Sábado, 24 de marzo de 1917
Para los altos mandos del Sonderkommando Türkey era complicado reunirse a solas. Podían hacerlo, por supuesto, pero al precio de levantar entre sus aliados alguna ceja suspicaz. Aun así, lo habían hecho ya tres veces desde que los chicos de la CUP forzaran el 3 de febrero la dimisión de Said Halim Paşa. El pobre apenas importunaba, pero no era turco, sino albanés, y su tendencia natural era rodearse de gente de su etnia. Una gente difícil de controlar por los cada día más paranoicos Jön Türkler, de modo que, sin que nadie se opusiera, el gran acaparador de poder, Talat Paşa, fue designado Osmanh Sadrazarm, o gran visir. Era un relevo importante, de modo que Liman von Sanders, Usedom y Souchon, y sus oficiales de mayor confianza, se las ingeniaron para dar una explicación poco sospechosa, y tras eso juntarse a cenar en la embajada del Reich, aprovechando una de las ausencias del embajador Von Kühlmann, del que tampoco se fiaban, aunque no por lo mismo que les llevó a no hablar con Metternich: si este logró enfrentarse a los Paşas, a la CUP y a todo bicho viviente, Von Kühlmann se mostraba tan cercano a Talat Paşa que procuraban no contarle nada, en la sospecha de que a las pocas horas lo haría saber al nuevo gran visir, solo por ganarse la confianza del que no se fiaba de nadie.
Si se reunieron esa noche no fue solo para valorar en qué podría repercutir el cambio de Großwisir, sino para estudiar un conjunto de noticias procedentes de Berlín que no les llegaban por telegrama cifrado, sino por mensajero despachado desde Berlín. Trataban de muy diversos asuntos, aunque los principales eran dos: los evidentes indicios de una sublevación proletaria en Rusia, lo que podría dar lugar a la deposición del zar Nicolai II y a una paz por separado con los tres imperios, y los efectos de la guerra submarina irrestringida que por iniciativa del Admiral Scheer se sostenía desde primeros de año, la cual, si bien funcionaba sin tacha en cuanto a buques aliados hundidos, entrañaba un creciente riesgo de que los Estados Unidos abandonasen su plácida neutralidad y entraran en la guerra. Dado su formidable potencial industrial, el posible cese de las hostilidades con Rusia no compensaría la participación de un enemigo por demás temible, lo que cada día que pasaba incrementaba la preocupación de los dos estados mayores, el de la Kaiserliche Marine y el del Deutsches Heer.
El embajador Von Kühlmann, bien visto por los Jungtürken —su dominio del Orta Türkçe superaba cualquier acento—, había ido a Berlín a confesarse con el káiser. El pretexto de reunirse a cenar era incontestable: conmemorar los veintinueve años de la entronización de Wilhelm II. Nada, pues, que hiciera sospechar a un Talat Paşa que sospechaba de todo, de modo que a la hora convenida se juntaron Liman von Sanders, Usedom y Souchon, y sus respectivos oficiales de confianza. Entre los del último figuraba un Kapitänleutnant dos grados inferior al de cualquier otro —ninguno bajaba de teniente coronel o de capitán de fragata—, pero se había ganado una sólida reputación de bien informado, reconocida no solo por sus iguales, sino por Liman von Sanders y Usedom. A eso se debía no solo que Souchon se lo llevase a todas partes, sino que a nadie le sorprendía que lo hiciera. Tan acreditada estaba su competencia que a los otros nueve sentados a la mesa les pareció natural que la reunión comenzara con la lectura de un resumen de lo recibido de Berlín, complementado con informaciones obtenidas de otras fuentes. Lo redactó Wichelhausen, el mismo que lo leía.
