Viernes, 1 de septiembre de 1916

Las tripulaciones del Yavuz Sultán Selim y del Midilli permanecían formadas en el muelle de Ístinye al largo del primero, engalanado para una visita de importancia: un Generalfeldmarschall Von Mackensen, que, junto a sus acompañantes, y escoltado por el Admiral Von Usedom, llegaría sabría Dios cuándo, ya que había dejado el Pera Palas después de la hora prevista. Souchon sospechaba que Von Mackensen se había ido a la cama mucho más tarde de lo que acostumbraba, tras una interminable cena con el sultán, el gran visir y los tres Paşas, entre otros.

Las tripulaciones, impecablemente uniformadas, parecerían alemanas si las cintas de sus gorras no lucieran, en caracteres arábigos, los nombres de sus buques. Los oficiales sí parecían otomanos; no por sus uniformes o distintivos, sino por lucir unos gorros troncocónicos de color corinto denominados fez, los cuales, al sentir popular, combinaban con el resto de su atavío igual de bien que una P-08 en manos del Salvador. Enver Paşa agradecía el detalle de corazón, ya que reafirmaba la profunda unión entre las armas otomanas y las alemanas; algunos la ponían en entredicho, por los nada brillantes resultados que las unas y las otras alcanzaban en las diversas campañas en que andaban comprometidas. A eso se añadía que quince días antes se había registrado, en Istanbul, la enésima intentona contra Enver Paşa y la CUP. No fue grave, pues a las pocas horas la policía de Talat Paşa la redujo sin contemplaciones, pero en sus primeras horas hizo pensar que se avecinaba una sublevación en toda regla, lo cual llevó a Souchon a poner sus buques en estado de alerta, por si los cañones del Yavuz Sultán Selim debieran dejar claro quién mandaba en Istanbul.

La revista de Von Mackensen sería contemplada por un buen número de jefes y oficiales otomanos, los cuales permanecían en una tribuna instalada en un lugar preferencial; no era la primera vez que alguien de tronío revistaba las tripulaciones de los mejores barcos otomanos, de modo que nada se había dejado al azar. El acto sería tan formal como cualquier parada militar a la prusiana, siendo la banda del Yavuz Sultán Selim la que pondría la nota musical. Los mandos otomanos no serían los únicos espectadores, pues en un lateral se desplegaba un cierto número de periodistas y fotógrafos, los cuales darían fe de la suprema perfección con que los alemanes organizaban esas bobadas. En el otro lateral se alzaba una segunda tribuna para el estamento civil, adornado con unas cuantas damas por demás elegantes. A su cabeza se situaban las nadas feas hijas del mariscal Liman von Sanders, la segunda esposa del Vizeadmiral Souchon, algunas mujeres de jefes y oficiales que habían venido a ver qué tal se las apañaban sus maridos en el país de la danza del vientre y, por último, la joven esposa de Şahin Gözü, a juicio de los tripulantes del crucero de batalla Sultán Selim la más cautivadora de las señoras en presencia, quizá por vestir sus mejores galas catalanas. No se sabía si aquello estaba o no consensuado ni si partía de alguna orden de la CUP, pero el caso era que no se veía un solo niqab, ni siquiera un humilde hiyab, en las proximidades de la no inminente ceremonia.

Queralt, un punto desconectada, se había sentado en un extremo de la tribuna. Las damas alemanas no le caían mal, pero eran mayores que ella, parecían conocerse todas con todas y estaba ya muy harta de partos y escaseces. Ella releía la última carta de su padre. Ella y don Joan seguían un protocolo postal un tanto complejo, pero que funcionaba, ya que las cartas de aquel aparecían en la mesa del attaché Humann de veinte a treinta días después de haber sido enviadas, y viceversa. El mecanismo funcionaba desde mucho antes de que Pascual, su esposa, su hija y su criada dejaran Istanbul, pues Frau Wichelhausen sospechaba que las cartas de su padre no solo las leía ella, ni las suyas llegaban vírgenes a Diagonal con Casanova, pero a fin de no causar dificultades se limitó a servirse de la embajada española para transmitir naderías. Las cosas serias las enviaba por el circuito alemán. Con la marcha de los Moreno dejó de lado los servicios de la reducida dotación de don Germán, el cual, si bien mantenía con ella una relación cordial, no era el mismo del pasado. Había menos paellas, y casi ninguna conversación indiscreta. Era de lamentar, pero la fuente Q no fluía de un modo tan copioso como en el pasado, lo que a ella no le importaba, pues en los últimos tiempos Germán no tenía mucho que contar o, probablemente, a él no le llegaba casi nada. En cualquier caso, y a sus efectos, todo eso daba igual. Desde hacía tres meses era una ciudadana del Deutsches Reich, y no se contaba con que suministrase información de interés. En todo caso, que de vez en cuando insuflase algo de luz y alegría en los sombríos salones de las dos embajadas: la germana y la española.

