaron muy averiados —Inflexible, Gaulois y Vengeance—, y su propio buque insignia, el Queen Elizabeth, necesitaría reparaciones de semanas. En general, ninguno de sus buques mayores salió indemne de la ratonera en que su colega Merten había convertido los Dardanelos. Pese a la opinión del comandante del Queen Elizabeth, comodoro Keyes —calculaba que los defensores andarían tan mal de municiones que no tardarían en tirarles piedras—, dio la orden de sacar los buques al mar, lejos de los cañones enemigos, e informar a su directo superior, el primer lord del Mar —Sir John «Jack» Fisher—, el cual no dudó en ordenar el regreso a Malta, pese a ser consciente de que el primer lord del Almirantazgo, su jefe, quedaría en una posición de gran incomodidad.