Viernes, 27 de julio de 1917
Un espléndido atardecer de verano. Desde la terraza de los Wichelhausen se veía la desembocadura del Haliç, la del Boğaziçi en el Marmara Denizi y algo más lejos las tres más cercanas de las Prens Adalari[29]. Souchon estaba pendiente del Midilli, detenido frente a Sarayburnu a la espera de práctico. Los pilotos del Midilli no necesitaban sus servicios, pero las órdenes de Souchon eran tajantes: no hacer nada que pudiera herir la nerviosa susceptibilidad de sus cada día más irritables aliados.
Sin haber llegado a desarrollar una relación de amistad con su oficial de información, el caso era que, con él, y con su mujer, se sentía muy relajado, muy en paz, como suele suceder cuando la confianza profesional abre paso a la personal. Traía noticias de Berlín, de donde había vuelto dos días antes; algunas no eran para comentar con sus diversos estados mayores, y de ahí que se dejara invitar a una de las exquisitas cenas que preparaba Frau Wichelhausen, aunque lo cierto fue que se invitó él mismo. Su anfitriona, en consecuencia, se pasó una hora escarbando en sus pescaderías de confianza, las del pequeño mercado de Üsküdar, en el lado asiático del Boğaziçi. Allí se hizo con una espléndida lubina de dos kilos, recién pescada en a saber dónde —jamás hacía preguntas a los suspicaces pescaderos, sobre todo si se trataba de mercancía requisable por las autoridades insaciables—, la cual, complementada con una docena de langostinos tirando a enormes y con una sopa de pescadores al estilo de la Barceloneta, sería lo que más agradecería el delicado estómago de un vicealmirante que cada día soportaba peor la cocina turca, incluyendo a la tolerablemente refinada del Pera Palas, donde seguía viviendo pese a confesar que daría lo que le pidieran por una terraza como la que disfrutaba esa tarde, asomado al pretil y olvidado de la odiosa formalidad de los mandos superiores de la Kaiserliche Marine.
—Nuestro tiempo aquí se acaba. El mío y el de ustedes.
Souchon lo decía según echaba mano del primer langostino. Rolf procesaba las palabras del que se había vuelto su jefe directo, si bien de forma oficiosa. Que Souchon no estaría mucho más tiempo en Istanbul lo presentían Queralt y él desde que un mes antes Buße arrumbase al Estado Mayor de la KM, un destino con el que soñaba desde muchos meses antes. El que no se hubiera designado un reemplazo solo podía significar que Souchon no quería dejar en su estela un Asto al que no le hubiera dado tiempo a enterarse de cómo estaban las cosas en la Marina otomana, en la búlgara y en la MD. Una sospecha que se confirmó cuando Souchon le hizo saber que hasta nueva orden él sería su Asto, cosa que no le abrumó, pues bien sabía en qué consistía el trabajo y con quiénes debía realizarlo. De ahí que cuando diez días antes Souchon fuese convocado a Berlín se les hiciera claro, a Queralt y a él, que a no tardar sucedería una de dos cosas: o bien ellos mismos volvían también al Reich o bien tendrían dos nuevos jefes, el que sustituyese a Buße y el que reemplazase a Souchon. Tanto ella como él preferían lo primero, porque la vida en Istanbul se había vuelto por demás incomoda, francamente hostil, aunque no para ellos en particular, sino para los alemanes y, eso era lo peor, para las alemanas. Ella no lo sufría tanto como las ya escasas esposas e hijas de jefes y oficiales, gracias a lo bien que se camuflaba, pero aun así estaba muy harta de no dejarse ver si no era bajo el odioso, humillante niqab. De ahí que a partir de aquella primera frase del siempre pausado Souchon prestase la mayor atención.
—El nuevo comandante de la MD será el Vizeadmiral Hubert von Rebeur-Paschwitz. Es muy de la cuerda del nuevo canciller, Michaelis, y creo que también de Von Capelle. Viene de mandar el II Schlachtgeschwader[30]. En estos días anda explicando al que le sustituirá en eso, que no sé quién es, todo lo que deba saber. Cuando llegue aquí, lo que será en la segunda mitad de agosto, lo hará con su Asto, que tampoco sé quién es. Rebeur-Paschwitz no sabe una palabra de turco, aunque piensa, o así me lo ha dicho, que a estas alturas los otomanos a sus órdenes entenderán el alemán lo bastante bien como para no tener que preocuparse por eso. Supongo que también traerá su propio Nachrichtenoffizier, pero ni me lo ha dicho ni se lo he preguntado. En cuanto a mí, Scheer me da el IV Schlachtgeschwader, lo que hace un año habría sido un gran mando.
