Jueves, 19 de junio de 1913
Trummler había invitado a cenar a los comandantes y primeros oficiales de sus tres naves, además de al Asto, sus tenientes de navío y el oficial de información. Estaba satisfecho y se notaba, porque no era dado a disimular sus emociones cuando se daba el raro caso de que padeciese alguna. Las razones de que rezumara optimismo eran dos: lo bien que había salido el banquete conmemorativo del jubileo del káiser y el habérsele comunicado que su relevo, el Konteradmiral Wilhelm Souchon, llegaría en agosto. Tras anunciar tan deseada cosa —no era exactamente impopular, pero ni sus oficiales ni los tripulantes le tenían un apego especial, quizá por su empeño en no dejarse ver por ninguna parte del barco— les habló unos minutos del que sería su nuevo jefe, con el que, salvo la edad, poco tenía en común. La fama de Souchon era de audaz e inconformista, mientras que Trummler, convencido de que las normas existen para ser aplicadas a rajatabla, si bien admitía que a Souchon solían salirle bien sus atrevidas acciones, no se mostraba seguro de que un Konteradmiral aficionado a pensar por su cuenta fuera el mando ideal de una fuerza que a menudo se quedaba incomunicada. Por lo demás, en su escaso trato previo con Souchon había comprobado que, al menos en lo personal, era un perfecto caballero, por mucho que sus convicciones morales no fueran ortodoxas. Se le reprochaba que fuera un hombre no ya divorciado, sino vuelto a casar, y encima con una mujer más joven y, por lo que se sabía, mucho más atractiva de lo usual en las esposas de almirantes a punto de ingresar en la cincuentena.
Wichelhausen no llegó a preguntarse la razón de que su jefe fuera tan descortés hacia el colega que le sustituiría, porque su atención se desplazaba con brusquedad a otro universo: Trummler anunciaba que los planes en vigor seguirían siendo los mismos para el Breslau y el Straßburg. El Goeben se reuniría con ellos, en El Pireo, el día 27; antes debía dirigirse a Barcelona tan deprisa como para fondear al amanecer del domingo 22, a tiempo de recibir al rey de España, don Alfonso XIII, al filo del mediodía. Los detalles de la visita se los había hecho llegar el embajador Ratibor-Corvey: el rey viajaría en el tren real, acompañado de su ayudante naval, el ministro de Marina, varios oficiales del Estado Mayor de la armada, el presidente de la Junta de Construcción Naval y el propio embajador. La razón de visitarles en domingo, día inapropiado en las costumbres españolas para nada que no fuera ir a misa o masacrar toros, era que el rey no tendría un momento libre durante los siguientes días laborables, por padecer un programa muy apretado de audiencias y reuniones, de modo que si el Imperio alemán quería que visitara el Goeben no quedaba otra que fondear en Barcelona, según amanecía, el domingo 22 de junio de 1913.
Nadie puso pegas, pero había dudas. La principal, qué comía el rey de España, pues era claro que además de mostrarle la nave deberían echarle de comer. Trummler, que no había pensado en eso —no solía prestar atención a los detalles; opinaba que tales cosas existen para que los estados mayores tengan algo que hacer—, no se molestó en darle vueltas. Se limitó a ordenar a Buße que compulsara eso, por telegrafía, con el embajador Ratibor-Corvey. Tras eso dio por concluida la reunión-cena en su estilo habitual: levantándose de un modo trabajoso al tiempo de murmurar un «buenas noches, caballeros» que casi todos sus acompañantes tomaron por un genuino «¡id todos al diablo!».
Media hora después Wichelhausen redactaba la lista de asuntos a contrastar con Ratibor-Corvey. Aún no eran las nueve, de modo que, si se daba prisa, el telegrafista la podría poner en el éter a tiempo de ser vista en la embajada muy poco después, ya que en Madrid era una hora menos. Tras eso, él ya podría pensar en cómo convertir aquello en algo de utilidad personal.