Viernes, 22 de diciembre de 1916

Souchon era tacaño con los permisos. No ponía pegas si los oficiales a sus órdenes le pedían tres o cuatro días, siempre que se les pudiera localizar, pero marchar al Reich un par de semanas era otro asunto. Sin embargo, la situación a finales de 1916 le llevó a reconocer que abrir un poco la mano sería bueno para elevar la decaída moral de sus inmediatos subordinados. Los acorazados rusos, su mayor dolor de cabeza, no dejaban Sebastopol desde hacía meses. No se sabía que Colchak careciera de carbón o de municiones, aunque sí que la disciplina en sus barcos se había degradado a extremos intolerables. También podría ser que la presencia en el mar Negro de una docena de submarinos alemanes le disuadiera de buscar batalla. En realidad, la MD nunca tuvo más de tres unidades del Tipo UB-1, el UB-7, el UB-8 y el UB-14, de los que solo el último seguía patrullando, pues el primero se perdió por causas desconocidas y el otro se transfirió a la Marina búlgara. Del Tipo II, más grandes y con más torpedos, se llegó a contar con otros tres, el UB-42, el UB-45 y el UB-46, aunque los dos últimos se hundieron, gracias a las minas rusas, hacía menos de un mes. En cuanto al U-38, estaba de regreso en el Mediterráneo. Solo el UB-14 y el UB-42 seguían emboscados a la espera de acorazados enemigos; la vista ocasional de sus periscopios bastaba para que Colchak se abstuviera de sacar al mar su opulenta fuerza de cinco predreadnought y uno de sus modernos dreadnought, el Imperatriza Ekaterina Velikaja. La mitad posterior del Imperatriza Mariya, su gemelo, había volado hacía dos meses gracias a una explosión en un pañol de cordita, imputable según Isendahl a la irresponsabilidad de su tripulación; aún estaba por estimarse si se podía reparar, y de ser así en cuántos meses. El tercero, Imperator Aleksandr III, tampoco estaba para navegar, ya que los operarios de Sebastopol seguían sin acabar de instalar su maquinaria, fabricada en Inglaterra. Dado que parecía no haber una necesidad inmediata de sacar al mar el Yavuz Sultán Selim, resolvió conceder algunos permisos, uno de ellos a su Nachrichtenoffizier, el cual llevaba más de cuatro años sin ver a los suyos, y era de reconocer que presentarles a su esposa era un motivo razonable. Sería un permiso del 19 de diciembre al 5 de enero; de todos esos días, cinco se les irían en ir y volver —el trayecto de Istanbul a Berlín cubría 1900 kilómetros y no menos de sesenta horas, con detenciones en Sofía, Belgrado, Viena y Dresden; a la vuelta, lo mismo—, pero ni él ni su mujer se quejaban. Por lo demás, buen viaje y disfruten de sus vacaciones, que así les despidió el 18 de diciembre tras zamparse con ellos, con Liman von Sanders y con las hijas de este, una estupenda paella del senyoret.

Esa escena la evocaban según desayunaban a las siete de la mañana en un desvencijado speisewagen que hasta dos años antes fue un exquisito coche restaurante de la CIWL, de los asignados al servicio internacional entre París y Constantinopla conocido por Orient Express, el que hasta poco antes del comienzo de los cañonazos hizo las delicias de los que podían viajar de un modo tan elegante, tan prestigioso y tan carísimo. La movilización de Francia, Alemania y Austria-Hungría sorprendió a buena parte del material móvil de la CIWL en Austria-Hungría, con la consecuencia de ser requisado para empleo militar. El material —coches cama, coches restaurante y furgones— permaneció a disposición del ejército austrohúngaro, sin excesivo uso, ya que su funcionalidad era demasiado reducida para las necesidades del austero mundo militar. Tras la caída de Serbia surgió la necesidad de operar un servicio comercial para pasajeros distinguidos, entre Istanbul y Berlín. Así se instauró el Balkan Express. Cubría dos frecuencias semanales entre la Anhalter Bahnhof de Berlín y la Sirkeci Gan de Eminönü. El servicio lo prestaba la compañía que mantenía los vagones, una que a partir de noviembre de 1916 adquirió identidad propia con el nombre Mitropa, el acrónimo de Mitteleuropaische Schlafwagen und Speisewagen Aktiengesellschaft. Mitropa enganchaba sus coches a las locomotoras de las administraciones ferroviarias de los estados que atravesaba. Esa era la razón de que aquel amanecer la elegante composición del Balkan Express —un furgón, dos coches cama y un restaurante— rodase a remolque de una del KPuGHStE —Königlich Preußische und Großherzoglich Hessische Staatseisenbahn, o Ferrocarril del Reino de Prusia y del Gran Ducado de Hesse—, integrada por tres coches de literas WL 6ü habilitados para heridos y una locomotora Schwarzkopf P-8, de lo cual Herr Wichelhausen no habría tenido idea —las locomotoras no le apasionaban— de no explicárselo la paciente Frau Wichelhausen, a quien no se le había desvanecido el sueño de algún día ganarse la vida diseñando locomotoras magníficas.

