Viernes, 3 de marzo de 1916

El día era desagradable. Lluvia, viento y un frío glacial. El Fürst Hohenlohe-Langenburg daba por seguro que por la tarde nevaría, lo que sería un espectáculo en sí mismo; al menos, y según decía Usedom, las cúpulas de las mezquitas adquirían un aspecto fantasmal que les sentaba muy bien. Él no se sentía muy bien. El duro invierno de 1915-1916, en el que había sufrido un enfriamiento muy serio, le pasaba factura. Esa mañana se habría quedado en la cama, pero no podía perderse la boda, tanto por el respeto que le inspiraba el novio, todo un EK2 con visos de EK1 y de Harp Madalyasi, como por la simpatía que sentía por la novia el personal de la embajada, de la que decían haberse ganado con creces el derecho a ser alemana. Él, junto al embajador De Ory y el attaché Moreno, figuraba como testigo de la novia. Los del novio eran soldados muy condecorados, altamente valorados por el káiser: el Vizeadmiral Souchon, el General der Kavallerie Liman von Sanders, el Konteradmiral Merten y el Kapitän-zur-See Ackermann. La sola enumeración de tan gloriosos guerreros bastó para eliminar cualquier reparo que les pudieran quedar, a él y a Herr Walter Schmidt, cónsul general en Istanbul del Deutsches Reich. Este se había mostrado reticente a oficiar enlaces nupciales entre oficiales alemanes y señoritas extranjeras, tanto que se vio forzado a presionarle hasta donde crujen los remaches, suponiendo que Herr Schmidt disfrutara de tal cosa en su rígido espíritu prusiano.

El Fürst Hohenlohe-Langenburg llevaba nueve meses en Istanbul como enviado del káiser Wilhelm; su misión era interceder ante Mehmed V y el gran visir por el desdichado pueblo armenio, cuyo exterminio incendiaba las primeras páginas de los periódicos aliados. No tenía éxito, pues la policía de Talat Paşa y los fusileros del 111 Ejército, al mando del muy derrotado general Abdülkerim Paşa, los seguían aniquilando del modo más concienzudo. Él habría querido pasar la Navidad con su familia, pero la muerte de Wangenheim le hacía permanecer en Istanbul en tanto no se consolidara el nuevo embajador, Paul von Metternich, llegado hacía dos meses. Él ya debería estar de vuelta, pero algo raro pasaba con Metternich, pues era la segunda vez desde que presentó sus credenciales que le llamaban a Berlín. A eso se debía que no le dejaran regresar a su añorado schloss Langenburg, en el corazón del Schwabenland, y que siguiera flotando en una tierra de nadie diplomática, pues ni él se veía deseoso de intimar con aquella horda de cafres, ni los otomanos le veían como alguien del que pudieran fiarse, gracias a una incendiaria nota verbal que había dirigido al gran visir, nota que decía así:

«La embajada del Deutsches Reich lamenta comprobar que actos de violencia, como masacres y saqueos, que no se pueden justificar por la política oficial del Imperio otomano, prosiguen sin ser reprimidos por las autoridades provinciales, siendo su objeto la expulsión de los armenios a lugares de Anatolia muy lejanos de sus residencias, en condiciones tales que la mayoría perece antes de llegar. Esto viene sucediendo en las provincias de Trabzon, Diarbekir, Izmir y Erzurum, y se ha extendido a los cristianos en la de Mardin, incluso si no son armenios. La embajada del Deutsches Reich, por orden del gobierno imperial alemán, está obligada a oponerse a estos actos de terror».

Cuando menos, lo que hacían a los desdichados armenios era una completa salvajada, como tan crudamente describían Souchon, Usedom y Liman von Sanders, deseosos de largarse de allí a fin de no verse salpicados por aquellas monstruosidades, pero a los que Wilhelm II, interesado en mantener de su lado al Osmanisches Reich, no les permitía levantar el campo.

Estaba tan sumido en esas reflexiones que le sobresaltó la inadvertida presencia del mayordomo. Su detestable costumbre de no hacer ruido al deslizarse sobre las alfombras le había costado más de un susto, pero no cabía protestar. El venerable funcionario se las apañaba con pocos recursos y menos medios para que todo funcionara con la suavidad de un reloj alemán, y él, además, solo estaba de paso; de ahí que, disimulando su irritación, alzase sus cejas y quedase a la espera.

Herr Schwedler, excelencia.

Le costó recordar que Wilhelm Schwedler, redactor jefe del Osmanisches Lloyd —único periódico alemán de Istanbul— y corresponsal del Allgemeine Zeitung y el Deutsche Tageszeitung, había quedado con él en ir juntos al consulado, de forma que aquel pudiera cubrir el acontecimiento. A juicio del Fürst, la ocasión no lo justificaba, pero el criterio de Schwedler era incontestable: llegaban al Reich tan pocas noticias agradables del sureste, que la del romántico enlace de un heroico y joven oficial y una bella diplomática española —no hacía falta ser estricto en los detalles—, pondría una nota de alegría y optimismo en el sombrío talante de los lectores de los tres periódicos.

—Hágale pasar. Después, si hace usted el favor, diga que vayan sacando el coche. Nos iremos al Konsulat en cinco minutos.

El buque del diablo
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