Martes, 28 de julio de 1914

Se presentía que aquel era el último día de paz. El decaimiento a que tal cosa daba lugar lo acrecentaba un cielo gris, tirando a negro, que amenazaba regalarles una gran tormenta de verano. La tripulación se deshacía de todo lo que pudiese alimentar un incendio, lo primero en que se debe pensar cuando toca combatir. Eso mantenía ocupado a casi todo el mundo, aunque no tanto como a los radiotelegrafistas, los del Goeben y los del B-Dienst. Los continuos telegramas que llegaban de Berlín no eran los únicos. Los de Haus, que ya debía de ver al Goeben como un buque austrohúngaro, también eran frecuentes, aunque no se podían comparar a la tempestad de señales que llegaban de todas partes. Otro presagio, decía Souchon en la reunión de la mañana, de que la guerra era inminente.

El que concentraba mayor interés era de Von Pohl. Más largo de lo usual, aunque no más claro. En su análisis de situación, la MD debería buscar refugio en aguas otomanas, en el caso de que Souchon no quisiera ponerse a las órdenes de Haus. Von Pohl no recomendaba unirse a la flota italiana, pues los indicios apuntaban a que Italia se mantendría en la neutralidad. A título de comentario final parecía dejar a Souchon en libertad de hacer con la MD lo que juzgara oportuno, aunque con una condición: que no se arriesgase a caer en manos inglesas o francesas. Antes de llegar a eso, que hundiera sus buques.

—Un niño de seis años nos habría podido decir lo mismo.

La queja de Madlung era lógica. Aquello, lejos de ser un catálogo de oportunidades, era un «allá os las apañéis».

—¿Le presionamos para que los turcos nos reciban bien?

—Presionar a Von Pohl es presionar a una piedra, y no porque sea un cabezón, sino porque no pinta nada.

Souchon se decía que Buße tenía razón al opinar así de Von Pohl, pero él no le podía respaldar.

—Buße, prepare un mensaje para Von Tirpitz, copiando a Von Pohl. Si terminamos en Constantinopla, que sea porque se nos espera. Si no, mejor hundirnos. Wichelhausen, ¿podríamos hoy saber algo más del señor Churchill y los barcos?

—Quedé con Humann en hablar a las seis de la tarde. No está seguro de que para entonces tenga nada nuevo que contar, porque su fuente, o su origen, está en Londres, y la comunicación ya es muy difícil. Si Austria-Hungría declara hoy la guerra, sus enlaces telefónicos con Francia quedarían suspendidos, y para llegar a Londres hay que pasar por París. Quizá funcionara una segunda vía, por Holanda, pero tampoco duraría mucho. De todos modos, su fuente decía que Churchill hará pública la incautación nada más saberse que hay guerra entre Viena y Belgrado. Si eso es hoy, quizá sepamos algo por la noche.


Pascual Moreno rara vez comía fuera de su casa. Su delicado estómago y su irritable intestino detestaban las recetas otomanas. Se resignaba cuando le tocaba comer con algún oficial de la Marina, si bien, como siempre pagaba él, se las apañaba para que fuera en algún carísimo restaurante que sirviera platos «a la europea». Salvo en esas ocasiones, y alguna muy rara en que De Ory invitaba, cada día se presentaba en casa poco antes de la una. Le aguardaban una copa de Amontillado del Duque —poseía un considerable alijo— y una mesa no de diario, sino de gran gala. La que solía cocinar era Petra, que lo hacía del modo más casero, familiar y monótono imaginable. Meritxell no se prodigaba en la cocina, lo cual era de agradecer. Queralt lo hacía cuando había invitados amantes de sus paellas, pero en un día normal, de diario, se quedaba muy al margen, salvo en los últimos, cosa que a Pascual no le hacía sospechar. La explicación oficial era el supuesto cansancio de la esforzada Petra. La real era provocar su mejor humor, el que le hacía ser amable y lenguaraz. Su repertorio, aun así, era limitado, porque rara vez dejaba de hablar de trabajo, de política y de diplomacia, lo cual, por otra parte, no tenía nada de particular, dado el tiempo tan preocupante que vivían. Tampoco se daba cuenta de que alguna vez Queralt hacía preguntas que no se correspondían con su condición de mujer ignorante y de cabeza hueca, pero como las formulaba envueltas en otras más propias de señorita de su casa y sus labores, las contestaba sin sospechar que, con perversa delicadeza, le interrogaban de un modo implacable. Como aquel día. Estaba encantado de la vida gracias a que su cuñada le había cocinado una exquisita lubina, con cebolla y patatas muy pasadas. Gracias a eso no tuvo reparo en comentar que Churchill había emitido un comunicado, anunciando la incautación de dos acorazados otomanos y uno chileno, tal y como Germán comentó, en esa misma mesa, unos días antes.

Dos horas después, con Pascual durmiendo una plácida siesta —no era un español de cabezada en el sofá; su estilo era el tradicional, de pijama y pantuflas— en compañía de su desmesurada esposa, Queralt cogía su maletín de dibujo y emprendía el camino del cercano Pera Palas. No pintaba muy bien, aunque sabía dibujar con la maestría de un ingeniero frustrado, y nada mejor para camuflar sus estancias en la terraza del hotel que plasmar sketches de la omnipresente Süleymaniye. No tenía nada de particular que algún parroquiano se le acercara, interesado por la maestría con el carboncillo de la indiscutible turca, sobre todo si estaba sentada; en pie desentonaba, y aún más si abría sus ojos, pues el gris acero que mostraban no tenía nada de otomano. Eso era lo que sucedía esa tarde. Minutos después, el caballero que había curioseado el estudio de la resignada Süleymaniye, se marchaba dando su mejor velocidad. Llevaba con él una noticia que cambiaría el destino del mundo.


