Viernes, 12 de septiembre de 1913

Les parecía increíble, pero siendo aquel su quinto día en Viena, y viviendo en el Sacher, aún no habían catado la sachertorte, la famosa tarta de chocolate y mermelada de albaricoque que la desdichada káiserin Elisabeth, Sissi para las noveluchas estúpidas, se zampaba de incógnito cuando pecaba contra la dieta. Se aplicaban a eso tras haber vuelto del Musikverein, donde asistieron a un ensayo de la Wiener Philarmoniker, empeñada en que sonase como era debido el Allegro molto vivace de la Patética, cuando menos a las exigentes orejas del Kapellmeister Weingartner. No era un ensayo abierto al público, pero el director del Sacher les había conseguido un pase de proscenio, del tipo «solo para gente importante».

—Hoy te has aburrido.

Lo decía según recortaba con su tenedor un pedacito de aquel pecado contra las caderas. Por fortuna, se decía en un vaivén de su mente iconoclasta, todavía tenía margen.

—No es así. Solo pasaba que tenía un poquito de sueño.

—Si durmieras más tendrías algo menos, y si me dejaras dormir yo también estaría más despierta.

—No te habías quejado.

—Y no lo hago. Me limito a constatar un hecho.

—¿Preferirías que durmiéramos más?

—De ninguna de las maneras. Estamos muy bien así.

Se sonreían, felices, casi al tiempo de seguir masticando. Rara vez se preguntaban qué hacer a continuación. Queralt se había hecho con un mapa y una guía, y con ambos en la mano precedía como una suerte de Aufklärungsstreitkräfte. En cuanto al encantado Rolf, se dejaba llevar. Aquella tarde saldrían a dar un paseo por los alrededores del ayuntamiento y de la Heldenplatz, para cenar en algún restaurante húngaro, regresar al hotel, ganar el dormitorio y entregarse a sí mismos con alguna urgencia. Queralt sospechaba que al día siguiente se hallaría en estado impuro, y dudaba que bajo esas condiciones ni a ella le apeteciera ni a él tampoco. En realidad, tampoco tenía esa tarde muchas ganas, aunque por la noche probablemente sucedería lo usual: una vez metidos en harina, el deseo se le despertaba en el mejor estilo de las tigresas hambrientas.

Alguna vez se preguntaba si esa sería la clave de la felicidad conyugal, para responderse que no. Sin eso, y a sus edades, sería difícil que la hubiera, pero solo con eso resultaría imposible. A esa convicción se debía que alguna que otra vez, por lo general en momentos de soledad y hacer fuerza, especulara sobre una posible vida en común con el perfecto caballero del presente. No siempre le salía un «por qué no», ni un por qué no podrían seguir así hasta que la vida les permitiera estabilizarse, aunque desde ahí prefería no especular. Más prudente sería exprimir la dicha de aquellos días perfectos, y una vez en Barcelona pensar de un modo más serio. A eso se debió su sorpresa cuando, sin previo aviso, Rolf se arrancó en el que ya sabía ella era su estilo natural, tanto para lo profesional como para todo lo demás; directo, preciso y sin engolamiento alguno.

—Si algo no quiero, en esta vida, es despertar por la mañana sin sentir tu hocico enterrado en mi sobaco y sin tu mano plantada en las joyas de mi corona.

Queralt se echó a reír, aunque también se sonrojó un poquito. Era verdad que la luz del sol solía sorprenderlos así, desnudos y abrazados de un modo indecoroso, pero le desconcertaba la objetiva forma en que Rolf aireaba el fenómeno.

—Cuando esté a bordo de un barco, en el mar, no me quedará otra que aguantarme, pero en tierra la idea de no poder comenzar así los días me resulta muy penosa.

—¿Has pensado algo, para remediarlo?

—De momento me limito a poner juntos los ingredientes, aunque hay algo evidente: tú tienes tu vida en Barcelona y yo la mía en Wilhelmshaven. Bastante lejos, la una de la otra.

—Es cierto, sí. ¿Alguna solución?