—El pasado 22 de febrero hubo numerosos disturbios en Petrogrado. El primero lo motivó el cierre patronal de la factoría Putilov, lo que dejó sin trabajo a treinta mil obreros. Estos, y muchos más, ese mismo día tomaron las calles, paralizando Petrogrado. El zar Nikolai, al que no le gustan las algaradas, y los obreros aún menos, ordenó que la guarnición de la ciudad los disolviera por las malas, abriendo fuego de ser necesario, y así se hizo el día 26. Se contaron cuarenta muertos y varios cientos de heridos. No fueron más porque las tropas, a su vez, se sublevaron el 27, negándose a disparar contra sus hambrientos compatriotas, quizá por estar ellos mismos sin apenas comer desde hacía varios días. A partir de ahí los desórdenes se multiplicaron, hasta el punto de que al zar no le quedó más remedio que abdicar, lo que hizo el 2 de marzo. Eso no significó el fin de la monarquía. La Duma, el parlamento ruso, se limitó a designar un gobierno provisional, presidido por un tal príncipe Lvov, y a iniciar un proceso constituyente para dar al Imperio una ley de leyes en la que cupieran todas las orientaciones políticas. Seis días después, el 8 de marzo, el zar abandonó Petrogrado, sin que nuestro Estado Mayor sepa dónde lo han metido, porque todo indica que ni él ni su familia están en libertad. Aun así, nada de todo esto implica que Rusia se haya salido de la guerra. La lucha continúa, si bien a los ejércitos rusos se les ve menos infundidos de ardor guerrero de lo usual, así como nada deseosos de pasar a la ofensiva. El alto mando considera significativo que los Estados Unidos reconocieran al gobierno de Lvov tan pronto como el 9 de marzo. En las decisiones del presidente Wilson parece que influyen las cifras de hundimientos de buques aliados debidas a nuestra campaña submarina, las cuales ascendieron a 370 000 toneladas en enero, 490 000 en febrero y en lo que llevamos de marzo ya se pasa de 525 000 —Wichelhausen se detuvo para echar un trago de agua y aclarar se la voz. Tras eso, prosiguió.
—De otras fuentes, ni alemanas ni otomanas, hemos sabido que Lvov es un hombre más culto de lo usual en la clase política rusa y de notorio prestigio en la Duma. Solo tiene cincuenta y ocho años, aunque su salud está muy castigada por su costumbre de inocularse cada noche una botella de vodka, o dos. Pese a proceder de una familia de veras aristocrática, desde hace años es miembro del Konstitutionell Demokratische Partei, o KaDeTe; una formación liberal, a la europea No cuenta con apoyos entre los otros partidos; estos solo tienen dos cosas en común: su indiscutible capacidad de jamás pactar y la imposibilidad de mantener más allá de unos pocos días, si no unas pocas horas, los escasos compromisos que son capaces de acordar. Los rusos padecen no menos de diez partidos importantes y dos docenas de menos importantes, todos ellos radicalizados a extremos de locura. La opinión de algunas cancillerías neutrales, con embajadas abiertas en Istanbul, es que Lvov durará poco al frente del gobierno provisional. En algunas se cita con asiduidad un abogado llamado Kerensky, cabeza de Partido Socialista Revolucionario y que Lvov ha designado ministro de Justicia. Se pronostica que pronto cundirá el desorden, ya que ni Lvov ni sus ministros son partidarios de salirse de la guerra, porque si lo hacen se quedarán sin los alimentos que Inglaterra les hace llegar a través de la India. Como los partidos obreros quieren dejar la guerra cuanto antes, la tensión política provocará un enfrentamiento entre las diversas formaciones de consecuencias impredecibles, pudiéndose desatar una guerra civil. Es sabido que varias grandes comunidades agrupadas desde hace siglos en el Imperio ruso quieren abandonarlo. La posibilidad de una secesión unilateral de los ucranianos se considera muy posible, lo que daría lugar a que Rusia, incapaz de mantener su esfuerzo de guerra, se resignase a negociar una paz con Berlín, Viena e Istanbul, para desde ahí ocuparse de sus propios problemas.
—¿Cuáles son esas fuentes que cita, Wichelhausen?
Souchon, con un gesto, indicó a su Nachrichtenoffizier que a la pregunta de Usedom contestaría él.
—Euer Exzellenz, el acceso a la valiosa información que conseguimos con alguna regularidad depende, fundamentalmente, de que no comentemos su procedencia. Wichelhausen tiene orden mía de no decir una palabra, en ningún lugar y ante ninguna persona, incluyéndome a mí, acerca de sus muy reservadas fuentes. Le ruego se haga cargo de que no solo debemos ser discretos con lo que tan confidencialmente se nos dice, sino que de ningún modo podemos señalar a quienes nos lo dicen, so pena de que no vuelvan a decirnos nada.
El Admiral Usedom compuso un gesto de resignación. No era la primera vez que preguntaba de dónde salían aquellos datos a menudo tan oportunos, ni tampoco la primera en que Souchon le respondía con su más cortés indisciplina. Era un grado superior a Souchon, pero quien mandaba en el Sonderkommando Türkey, cuando menos en materia de inteligencia, seguía siendo el comandante en jefe de la Marina otomana.
