Domingo, 31 de diciembre de 1915

Germán de Ory había organizado una discreta recepción. Ni le había dado publicidad ni los invitados eran muchos. Aparte de los contados consejeros y agregados españoles y del secretario de la embajada, estaban el cónsul general en Istanbul, un consignatario naval que pese a no tener trabajo prefería no volver a España, tres importadores-exportadores que seguían comerciando sin saberse cómo, dos periodistas que cubrían para el ABC y La Vanguardia las noticias del lugar, el delegado del Centro de Corresponsales —en realidad lo era de la agencia francesa Havas, que por razones obvias había dejado Istanbul—, y un escritor moderadamente famoso que no tardaría en regresar a España por la vía Viena-Zúrich-Lyon-Portbou. La colonia española en Istanbul era más extensa, pero los merecedores de ser invitados a un cotillón en la embajada no lo eran tanto, además de que unos cuantos que sí fueron invitados prefirieron declinar, unos por tener mejores planes y otros, los más, por no sentir simpatía ni por el embajador ni por los aires que se daba.

La recepción no pretendía ir más allá de ser un simple cotillón, animado por una pianista, un saxofonista, un trompetista y una cantante, todos ellos norteamericanos, aunque de manifiestos ancestros africanos, a quienes la guerra sorprendió en Istanbul y que iban tirando a base de recepciones en hoteles y embajadas. Se notaba que don Germán no tiraba la casa por la ventana en que no daría de comer; los invitados deberían venir cenados de sus casas, o de donde fuera. Él había repostado en la de su attaché naval, el lugar, a excepción de algún gran restaurante, donde a su entender mejor se comía de Constantinopla. Le apenaba que tan prodigiosa virtud no fuese a extenderse más allá de unos pocos meses, pero esa noche no era para lamentarse, sino para disfrutar el exquisito menú que las hermanas Mir prepararon para él y para los dos consejeros que le quedaban. Al poco de terminar, él y sus acompañantes se mostraban encantados de la vida. La noche no podía ser más agradable, ni más segura, ya que la policía de Talat, escarmentada con los disturbios organizados por extremistas musulmanes en las pasadas fiestas solsticiales, había tomado Beyoğlu. A eso se debió que se arriesgaran a caminar los contados metros desde la casa de los Moreno a la embajada; en verdad la noche, con la ciudad más iluminada de lo habitual —desde hacía diez días no se cortaba el suministro en la zona de las embajadas—, no podía ser más estimulante. Así fueron llegando los distintos invitados, algunos sin pareja, los más con ella, y unos cuantos en compañía de señoras y señoritas de refuerzo ataviadas en gran estilo. Era, eso, algo que a las damas en presencia les encantaba, pues casi todas se habían habituado a disfrazarse de musulmanas. A menudo comparaban la Constantinopla de cuando llegaron con la Istanbul que padecían. La de antes era una ciudad tolerante y cosmopolita, donde los europeos y los asiáticos, y los cristianos y los mahometanos, se mezclaban del modo más sosegado y convivían no ya en paz, sino en la más amable de las tolerancias. La de finales de 1915 era un poblachón sucio, fétido y sombrío atestado de perros sarnosos, donde la encomiable cultura de respeto a las creencias ajenas se había esfumado. Por increíble que les habría parecido año y medio antes, la Constantinopla encantadora, cálida y pacífica de la que se quedaron prendados nada más llegar, se había transformado en una lúgubre Istanbul donde nadie osaba manifestar sus creencias si no eran musulmanas; una Istanbul que vivía una guerra santa, una yihad, por mucho que cuando el Sheikh-ul-Islams lanzara la Fatwa catorce meses antes, a casi todos les pareciera un mero arrebato histérico-folklórico. Los turcos, que no los otomanos, se habían radicalizado de un modo incomprensible para quienes un año antes los veían como unos europeos solo un poquito distintos, no muy diferentes de los griegos, los italianos o los españoles. Unos turcos que aquellos días se mostraban exultantes, por estar a punto, o eso decía la prensa de la CUP, de tirar al mar a los ingleses y a los franceses, los que tan insensatamente habían hollado la sagrada tierra otomana en las playas de Gallipoli.

