Sábado, 5 de diciembre de 1914
Los transportes Derince, Mahmud Sevket Paşa y Akdeniz dejaron Karaköy nada más amanecer, tras embarcar cuatro mil soldados de infantería. Ya en el Bósforo, frente a Dolmabahçe, los aguardaba la que sería su escolta rumbo a Rize, donde deberían fondear dos días después. La integraban el Yavuz Sultán Selim y los cruceros Midilli, Peyk-i Şevket y Berk-i Satvet. En el Yavuz Sultán Selim no sobraba espacio, ya que no solo navegaba el Estado Mayor del vicealmirante, sino Enver Paşa y el suyo. No había espacio suficiente para que tantos distinguidos pasajeros descansaran con un mínimo confort, pues el Goeben no fue pensado para servir como buque insignia y no disponía de los metros cuadrados necesarios para cobijar no ya uno, sino dos estados mayores. A eso se debía que la mitad de los alemanes del de Souchon se quedaran en Ístinye, dejando libres sus camarotes. Souchon cedió su cámara a Enver Paşa, desplazando a un Arif Bey que dormiría con Wichelhausen, pero no había buena solución para los seis altos oficiales que acompañaban a Enver Paşa. La guerra es la guerra, terminaron por aceptar, de modo que, no a plena satisfacción, se aceptó que la travesía, 650 millas a los trece nudos que daban los transportes, o 48 horas en total, se disfrutaría, o se padecería, con el mejor ánimo posible.
Si Wichelhausen ofreció a Ayici Arif Bey compartir su camarote —desde que comenzó la guerra Mutz no se alejaba de sus hombres ni de sus receptores—, era por haber congeniado más de lo usual entre otomanos y alemanes. Ayici Arif, ocho años mayor, había hecho su carrera en la cosmopolita Istanbul. Su espíritu estaba menos impregnado del Islam de lo habitual entre sus compañeros de armas, de modo que fue de lo más natural que su relación personal con Wichelhausen fuera más estrecha que con su par, Buße. Influía en ello el demostrado interés de Wichelhausen por la cultura, la historia y el idioma de los turcos, cosas todas ellas a las que Buße no prestaba la menor atención. Wichelhausen, a su vez, veía en Ayici Arif un oficial europeizado, un talante agradable y un empeño en comprender unas costumbres, las alemanas, que a la mayoría de sus iguales les extrañaban, si no les repugnaban. Era frecuente que conversaran sobre cualquier cosa no relacionada con la guerra. En eso estaban, el uno sentado en la litera inferior y el otro en una de las sillas atornilladas al mamparo, según encendían el último cigarrillo de un día que para los dos fue bastante aburrido. Hablaban de que aquella sería la última misión de Arif en el Estado Mayor de Souchon, pues al regreso de Rize mandaría el de la 5.ª División; no le disgustaba regresar a la infantería, porque la llegada de Raouf Orbay le había dejado poco menos que sin trabajo, si bien echaría de menos el muy profesional ambiente de los estados mayores alemanes, tan distinto del de los otomanos.
—¿Qué tal vuestra buhardilla? ¿Estáis cómodos allí?
Si bien los oficiales otomanos preferían no saber nada de la vida de la intérprete favorita de Souchon, y por discretos que fueran ella y Wichelhausen, su secreta relación era del dominio público. Sin detalles, porque ninguno de los dos decía una palabra y sin que nada contribuyese a despertar la curiosidad de los que trabajaban en sus proximidades. Arif era el único entre los otomanos que sabía un poquito de la vida de los dos cuando dejaban, jamás juntos, las dependencias del Estado Mayor. Era por haber echado una mano a Wichelhausen cuando este comentó que le gustaría encontrar algún estudio en el que alojarse. Para un oficial alemán era complicado buscar piso en la zona más exclusiva de Beyoğlu, aunque no así para un turco, de modo que no le costó gran cosa resolver el problema de su amigo alemán. Cuando menos, él por su lado y la Bayan Mir por el suyo, le habían hecho algún guiño de agradecimiento.
—A falta de algo mejor desde luego que sí, pero además de minúscula es muy fría. No hay calefacción, y a medida que se nos echa el invierno encima se nota que sin cuatro mantas encima no habrá forma de vivir. Entiendo que quizá sea pedir mucho, pero ¿no sabrías de algo mejor, en la misma zona?
El comodoro Arif sonrió. Le gustaba no solo hacer favores a su amigo alemán, sino conseguir que se sintiera en deuda. Sería bueno para, en su momento, exigir reciprocidad.
—Vas a tener suerte. Bueno, si no te importa tener por vecinas a dos docenas de monjas franciscanas francesas.
—¿…?