Los últimos kilómetros los recorrían a la luz de un sol entrevelado e invernal. Queralt venía prevenida contra el clima de una ciudad donde los primeros copos solían caer a primeros de octubre y hasta bien metidos en mayo no podía decirse que por aquel invierno ya bastaba. La última nevada era reciente, pues por la ventanilla no se divisaba demasiado pavimento. De vez en cuando, al pasar cerca de algún sendero, se veían huellas de rodadas, y también de pisadas. Aun así, el aspecto global no era siniestro. La inmensa Berlín no transmitía la sensación de ser una ciudad donde se vivía una guerra que al Deutsches Reich ya le había costado cientos de miles de hombres. Sería por eso que vieron pocos. Mujeres sí, bastantes, y no con aire de haber salido a pasear. Tapadas hasta los ojos, su aspecto era de ir a trabajar, quizás en sustitución de algún movilizado. A Queralt le parecía percibir una general atmósfera de tristeza. Lo atestiguaba un hecho en que a primera vista no reparó: las mujeres que caminaban en las proximidades de la vía férrea, que bien sabía solían saludar a los trenes con las manos y alguna sonrisa, ni les miraban. Las pocas que lo hacían componían excelentes expresiones inexpresivas, como esas de los ciegos que parecen mirar pero que no ven. Ese debía de ser el primer signo de la guerra: nadie parecía ver, o querer ver.

Rolf no sabía con qué se encontrarían en la Anhalter Bahnhof. Había enviado un telegrama, diciendo que llegarían a primera hora del 22. El Balkan Express no podía gozar de una gran puntualidad, por el larguísimo recorrido desde Istanbul, de modo que ni él ni Queralt esperaban ser recibidos. Dios quisiera que hubiera taxis, se decía con preocupación, porque arrastrar el nada ligero equipaje —lo presidía un par de gruesas alfombras de seda pakistani— hasta la no cercana Gendarmenmarkt, con la nieve que habría en las calles, podría ser sobrehumano, pero le alivió divisar dos figuras femeninas que reconoció al momento. A Frau Wilhelmine la primera, pese al gorro noruego con que se cubría la cabeza. Ni siquiera en Alemania era frecuente dar con señoras que raspaban los ciento noventa centímetros. Con la otra, solo algo más baja, lo tenía menos claro, pues cuando se despidió de Ingeborg solo tenía trece años. El tremendo estirón que había pegado dificultaba identificarla, si bien al verla sonreír, con todos sus muchísimos dientes, salió de dudas.

—Mamá, Inga, Queralt.