—¿Hay algo que podamos hacer para empujar a los rusos en la buena dirección?
—Si lo hubiera, el Alto Mando ya nos lo habría ordenado.
La respuesta de Usedom a la pregunta de Liman von Sanders no podía ser más ortodoxa, pero este no era de los que dan las batallas por perdidas al primer cañonazo.
—¿Qué pasaría si nos damos una vuelta por Sebastopol, Odessa y Feodosia, y las machacamos un poquito? Si mal no recuerdo, al Breslau se le cambió hace seis meses la batería principal por una de ocho piezas del 150 que aún están por estrenar, ¿no? En cuanto al Goeben, y según dice usted —por Buße—, lleva meses muerto de asco, pese a estar en buenas condiciones. ¿No ayudaríamos con eso a Lvov, o al que tome las decisiones en Petrogrado, a decidir que le interesa parlamentar?
Era una pregunta para Souchon, y no solo porque Liman von Sanders le miraba con fijeza y de un modo tirando a impertinente. Pese a que aquel, Buße y Wichelhausen habían debatido previamente los posibles efectos de tirar por ahí, no podía ser que a la pregunta de un General der Kavallerie contestase alguien de rango inferior a Vizeadmiral.
—Lo que dice tiene sentido, Euer Exzellenz, pero el caso es que ha citado tres puertos que se quedarían en Ucrania si esta se segregara del Imperio ruso. Si hacemos una carnicería entre los desgraciados que viven allí, a ver cómo podríamos negociar con la Rada una vez se libren de los rusos.
—¿Qué carajo es la Rada?
Souchon no contestó. Prefirió señalar con el dedo a Wichelhausen. Habían acordado que si surgía esa pregunta —no creían necesario explicar qué diablos era la Rada, pero conociendo a Usedom y Liman von Sanders cualquier cosa era posible— la respondería el Nachrichtenoffizier. Este, a su vez, se alegró de que su mujer le hubiera explicado unas noches antes, con detalle, qué era la Rada, cuál era su historia y cómo sería su futuro una vez se desencadenaran unos acontecimientos que para ella. Henry Morgenthau y Germán de Ory estaban mucho más cerca de ser inminentes que para él.
—La Verkhovna Rada es el parlamento de Ucrania. Se creó el 4 de abril del año pasado con las bendiciones de Rusia, si bien el zar Nikolai no se fiaba de los ucranianos. Este 2 de marzo la Rada formó un gobierno regional inclinado a salirse del Imperio ruso, a discutir una paz separada con nosotros y nuestros aliados, y, de ser necesario, a defenderse de la Gran Madre Rusia con las armas en la mano. Si todo esto prosperase, y nuestras fuentes no lo encuentran imposible, tendríamos acceso al dique seco de Sebastopol, cosa de suma importancia para la MD, aunque lo más importante sería el establecimiento de un amortiguador territorial entre Rusia y nuestras posiciones en el este. A eso se deben las recomendaciones de prudencia que nos llegan, no vayamos a tomar decisiones que puedan enturbiar las posibles relaciones con una Ucrania independiente.
—Recomendaciones ¿de quién? ¿De Berlín?
—No, Euer Exzellenz. —De nuevo era Souchon el que contestaba al impaciente Usedom—. O Berlín no sabe nada de todo esto, lo que igual no es imposible, o no quiere comentar nada, porque si hay alguna negociación en curso lo normal será que la mantengan en un completo secreto.
—¿Y qué podemos hacer, en cualquiera de los dos casos?
—Nada. En todo caso, no añadir dificultades a una negociación que, si Llegase a tener lugar, ya sería difícil de por sí.
Sobre la mesa cayó un silencio de minutos. No demasiados, aunque a casi todos se les hicieron eternos. A su término, el Admiral Von Usedom, el de mayor rango en la reunión, decidió que le correspondía decir la última palabra.
—Dado que lo recomendado es seguir callados, no hacer nada y permanecer atentos a las novedades, propongo que nos dediquemos a eso mismo, con todas nuestras energías, según nos ponemos a cenar. ¿Todos de acuerdo?
Nadie respondió de palabra, pero sí de sonrisas. El tenue sentido del humor del sombrío almirante de sesenta y un años, casi siempre oculto bajo la gélida rigidez natural de los junkers de la Prusia oriental, de vez en cuando tenía un puntito de gracia.