—Cerca del Pera Palas, en la esquina entre la Grand Rue y una callejuela que se llama Postacilar, está la embajada francesa. De ella dependía un edificio pegado a su lado este. La propietaria es una congregación de monjas francesas que viven de administrar un colegio en la planta baja, uno de niñas turcas de padres no pobres que pretenden de sus hijas que hablen francés e inglés. El edificio no solo es grande, sino que además es moderno, hasta el punto de que cuenta con calefacción y, esto es lo mejor, agua caliente gracias a una estupenda caldera de carbón. Esto es así porque la embajada francesa pagó la obra y la caldera. Se quedaron, a cambio, con la planta más alta, y en ella instalaron cuatro apartamentos de cierto lujo, con unas vistas magníficas. Al vaciarse la embajada, las monjas se quedaron sin la protección de sus vecinos y sin el dinero que les pagaban por el cuidado de los apartamentos. Hasta no hace mucho temblaban de pensar que Talat Paşa las pondría cualquier día en algún barco neutral, pero gracias a una gestión de los italianos se les permite no solo quedarse, sino mantener abierto su colegio. En cuanto a los apartamentos, Talat les deja que los alquilen, para que vayan tirando con lo que saquen. Los inquilinos, eso sí, se los debe presentar el Ministerio del Interior. Ahí es donde intervengo yo. Bueno, un amigo y compañero de armas bien situado en las oficinas de Talat; por si no te has dado cuenta, en nuestro glorioso imperio las cosas funcionan gracias a que casi todos tenemos un hermano, un pariente o un amigo en el lugar adecuado. Hace unos días me ofreció uno de los apartamentos, el de mejor vista y a muy buen precio; acepté, claro está, pero antes de irme allí me salió el nuevo destino, que por desgracia es en Çanakkale. Tenía pensado decirle que lo dejo libre, pero si quieres te lo presento y te lo quedas. No le pagarás a las monjas, sino a él, y sin duda te cobrará más que a mí, pero en cualquier caso te merecerá la pena. Tendrás el mejor alojamiento imaginable, y además bien protegido, porque la policía de Talat no solo cuida de la embajada italiana y de la española, que las dos están frente a la casa de las franciscanas, sino que además protege a la francesa de cualquier posible saqueo. En cuanto a las monjas, estarán encantadas. En las dos veces que las he visto, he creído entender que a todas luces preferirán de inquilino a un oficial cristiano que a uno musulmán. El racismo, ya sabes.
Se sonrieron, el otomano con alguna tristeza. Bien sabía que para la mayoría de las europeas los mostachos turcos significaban que bajo ellos alentaba un seguro violador.
—Çanakkale es el puerto que está en la mitad de los Dardanelos, ¿verdad? —Arif asintió—. Se supone que por ahí vendrán los ingleses cualquier día, ¿no es así?
—Tú y yo sabemos que sí. Enver, aunque no dice nada, seguro que también. Supongo que a eso se debe que haya relevado al comandante del V Ejército, el que deberá defender el estrecho, y haya puesto a Liman von Sanders. Me aguarda mucho trabajo en Çanakkale, como puedes ver. Dudo que pueda volver a Istanbul en una buena temporada. Si vuelvo.
Wichelhausen compuso un gesto de asentimiento teñido de tristeza. En tiempo de guerra, no hay militar que no lo sepa, las profecías personales han de formularse con sordina.
—Vamos a pasarlo mal. Todos.
—Unos más que otros. Vosotros, en los barcos, solo tendréis que veros con la chatarra de los rusos. Nosotros lo vamos a tener peor. ¿Qué tal es Merten, por cierto? ¿Es como Souchon?
—Ni se parecen. Primero, por la edad. Es siete años más viejo que Souchon, pero de otra generación. Una donde la Kaiserliche Marine no había dejado de ser la Königliche Marine, al menos en cuanto a filosofía. Segundo, por vocación. Souchon es un marino de navegar, de vivir en el mar. Merten estaba en la reserva. Sus últimos años en activo se dedicó a lo que le ha traído aquí: las küstenbatterien (baterías de costa). En lo que sí se parecen es en no necesitar jefes. Les basta una directiva general, «a la prusiana», y ya se organizan solos. Merten, no lo dudes, sabrá disponer hasta el último cañón y hacer que funcionen como Alá manda.
—¿Vosotros estáis seguros de que hará bien el trabajo? El de organizar la defensa de los Dardanelos, quiero decir.
—Sí. Merten y Liman von Sanders no pueden ser más capaces, pero de sobra saben que sois vosotros los que os jugáis vuestro país. No creo que hagan nada sin contar con vosotros.
—¿Eso lo tenéis claro todos los alemanes? Algunos de los vuestros se comportan como si solo hubieran venido a mandar.
—Idiotas los hay en todas partes, pero espero que no sea la política general. En la Marina, tú lo sabes, no es así.
Arif asintió, aunque nada convencido. No dudaba que por la parte de su amigo así era, pero poquísimos alemanes ponían tanto empeño como él en comprender a los turcos, y en colaborar con ellos en vez de, simplemente, darles órdenes. Desde hacía semanas temía que de no corregir esa filosofía, la esforzada colaboración alemana terminaría por no valer para nada. Ni él ni sus camaradas pensaban que con los métodos de Sir Arthur Limpus y sus oficiales les iría mejor, ya que no se molestaban en disimular el desprecio que sentían por todo lo que sonase a otomano. Lo que sí pensaban era que de haber seguido con Sir Arthur, no estarían en guerra. En eso, y pese al contagioso entusiasmo de Enver Paşa, a él le costaba no pensar que habían salido perdiendo. Aunque también era verdad que ningún Lieutenant-Commander inglés habría compartido su camarote con él, con la misma sencillez y amabilidad que aquel guapísimo, de veras cautivador, Kapitänleutnant.