Jueves, 4 de febrero de 1915
A pesar de la guerra las costumbres otomanas permanecían inalterables. Una era observar el viernes como día de descanso semanal. Eso daba lugar a que los representantes diplomáticos neutrales se reunieran al anochecer de los jueves, en alguna de las embajadas o en la residencia de algún embajador pudiente, para disfrutar una velada donde cada participante aportaba lo mejor de sí mismo, y no solo en el plano de sus personalidades exquisitas. No podría decirse que reinara la escasez en el mundo de las embajadas, pero ciertos bienes minoritarios se habían vuelto raros de conseguir, además de muy caros. El champán francés y el foie gras de oca eran dos excelentes ejemplos. Gracias a ellos la popularidad de don Germán de Ory era de las más elevadas en el selecto círculo de las representaciones diplomáticas de Suecia, Holanda, Italia, Dinamarca, Suiza, los Estados Unidos, Brasil, Argentina y Japón. Para los representantes de Suiza e Italia no era un problema conseguir alguna discreta cantidad, ni hacerla llegar a Constantinopla por valija diplomática, pero el caso era que quien disponía con mayor liberalidad de ambas maravillas era el embajador español. De Ory, todo un señor, jamás se quedaba corto en el suministro de ambas pruebas de que Dios existía, y a eso se debía que nadie olvidara invitarle, ni tampoco a sus consejeros y agregados. Eran cenas y festejos donde la presencia femenina escaseaba, y no solo por la guerra y sus incomodidades, sino porque las damas de la mejor sociedad, y las esposas e hijas de diplomáticos siempre han pertenecido a la mejor sociedad, incluso en tiempo de paz encontraban Constantinopla exótica e interesante, sí, pero sucia y peligrosa como pocas ciudades europeas, si se la pudiera considerar europea. Asia y la cultura musulmana estaban lo bastante cerca de Beyoğlu como para no tenerlas presentes.
A todo eso se debía que doña Meritxell de Moreno fuera con frecuencia el centro de los grupos más animados, cosa que a su esposo no le disgustaba, pues así su señora mostraría un humor tolerable durante unos cuantos días. Su hermana Queralt, pese a no ser tan bella ni tan exquisita, era también muy popular, tanto que a la hora de tomar asiento había disimulados codazos por no quedar lejos de su chispeante conversación, siempre teñida de divertidas malignidades. Influía no poco el que fuera una de las intérpretes del Estado Mayor de la flota otomana, si bien era imposible arrancarle chisme alguno acerca de lo que veía, escuchaba o vivía en su lugar de trabajo; en realidad, y salvo que ya no estaba en el Ministerio de Marina, sino en un edificio próximo a Eminönü, jamás fue posible sacarle nada. Ella, por el contrario, sí arrancaba pedacitos de información, siempre inconexos y usualmente irrelevantes, si bien puestos todos juntos a veces indicaban algo. Esa noche, sin ir más lejos, el agregado cultural sueco, al que costaba entender porque se había pimplado una de las botellas aportadas por don Germán, explicaba que la vida de los Jóvenes Turcos estaba cerca de alterarse, pues tras una reunión del CID celebrada días antes se murmuraba que Mr. Asquith había otorgado sus bendiciones a un grandioso plan de Mr. Churchill para forzar los Dardanelos, adentrar en el Mármara una escuadra de viejos acorazados, llegarse al Cuerno de Oro y desde allí bombardear la ciudad igual que hiciera el cafre de Bernat de Rocafort seiscientos años antes. En previsión de que ocurriera tan indeseable cosa, proseguía el sueco, él había empezado a recoger sus cosas, por si fuera menester subirse al primer tren que saliese para Viena. Una pesimista perspectiva que pronto fue rebatida por su colega español, algo menos borracho y que pretendía dejar alto su pabellón. A su juicio, el estrecho estaba lo bastante bien defendido como para imposibilitar que una fuerza naval lo pudiera franquear. Desde ahí la conversación se animó, sin que se dijera nada de interés para los atentos oídos de mademoiselle Mir, salvo cuando el embajador holandés, hasta entonces silencioso, dejó caer que no solo se movilizarían acorazados anticuados y poco menos que inservibles, sino el último, más potente y mejor armado de los británicos, el Queen Elizabeth, cuyas ocho piezas del 381, que disparaban granadas de ochocientos y pico kilos, bastarían para borrar del mapa no solo la Sublime Puerta y el anejo palacio de Topkapi, sino la ciudad vieja en su conjunto.
—Para entonces ya le habrían parado los pies.
—De ningún modo, Germán. El único buque otomano que podría plantarle cara, el Goeben o como diablos lo llamen ahora, está inválido en Ístinye. Sus piezas son demasiado pequeñas para poder hacer blanco en un Queen Elizabeth situado más allá del Cuerno de Oro, pero el alcance de las de este bastaría para devolver Ístinye al pleistoceno, y al Goeben con ella. Si yo mandara el Queen Elizabeth abriría fuego desde Kinaliada, a 23 000 metros de Ístinye en vuelo no de pájaro, sino de granada perforante. Las piezas 283/50 del Goeben no alcanzan más de 19 500, pero las 381/42 del Queen Elizabeth pasan de 27 000. —El embajador Rensenbrink quería dejar sentado que sabía de lo que hablaba; viendo la seriedad que se apoderaba de los sentados en su cercanía, parecía que lo conseguía—. Estando el Goeben tan inmovilizado como está, no duraría ni cinco minutos. Tras eso, para el Queen Elizabeth y las dos docenas de acorazados que le acompañarían, sumando entre todos más de doscientas piezas de grueso calibre, reducir a cenizas esta maldita ciudad solo les llevaría unas pocas horas. De ahí, mis queridos amigos, que haya mandado comprar billetes de tren, a Viena y más allá, para todos los miembros de mi legación. Es de suponer que cuando los británicos empiecen a disparar intentarán evitar Beyoğlu, pero ya saben ustedes los que pasa con las balas de cañón: jamás es posible saber dónde diablos acabarán cayendo.
Un comentario, el final, para el que no había fácil respuesta. Queralt metabolizaba cada palabra. Las repetiría esa noche, todas ellas, en su acogedora madriguera de la Tom Torn Kaptan Sokak —prolongación de la Postacilar Sokak—, donde tenía por vecinas a veintitantas hermanas de la orden de las Gardes-Malades; no tenían mucho que ver con las franciscanas, las cuales se habían largado de allí hacía un montón de años, cosa que tanto a ella como a Rolf les daba igual. Solo les importaba que su apartamento, el que había dejado libre un agregado cultural francés dotado de un exquisito buen gusto, no podía ser más espacioso ni más luminoso, que desde la terraza se divisaban la desembocadura del Cuerno de Oro, el palacio Topkapi, la mezquita Ayasofya y los minaretes de la mucho más cuidada del sultán Ahmed, que a ellos no podía verles nadie cuando salían a contemplar el espléndido panorama, que tanto la calefacción como el agua caliente no podían ser más estupendos y que les salía por muy poco. Las monjas, además, les recibieron con los brazos abiertos, sin mostrar curiosidad por su estado civil; les bastaba con que los dos hablaran un impecable francés. Así, sin apenas darse cuenta, se iban acostumbrando a una vida matrimonial tan feliz como solo puede ser la de un hombre y una mujer que ni por ensoñación piensan en casarse. Como una vez explicara Talleyrand, no hay nada tan satisfactorio ni tan prodigioso como vivir en pecado, a ser posible mortal.