Viernes, 19 de febrero de 1915

Merten había engendrado tres sistemas defensivos. El primero lo formaba un conjunto de campos de minas, unos fondeados delante de la boca del estrecho y otros en su interior; estos se remontaban más allá de Çanakkale. El segundo era un gran despliegue de baterías fijas, emplazadas en fortalezas y bastiones; contaban con más de cien cañones, de calibres comprendidos entre 240 y 150 mm; eran de tipos anticuados, aunque poseían la solidez natural de las piezas de artillería Krupp; a eso se debía que la cura de rejuvenecimiento aplicada por tres docenas de operarios enviados desde Essen los dejara como nuevos. El tercero se basaba en varias docenas de piezas del 150, muy modernas, que se desplazaban sobre raíles. El plan de Merten era despistar a los ingleses —los franceses, para él, no contaban—, presentando cuanta oposición fuera posible delante del estrecho, aunque a sabiendas de que acabarían por abrirse paso. Daba por hecho que las piezas de los acorazados batirían sin piedad a las baterías fijas, pero estas, bien camufladas y mejor protegidas, cuando se hiciera el silencio, y salvo algún impacto directo, estarían en condiciones de disparar. Para entonces algún acorazado de los menos valiosos ya estaría dando avante hacia Çanakkale; le habrían abierto paso los cuarenta y cinco dragaminas que observadores otomanos camuflados de pescadores griegos habían contado en la gran rada de Moúdros. Ahí, frente a Çanakkale, se daría con lo que quizá no habría previsto el almirante Carden, autor del plan y llamado a ejecutarlo —las explicaciones de Wichelhausen llegaban a ese nivel de detalle—: diez campos de minas infranqueables para buques de calado superior a cuatro metros. Cuando se toparan con ellos llegaría el momento de las baterías móviles, las cuales dispararían contra unos barcos probablemente detenidos y que se hallarían en la peor situación táctica imaginable. Los ingleses enviarían más, pero se habían fondeado cientos de minas, suficientes para desfondar varias docenas de acorazados. La función de las piezas móviles sería rematar a los buques averiados y liquidar a los tripulantes que ganaran las orillas, esto en colaboración con varias secciones de ametralladoras. Merten, sin embargo, no tenía suficientes oficiales para mandar tanta batería. Esa era la razón de que Wichelhausen estudiase, a través de un telémetro de campaña, la flota francobritánica desplegada desde hacía dos horas frente a la boca de los Dardanelos. Ackermann había cedido a Merten sus dos piezas proeles del 150, así como cuatro de sus oficiales de artillería, pero no podía contribuir en más so pena de tener dificultades si un ataque ruso al Bósforo le obligase a disparar desde Ístinye. Souchon sí podía prescindir de su Nachrichtenoffizier mientras durase la batalla, cosa que a este no le disgustaba. Sería una excelente oportunidad de recuperar sus peores instintos, los desarrollados en la escuela de artillería de Sonderburg. Estarían apolillados tras más de treinta meses sin tocar un telémetro, pero lo que bien se aprende no se olvida. O eso esperaba.

Desde hacía dos días los sobrevolaban hidroaviones procedentes de Moúdros. Merten contaba con eso, de modo que las baterías, tanto las fijas como las móviles, permanecían bajo redes de un camuflaje bien estudiado; al menos, sus propios reconocimientos aéreos indicaban que sus piezas fijas, casi todas a cubierto en túneles de suficiente longitud, serían invisibles en tanto no asomaran sus bocas de fuego justo antes de disparar.

El bombardeo, centrado en las fortalezas de Seddülbahir y Kum Kalé, comenzó a las diez y se prolongaría durante seis horas, aunque sin otros resultados que levantar formidables nubes de polvo. Las dotaciones alemanas y otomanas permanecían en sus refugios, matando el tiempo lo mejor que podían. Los acorazados ingleses y franceses se acercaban a distancias de 6000 metros, pero ni aun así causaban daños de consideración. Mejor les fue a sus dragaminas, que abrieron un canal hasta la entrada del estrecho a un coste razonable, apenas cuatro unidades perdidas de las treinta y cinco que contaron los vigías alemanes. El anochecer se les echaba encima, de modo que se retiraron varias millas para proseguir al amanecer, pero ahí el clima de los Dardanelos se alió con los defensores, pues un temporal de los tremendos impidió durante días a los buques de Sir Sackville Carden acercarse a la boca del estrecho. Lo que no impidió fue que los minadores otomanos, bajo el mando de un capitán de corbeta llamado Geehl Bey, volvieran a sembrar de minas los accesos al estrecho, de modo que cuando el tiempo aclaró, para los atacantes y los defensores todo fue un volver a empezar.

El buque del diablo
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