A todo eso se debía que la recepción fuera casi exclusiva para españoles. A don Germán le habría gustado dar a saborear sus riquísimas uvas de Vinalopó —no explicaba cómo las hizo llegar a Beyoğlu— al embajador Morgenthau, con el que hacía buenas migas, pero las heridas de la desdichada guerra entre los Estados Unidos y España, la de diecisiete años antes, aún estaban por cicatrizar. Si bien las relaciones diplomáticas se reanudaron al año siguiente, no alcanzaron una plena representatividad hasta 1913, cuando Juan Riaño y Gayangos fue nombrado embajador de don Alfonso XIII, y la delegación en Washington, que hasta entonces solo era eso, ascendió a embajada. En reciprocidad, el presidente Wilson otorgó a un oscuro congresista de Virginia que había fracasado en su pretensión de ser elegido gobernador de su estado, Joseph Willard, el premio de consolación de ser su embajador en España, si bien, unas cosas con otras, no presentó sus credenciales hasta el verano de 1915. Don Germán pensaba que, si el presidente Wilson había empezado a mirar a España con alguna simpatía, era gracias a sus esfuerzos en cuidar y proteger a los ciudadanos franceses y británicos atrapados en el cada día más radicalizado Imperio otomano, donde no ser musulmán podía costar la vida, como demostraban los desdichados cristianos armenios. El de por sí antipático embajador Morgenthau había encontrado en don Germán un aliado tan eficaz como desinteresado, y eso, calculaba este, tarde o temprano tendría efecto en las relaciones entre los dos países y, por qué no, en su reputación profesional.

En la cena del attaché todos los asistentes eran españoles, a excepción del novio de la hermana más joven, más alta y menos opulenta. Entre la lubina y los postres —la única muestra de gastronomía otomana— fue cuando la tal hermana y su novio supieron que, al fin, había luz verde para que los Moreno regresaran a España. Fue gracias a que un teniente de navío soltero, tercer oficial del recién comisionado acorazado España y que hablaba un buen francés, había manifestado interés en ocupar el puesto de agregado naval en la embajada de Constantinopla. No sabía una palabra de Orta Türkçe, pero tampoco la sabía el capitán Moreno cuando desembarcó del Rey Jaime I y no por eso había dejado de comunicarse con sus interlocutores naturales, los mandos de una Donanma-yi Humâyûn que ya tenía más de Kaiserliche Marine que de Marina otomana.

Tanto Pascual como Meritxell manifestaron su dicha de un modo clamoroso. Queralt la mostró de un modo contenido, poniendo empeño en precisar que la sentía por su agobiada hermana. Tras eso afirmó no ser desgraciada en Istanbul, por no decir que allí estaba en la gloria. En cuanto a su novio, se limitó a mantener una muy lograda expresión inexpresiva.

Solo en la embajada, y tras situarse a salvo de orejas indiscretas, en el salón donde tras las uvas y las campanadas los más jóvenes bailarían como locos, pudieron ponerse al día.

—Te juro que no sabía una palabra. La última vez que mi hermana sacó el tema, y no hará ni quince días, Pascual volvió a decir que lo veía muy negro.

—Eso es igual. Lo que me preocupa es qué vamos a hacer.

—Yo no me quiero marchar. De ninguna de las maneras.

—Ni yo que lo hagas, pero te vas a quedar sin pasaporte.

Era una triste realidad. El propio Germán había dejado caer que los pasaportes diplomáticos familiares, como eran los de Meritxell, Queralt y Petra, estaban vinculados a la presencia en el destino, el que fuera, del diplomático titular del principal.

—¿Hay alguna posibilidad de que te den uno que no sea diplomático? Uno como todos, quiero decir.

—Me temo que no. Se lo pregunté al abogado de la embajada, Rousso, hace un tiempo. La solicitud, incluso de contar con todas las bendiciones, debería ir a España y volver de allí. Unas cosas con otras, muchos meses y sin garantías de que lo concedan. Vamos a tener un buen problema, Rolf.