—Pues no, pero hay algo que sí es claro: para estar juntos, uno de los dos tendrá que ir a vivir con el otro.

Parecía que hablaba en serio. Se notaba en que dejaba su tenedor en el plato. Ella, instintivamente, hizo lo mismo.

—Supongo que ahora me dirás que soy yo la que debe hacer las maletas, ¿verdad?

—No. Estoy más por lo contrario. —Queralt, con los ojos como platos, demostró que sí se sorprendía—. No soy un hombre de fortuna. Vivo de mí sueldo, y el de un Oberleutnant no es gran cosa. Ninguno se casa mientras no es Kapitänleutnant. En mi caso, y en tiempo de paz, eso significa no menos de veintiocho años, con suerte. No quiero esperar tanto a que seas mi pesadilla de los amaneceres, la que me viola según se levanta el sol. Por eso estoy pensando en dejar la Marina e irme a Barcelona.

Tardó en responder. Un hombre dispuesto a dejar su carrera, que a sus veintitrés años parecía de lo más prometedora, por querer estar más tiempo con su mujer… Al decirse lo último interrumpió su razonamiento, porque le había dado un escalofrío: igual Rolf estaba disertando sobre matrimonios.

—¿Hablas en serio?

—Sí. —Su estilo nativo, sin pompa y sin énfasis; muy desconcertante para una chica que vivía en el mundo de la prosopopeya y la exuberancia, contaminado con más frecuencia de la que aceptaría por la lectura de apasionada basura romántica—. Repito que no soy un tipo de fortuna, pero mi madre tiene una. De hecho, estas vacaciones salen de mis ahorros, aunque no me habría llegado si ella no me hubiera echado una mano. Supongo que, si me retiro de la Marina, y a partir del año que viene tendría opción a ello sin perder mi derecho a una pensión cuando sea viejecito, me dejaría un dinero suficiente para buscarme la vida en Barcelona. Por lo que me han contado, y lo poco que llevo visto, vuestro puerto no solo es importante, sino que crece por momentos. Calculo que habrá hueco para un consignatario alemán con buenos contactos en Alemania, los de mi familia, y en España, los tuyos. Por eso me parece más lógica la opción de ser yo el que se mueva siguiendo a su mujer, y no al revés. Además, en Barcelona podrías trabajar conmigo, ser mi socia y no solo mi esposa —un segundo vuelco de corazón—, mientras en Wilhelmshaven lo más que podrías hacer sería dar clases en algún Gymnasium, que los hay a patadas. Cerca de las bases navales siempre hay muchísimos niños. Los marinos de guerra, por lo visto, nos reproducimos a destajo.

—Meritxell dice que lo mismo pasa en España.

No quería cambiar de tema, pero le daba un punto de pavor que Rolf se refiriese a ella en calidad de «mujer», y «esposa», sin pizca de apasionamiento. Él, por su parte, se limitó a encogerse de hombros. La demografía militar no le interesaba.

—Simplificando, en septiembre del año que viene cumpliré ocho de pertenecer a la Kaiserliche Marine, y con ello alcanzaré mi derecho a colgar el uniforme. Dado que aún falta un año, ¿qué te parecería empezar a pensarlo?

—¿Podrías ser más específico?

Se tomó unos segundos para responder. A Queralt no le alarmó; bien sabía que Rolf, siempre que se trataba de algo importante, seleccionaba con cuidado las palabras.

—Tener un marido emigrante y oficial de la KM en la reserva, viviendo en Barcelona y tratando de abrirse camino en el enrevesado negocio de la consignación naval.

No le llevó muchos segundos decidir que lo mejor sería dejarse llevar. Para volverse atrás siempre tendría tiempo.

—¿Estás pidiéndome que me case contigo?

—Sí, claro. ¿No lo había hecho ya?