—¿Y bien?

Souchon no era hombre de pocas palabras, pero cuando la impaciencia le devoraba resultaba muy lacónico.

—Churchill ha hecho público que se queda con los tres barcos, el chileno y los otomanos. El Reşadiye pasa a ser el HMS Erin. El Sultân Osmân-i Evvel es ahora el HMS Agincourt. Los oficiales y marineros a bordo del Reşid Paşa y del Neşhid Paşa han sido amablemente invitados a irse a tomar por culo. No se lo dijeron encantadores diplomáticos del Foreign Office, sino antipáticos oficiales al mando de sendas compañías de Royal Marines, con las armas cargadas y las bayonetas caladas.

—Los ingleses jamás cambian: tras sus perfectos modales y sus mágicas palabras, siempre hay bayonetas.

Souchon sabía de qué hablaba. En sus tiempos de Tsingtao, donde había servido de 1901 a 1904 como jefe del Estado Mayor de la Ostasiatisches Kreuzergeschwader, tuvo trato con marinos ingleses. De ahí le venía no solo su buen inglés, sino cierto conocimiento del alma británica; cuando menos, la que flotaba.

Ackermann tenía preguntas más inmediatas:

—¿Los Paşas ya están al corriente?

—A las seis de la tarde, hora de Constantinopla, no sabían nada. En Londres eran las cuatro. En buena lógica, el Almirantazgo informaría primero al Foreign Office, y Sir Edward Grey convocaría más o menos de inmediato al embajador otomano. Primero que se vieran, hablaran, que Grey le diera explicaciones, y que luego el embajador regresase a la embajada, ordenase la traducción al turco, y que sus radiotelegrafistas transmitieran el telegrama, ya serían la siete de Londres. O las nueve de la Sublime Puerta. Wangenheim llamó a Cemal Paşa nada más conocer la noticia, y el otro no sabía nada. Humann dice que salió zumbando al Ministerio de la Guerra. Me jugaría unos marcos a que, ahora mismo —las siete y diez, hora de la Europa Central; las ocho y diez en Constantinopla—, los Paşas están cabreadísimos, quizá llamando al estupendo Beaumont para recitarle los nombres ingleses de unos barcos pagados con el esfuerzo sobrehumano de millones de honrados ciudadanos otomanos.

—No quisiera estar en sus pantalones —decía Buße.

—Todo eso nos vendrá bien dentro de no mucho. Ahora vamos a lo crucial: según informa Von Pohl —Souchon blandía un mensaje recién llegado—, el Imperio austrohúngaro ha declarado la guerra al reino de Serbia. No hará más de dos horas. También ha hecho pública la movilización de sus ejércitos. Por ahora no hay reacción de Serbia ni de sus aliados, pero sin duda se conocerá mañana. La consecuencia, para nosotros, es que dejaremos Pirán a la una de la madrugada. Ackermann, ordene levantar presión con disimulo, y no antes de las diez. Que nadie pueda transmitir que las chimeneas del Goeben escupen más humo del normal. Una vez en el Adriático, ponga rumbo a Brindisi. Allí nos reuniremos con el Breslau, y supongo que se nos dirá qué pasa con los italianos. Si nos dejan carbonear, lo haremos, porque no hay nadie que sepa cuándo ni dónde lo podremos hacer otra vez. ¿A qué hora llegaríamos a Brindisi?

Ackermann no necesitó consultar sus papeles.

—Son 340 millas. Diecisiete horas a veinte nudos. Podríamos amarrar a las siete de la tarde. Para zarpar con el relleno al completo necesitaríamos alrededor de cuatrocientas toneladas, que podríamos cargar durante la noche. A las siete o las ocho de la mañana estaríamos en situación de atravesar el canal de Otranto y desde ahí marchar adónde ordene. Herr Admiral.

—Bien. Diga al Estado Mayor de Von Pohl qué pensamos hacer, para que avisen al cónsul en Brindisi de que necesitamos espacio en un muelle, dos remolcadores y un número suficiente de carboneros y de cintas elevadoras. Lo mismo para el Breslau. El cónsul, ante todo, que verifique si vamos a ser bien recibidos. ¿A qué hora se pone el sol en Brindisi?

—Poco antes de las nueve. Herr Admiral.

—Estupendo. Tendremos dos horas de luz para organizar el carboneo. Bien, es hora de cenar. ¿De acuerdo, en esto?

Asintieron, sonrientes. Su moral seguía muy alta.

Herr Admiral, un radiograma de Von Pohl.

Souchon trabajaba en su diario. Gracias a eso no tardaba en dormirse. Aquella noche no estaba seguro de que funcionase, por las vibraciones de las calderas, así que no necesitó despejarse para coger el papel que le tendía Henke, tercer oficial de comunicaciones. El texto era breve: «Antes de Brindisi diríjase a Trieste. Contacte cónsul. Espere instrucciones. Von Pohl».

Entre Pirán y Trieste solo había veintidós millas. Menos de dos horas para fondear en el antepuerto, marchando a velocidad económica, o un poco más si atracaban, para cargar las cien toneladas de carbón que necesitarían para dejar Trieste con las carboneras al cien por cien de su capacidad.

—Déselo al Kommandant y dígale que zarparemos a las siete. Informe a Wichelhausen, porque será él quien baje a ver qué pasa con el cónsul. Buenas noches y buena guardia.

El buque del diablo
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