En la carta que releía, guardándose del sol con su pamela y su sombrilla, su padre le hacía saber que su hermana, su cuñado y su sobrina —ni palabra de Petra— llegaron a Barcelona tras un azaroso viaje por Viena, Ginebra y Perpiñán, donde bajaron el Mercedes de donde lo llevaban trincado, para llegar felizmente a su añorada Barcelona. Una vez en casa Meritxell comenzó a explicar, a borbotones, los horrores que le había tocado vivir en la sucia, hostil, peligrosa e incomprensible Constantinopla, lo cual le tenía preocupado, y a la mare también; los dos ponían en duda que su nuevo estatus, de ciudadana germana esposa de un oficial bien situado en el Estado Mayor, le confiriera la suficiente seguridad para vivir a salvo de peligros, y más dado su empleo de traductora de confianza en ese mismo Estado Mayor, expuesta de continuo a intentonas y atentados como los que tan a menudo comentaban La Vanguardia y el ABC. Ahí aprovechaba para deslizar un reproche sobre su precipitada boda, tan lejos de su casa y privándole del placer, y del orgullo, de llevarla de su brazo al altar —ahí torció el gesto: la mare de Déu, lo cursi que podía ser el pare—, aunque aceptaba que todo eso era secundario y lo que de verdad importaba era que fuese tan feliz como merecía, y que su marido, del que todos le hablaban muy bien, fuera tan bueno con ella como la mare y él deseaban.

Tras ese preámbulo paternal le hablaba de la familia, de los amigos, de los conocidos, de la vida ciudadana y de la vida política, la cual era satisfactoria, si no por otra cosa porque desde febrero padecían un nuevo alcalde, Manuel Rius i Rius, el cual, por amabilidad de los dioses, era un buen cliente de la notaría, tanto que, sin llegar a ser amigos, si algún día se viera en la necesidad de pedirle algo probablemente le atendería. Todo eso ya lo había leído sin que le asaltase curiosidad alguna, salvo un párrafo dedicado a su amigo el cónsul Von Gosseln, al que le agradecería de por vida que gracias a él pudiera escribirse con ella. Le notaba un punto entristecido, sin atreverse a precisar si sería por su salud, por la defección de su mayordomo de toda la vida o porque le habían puesto un vicecónsul, un tal Fridel von Carlowitz que a él no le caía bien, aunque no supiera explicar por qué. Podría ser por no parecerle un verdadero diplomático, sino un espía. El caso era que apenas dedicaba tiempo a las actividades consulares. Prefería montar a caballo haciendo equipo con su mujer —una gran amazona mucho más joven que él—, compitiendo en torneos de saltos y cosas así, aunque según Von Gösseln lo que le consumía más tiempo era el bienestar de los capitanes, oficiales y tripulaciones de tres cargueros internados en la dársena del Morrot. Unos barcos milagrosos, pues pese a llevar dos años amarrados no mostraban herrumbre. Los tripulantes no solamente los cuidaban, sino que de vez en cuando los movían, quizá para mantener vivas sus calderas y sus máquinas. Que lo hacían se notaba en que cambiaban de sitio. No le sorprendería que alguna vez salieran a estirar las piernas por el Mediterráneo; después de todo, ni estaban encadenados a los muelles ni nadie los vigilaba, y las autoridades del puerto, a él le constaba, bien que sabían mirar para otro lado si se les incentivaba para ello. Sus nombres eran Düsseldorf, Rudolf y Brasilia; se lo decía por si eso pudiera ser de interés para su marido.

No añadía más, salvo una petición enternecedora: que les enviase fotos, suyas y de su marido. Meritxell les enseñó las de su boda, donde los dos estaban imponentes, pero a la mare y a él les gustaría tener alguna más íntima; una que les permitiese hacerse una idea de cómo eran en ese verano de 1916. Ahí se despedía, dejándola sumida en una dulce melancolía. Una de la que solo fue capaz de sacarla un cornetín de órdenes. El que mil hombres se cuadraran al unísono significaba que Von Mackensen ya estaba encima, saludando desde el Horsch de Usedom.

Comienza el horror, se dijo con resignación al tiempo de levantarse, como hacía ya el resto de las damas. Quizá fuera eso lo que menos le gustaba de haberse vuelto alemana.

No, alemana, no. De ninguna de las maneras.

Para bien o para mal, ella se había vuelto prusiana.

El buque del diablo
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