No era la escena ultrarromántica, con música de violines y un arcoíris flotando sobre los dos, del tipo con el que soñaba demasiado a menudo, aunque tampoco estaba mal. Para escena novelesca, la que tuvo Meritxell con Pascual. Cierto que no pudo ser más divina, más de dejarles sin respiración, a su hermana cuando la vivió y a ella cuando la escuchó, pero a la vista de cómo les iba, se quedaba con la suya.

—¿Estás seguro?

—De mí, por supuesto. De ti, me lo tienes que decir.

No necesitó reflexionar. Las palabras le salían del alma.

—Pues bueno, vale: sí, estoy segura.

Volvieron a sonreírse, para emprenderla de nuevo con la sachertorte. Un detalle que a ella no se le olvidaría, y no por ella misma, sino para poderlo explicar a su hermana cuando volvieran a verse, con suerte por Navidad.

—De lo que no estoy seguro es de que nos vayan a dejar.

—¿Quiénes? Por mi familia espero cantidad de problemas, por supuesto, pero ya los resolveré. ¿Lo dices por la tuya?

—No. Mi madre ya sabe quién eres, y cómo eres, y solo quiere que vayamos a Berlín para conocerte. Ya ves, por los míos sin problemas. Los espero por la guerra. En el Goeben estamos convencidos de que será inevitable. Contra Francia por unas razones, contra Inglaterra por otras y contra Rusia porque hace años les atraparon en unas alianzas que no les dejarán quedarse al margen. Si se declarase antes de pasar a la reserva me tendría que quedar. Si fuera después, mi deber de patriota sería volver. Aquí, en el Mediterráneo, los embajadores se desviven para que Alemania esté bien respaldada cuando empiecen los cañonazos. Si vamos tantas veces a Italia es para reforzar a los partidarios de hacer honor a lo firmado y estar codo a codo con Alemania, Wangenheim, el de Istanbul, sostiene que, pese a las simpatías de los Paşas, y de las meteduras de pata de los ingleses, Inglaterra sigue controlando el Imperio otomano. El Goeben, yendo a lo nuestro, necesita tres meses en un astillero alemán, y no uno y medio en uno austríaco Los operarios de Pola ni de lejos están al nivel de los nuestros, los de la Blohm & Voss. Tampoco el material es igual. Estamos cambiando miles de tubos, pero no son de la misma calidad que los nuestros, por que las calderas austríacas, que son pírotubulares, no los necesitan tan sólidos. En fin, que no quiero aburrirte, pero lo que más nos quita el sueño es pensar que la guerra se organice de la noche a la mañana y nos coja en medio del Mediterráneo, sin un puerto donde guarecernos y sin poder atravesar Gibraltar.

—¿Y qué sucedería?

—Los acuerdos internacionales dicen que si te quedas en un puerto neutral el buque será internado y la tripulación recluida, y tras eso a esperar que acabe la guerra, pero nosotros sabemos que si nos atraparan en Barcelona, por poner un ejemplo, los ingleses tardarían más o tardarían menos, pero acabarían por hacerse con el Goeben. De ahí que, aunque Trummler no lo haya dicho, lo natural será que lo volemos en alta mar.

—¿Y quién os recogería?

—Nadie. En los botes cabemos los mil y pico que somos. Desde ahí, una costa neutral. Lo malo es que, si se organiza una guerra entre la Entente y los imperios, con Italia indecisa, las únicas costas amigables serían las italianas, las españolas y las otomanas. Quizá por eso Trummler prefiere mantenerse al este del Mediterráneo. Es lo que nos deja un mayor margen de maniobra en caso de chispazo y guerra inmediata.

La conversación se había puesto indeseablemente seria, la sachertorte agonizaba y Queralt quería que de nuevo saliera el sol. A eso se debió que, acercándose a su novio, murmurara:

—¿Estarías en contra de una siesta, y después pasear?

—¿Siesta con ropa?

—Sin ella.

La mirada de la chica morena de ojos grises y larga melena suelta se había vuelto definitivamente pecadora, se decía el solemne mâitre. Segundos después los vio levantarse y desaparecer. No le costó trabajo imaginar qué pensaban hacer.

El buque del diablo
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