Rolf y Queralt, sonrientes, levantaron sus copas de buen Bollinger, acompañados de un Souchon que no resplandecía. El embajador francés se dejó atrás su magnífica bodega, y las abnegadas monjitas que cuidaban su embajada no solo sabían dónde se ocultaba, sino que tenían la llave; a eso se debía que con su inquilina española, que a menudo cocinaba para ellas, de vez en cuando tuvieran un detalle de singular exquisitez.
—La Hochseeflotte está embotellada en Wilhelmshaven. Cada mes los ingleses reciben un nuevo acorazado, si no un crucero de batalla. Nosotros, cada cuatro. La diferencia de número se hace progresivamente mayor, tanto que parece muy difícil que volvamos a medirnos con la Grand Fleet, y si lo hacemos será para suicidarnos. Tras el del III Schlachtgeschwader el del IV es el mejor mando imaginable para un vicealmirante, pero me llega cuando su tiempo, el de las fabulosas escuadras de acorazados alemanes, ha quedado atrás.
Queralt estaba más al corriente de la composición de las agrupaciones navales alemanas de lo que un observador imparcial habría podido suponer. Trabajar en un Estado Mayor donde desde hacía más de dos años se consideraba lo más natural del mundo que la traductora jefe tuviese acceso a cualquier documentación, daba lugar a eso y a mucho más.
—Mi nuevo puesto entraña que debo reclutar mi propio Estado Mayor. El del actual comandante, Franz Mauve, no sé si me valdrá o no. Es que, por lo que sea, Scheer no está contento de cómo le han salido las cosas, pobre diablo —el Bollinger ya causaba efecto en el habitualmente muy discreto Souchon, o así lo veía la desapasionada Queralt—; en cualquier caso, deberé hablar con todos sus miembros, empezando por el Asto, que según creo es el mismo que tenía Mauve cuando mandaba el II, un capitán de corbeta del que solo sé que se llama Kähler. Me gustaría que mi Asto fuera usted —por Wichelhausen, que levantaba sus cejas—, pero es tan joven que Scheer no me dejará. Lo que sí he comprobado es que Mauve no tiene Nachrichtenoffizier, quizá por pensar que, pasándose la vida fondeado, maldita la falta que le hace. Bien, pues a mi sí me hace falta, de modo que, si le gusta la idea, el puesto es suyo.
Rolf y Queralt se miraron. Souchon no comprendía su código de miradas, aunque aquella le parecía clara: él quería verificar que su mujer estaba de acuerdo, y seguramente lo estaba.
—Estoy a sus órdenes, Euer Exzellenz.
—Pues ya tiene usted un nuevo destino. Aún no puedo precisar las fechas, pero a Mauve le operan de algo el 23 de septiembre, así que para ese día deberá usted estar en el Friedrich der Große. Un buen barco para ser Nachrichtenoffizier, Queralt. —Lo decía según la emprendía con el último langostino, bien embadurnado de la famosa mahonesa de la diosa venerada en el Yavuz Sultán Selim—. Es que fue construido para ser el buque insignia de la Hochseeflotte, y por eso posee dependencias para un Estado Mayor de gran tamaño, amplias de verdad. El mío no lo será, de modo que vamos a estar la mar de cómodos.
El vicealmirante y su traductora se sonrieron.
—Les sugiero, en consecuencia, que vayan planeando el viaje. No se preocupen por los pasajes. Procederemos como en Navidad: la KM pagará el de los dos en primera clase más el espacio que haga falta en el furgón de equipajes, y el Estado Mayor otomano abonará el complemento a coche cama y restaurante. Que todos volvamos al Reich como señores —los tres levantaron sus copas, sonrientes—, que para eso lo somos. ¿La lubina es la reglamentaria, Frau Wichelhausen?
—Con sus patatas, sus cebollas y el resto de la dotación, Euer Exzellenz. Se chupará los dedos, ya lo verá.
—Es con lo que sueño desde hace un par de días. Dios la bendiga, Queralt. Gracias a usted, el castigo de vivir aquí se me ha hecho un poquito más llevadero.
El vicealmirante volvió a sonreír a la que tan bien había sabido dar con su punto débil. Dudaba que su oficial de información supiera valorar cuánto le debía su carrera. Sin su mujer, Wichelhausen solo sería un oficial con idiomas.