Este aparentó que se quedaba pensativo, pero era camuflaje. Lo que pensaba decir lo tenía muy pensado, aunque hubo de frenar en seco porque se les acercaba un camarero portando una bandeja con racimos metidos en cuencos. Las agujas del gran reloj colocado en el centro de la pared principal estaban ya muy próximas a las doce. La hora de despedir un año muy malo para dar paso a uno que se auguraba peor.

—¿Te gustaría tener un pasaporte del Deutsches Reich?

—Ya lo creo, pero dudo que ni Hohenlohe-Langenburg me lo pueda conseguir. Para empezar, aún no le conozco.

El Fürst von Hohenlohe-Langenburg era el representante personal del káiser Wilhelm en Istanbul; no pensaba estar mucho tiempo, solo hasta que un aún por llegar Graf von Metternich presentara sus credenciales al sultán Mehmed V, reemplazando al inesperadamente fallecido barón Von Wangenheim. Que se muriera de repente fue una sorpresa, porque no era viejo; quizá por eso algunos murmuraban que lo envenenaron los ingleses, mientras otros sospechaban de la policía de Talat, por ser notorio que la carnicería desatada contra los infelices armenios no le gustaba mucho, y así se lo hizo saber al káiser. En cuanto al Fürst von Hohenlohe-Langenburg, no se sabía si era lo que decía ser, un enviado especial o un embajador interino. Era, eso sí, un príncipe de modales amabilísimos.

—Cierto, pero puede ayudar.

—Explícate.

—Nuestros cónsules pueden celebrar bodas entre oficiales alemanes y señoritas extranjeras, en determinadas circunstancias y bajo ciertas condiciones, aunque todas ellas quedan a la libre determinación del cónsul, el que sea. El de aquí no pondría pegas a una firme recomendación de Hohenlohe-Langenburg, y este hará lo que le digan Usedom y Souchon. Así, en cosa de un mes, dos todo lo más, podrías dejar de ser la senyoreta Mir para volverte Frau Wichelhausen. ¿Qué te parecería?

Queralt decidió sobre la marcha que convendría poner cara de profunda sorpresa. Falsa, por supuesto. Daba por hecho que tarde o temprano Rolf tiraría por ahí. La noticia dada por Germán de Ory, en realidad, se había comportado como la espoleta que hace detonar el explosivo.

—¿Hablas en serio?

—Como jamás en mi vida. Solo falta que digas que sí, que vale, y me pongo en marcha.

Queralt no llegó a contestar, pues el embajador De Ory, dueño de una potente voz, tras reclamar silencio había empezado a cantar las tenues campanadas del reloj, marcando así el ritmo de ingestión de unas uvas alicantinas gordas, dulcísimas y por demás golosas. Al acabar, como era lo usual en ese tipo de ocasiones, todo el mundo empezó a besarse, unos con más pasión que otros aunque todos con buena cara. La de Queralt era de las mejores, si no la mejor. Igual que su sonrisa.

—Vale. Sí.

—Pues bueno. A partir de ahora, considérate mi señora.

Ella no le dejó decir más. Su boca se apoderaba de la otra, su cuerpo se ceñía con descaro al que veía de marido desde hacía mucho tiempo y su mente se alejaba de la embajada y de Istanbul, indiferente a que todo el mundo los miraba. Unos más asombrados que otros y unas más escandalizadas que otras —la embajada era suelo español, y en este determinadas expresiones de afecto entre novios, atentatorias contra la moral y las buenas costumbres, se consideraban no ya impropias, sino reprobables—, aunque casi todos sonreían, y es que, si hay algo que consiga elevar el ánimo de los bien nacidos, es constatar que, incluso en medio de una guerra horrorosa, los jóvenes aún son capaces de amarse. Lo que resultaba llamativo era que la hermana de la muy apasionada señorita no sonreía. Los que observaban el fenómeno quizá se dijeran que desaprobaba la conducta de la que olvidaba las obligaciones inherentes a su clase social; sería lógico, porque no podían saber que doña Meritxell de Moreno sentía una profunda envidia por su hermana Queralt.

El buque del diablo
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