Frau Wilhelmine Wichelhausen, de soltera Von Bülow, tenía cincuenta y tres años, aunque gracias a su general buen humor aparentaba menos. Criada en un ambiente de diplomáticos, donde hablar menos de dos lenguas además del alemán era indicio de retraso mental, se había casado con un zoquete adorable, de veras encantador, que jamás se debió esforzar en que le comprendieran, ni en comprender él a los demás. Su pasión eran los caballos, tanto los de correr como los de cazar, si bien el schlachtrosser o caballo de batalla, mezcla de airoso hunter irlandés con indestructible kriegspferd prusiano, aderezada con alguna gota de sangre árabe y de lipizano español, desde la entronización del káiser Wilhelm era el más cotizado de los que criaba. Dos personas tan distintas como ellos solo podían detestarse hasta la exasperación o amarse con locura, y contra los pronósticos generales sucedió lo segundo. En los veintiséis años de su matrimonio se las compusieron para poner en grada nueve pequeños Wichelhausen, de los que ocho llegaron a la feliz edad de recomendar a su madre, a sus tíos y a la totalidad de sus parientes, que se ocuparan de sus asuntos. Para los estándares prusianos era un registro excelente, ya que lo usual era que uno de cada tres niños pereciese antes de ser confirmado en su fe, incluso los de clases tan acomodadas que sus padres no regateaban un marco en médicos, medicinas, alimentación y, en general, toda clase de cuidados. Todos los niños Wichelhausen, salvo el que murió, se criaron tan fuertes como los caballos de su padre. Fue muy de lamentar que a este no le diera tiempo a verlos en el esplendor de su juventud y de su primera madurez, ya que allá por 1908, con Ingeborg ya de nueve años, una galopada sobre uno de sus sementales terminara con jinete y caballo en el suelo, este con una pata partida por haberla metido en una topera y aquel con el pescuezo formando un ángulo recto. El dolor de la familia fue inmenso, pues sin ser un padre pegajoso se podía contar con él siempre que hacía falta. El de su esposa fue aún más hondo, tanto que a los cuarenta y cinco años que tenía, y siendo la opinión más extendida que aún estaba de muy buen ver, no se planteó buscar un nuevo compañero, consciente de que dar con uno como el que había perdido sería un sueño imposible. Prusiana de pura cepa, no se dejó llevar ni por la pena ni por la depresión, ni se dejó ver ante nadie apenada o entristecida. Se limitó a desempeñar su doble papel, de padre y de madre, lo mejor que pudo. Tras los ocho años transcurridos, la opinión de familiares y de amigos era que lo hizo mejor que bien. Sus cuatro hijos varones prosperaban en sus respectivas carreras de un modo incuestionable, como lo harían sus cuatro hijas si las alemanas tuvieran a su alcance diversidad de carreras para elegir. No era el caso, pero al menos las dos mayores se casaron con sendos diplomáticos; la tercera —la única que no le salió guapísima— llevaba camino de ser una excelente profesora de historia y filosofía, y la última, Ingeborg, de momento se conformaba con sacar muy buenas notas en el Gymnasium Kaiser Wilhelm I, sin haberse manifestado sobre qué cosa le gustaría más hacer. Se sospechaba que le gustaría recuperar el viejo negocio paterno, el de criar caballos en una finca de la Prusia oriental cuyos aparceros hacían lo posible por mantenerla como si el llorado Alfons Wichelhausen aún siguiera entre los vivos. Era, también, la más romántica, y si bien se opinaba que la vida no tardaría en curarle tan molesta minusvalía, la historia de su hermano Rolf y la chica española de la que se había enamorado de aquel modo tan novelesco, y que ahora las miraba con alguna timidez, le hacía preguntarse, las noches de tardar demasiado en dormirse, si el destino sería con ella tan amable como lo era con el guapísimo Kapitänleutnant, y esa era otra, que a la dulce Ingeborg la contemplación de los viriles uniformes de los oficiales alemanes le despertaba pensamientos, y más cosas, de un tipo tal que jamás se le ocurriría comentarlos con nadie, y menos con su madre. Quizá, lo intuía en ese instante, sí podría con la dueña de los prodigiosos ojos grises, tan inverosímiles en una española, que la miraban de un modo extrañamente afable.

—Habréis traído el coche, supongo.

—El coche y el chófer. La guerra no ha podido con nosotras. No todavía. ¿Qué clase de nombre es Queralt?

—Es el de una virgen catalana, Frau Wichelhausen.

—Ni se te ocurra llamarme así. Estemos con quien estemos, y hagamos lo que hagamos, para ti soy Mina. ¿Vamos?

El buque del diablo
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