Viernes, 23 de enero de 1914
Pascual y Meritxell habían llegado a media mañana, en un incómodo coche cama Saint Denis de la MZA. No era una visita sin propósito, sino antesala del viaje que semanas después emprenderían a la exótica Constantinopla. Pascual debía estar de regreso en Madrid en la mañana del lunes 26. Él solo, pues Meritxell se quedaría en Barcelona, disfrutando los mimos de su madre y sus hermanas; buena falta le hacían, pues el trámite de gestar el primero de los Moreno-Mir no le sentaba bien. Llevaba un embarazo de náuseas a todas horas e hinchazón generalizada, de modo que a Pascual no le quedó más opción que ocuparse de la fastidiosa tarea de llenar los baúles y llevar a un guardamuebles lo que no quería ceder en el alquiler de la vivienda familiar, un gran piso en la elegante calle Ayala. Tras eso, firmar el contrato de alquiler con un diplomático belga, entregarle las llaves y llegarse a Barcelona conduciendo su Mercedes, el cual viajaría con ellos a Constantinopla, o Istanbul, como en el Ministerio le recomendaban se acostumbrase a decir. Él, Meritxell, Queralt y Petra se harían a la mar algún día de febrero, aún no sabía en cuál barco. Solo que sería un mercante mixto, de carga y pasaje, y que tocarían en unos cuantos puertos antes de alcanzar Constantinopla. La selección de barco y naviera corría por cuenta del Ministerio, pero este, siguiendo una práctica de años, se inclinó por fijar un límite de coste para el servicio, dejando en libertad al interesado para que negociara lo que prefiriese, poniendo él la diferencia o quedándose con lo que sobrase, de ser el caso.
Pascual las dejó nada más llegar. Había quedado con un amigo de la Academia de San Carlos que se había pasado al sector privado. Dado el reducido número de barcos con que contaba la armada, las posibilidades de algún día mandar uno rondaban lo infinitesimal; la marina mercante, por el contrario, se desarrollaba con saludable velocidad, y por ello echaba mano de todos los tenientes de navío que podía. Su amigo había preparado una comida, en un buen restaurante, con el consignatario de la Isleña Marítima de Mallorca; esta contaba con un nuevo buque de carga y pasaje con el que inauguraría la ruta Barcelona-Mallorca-Marsella-Génova-Nápoles-Malta-El Pireo-Constantinopla. El buque Rey Jaime I solo desplazaba 2400 toneladas, pero podía con cien pasajeros en dos clases y mil toneladas de mercancías. Para el consignatario sería un placer conseguirle dos camarotes de cubierta y un cuarto de baño a compartir. Uno sería para don Pascual y su señora, y el otro para su cuñada y la doncella, en el entendimiento de que a Queralt no le importaría dormir con la que veintiún años antes le cambiaba los pañales. El precio del servicio, por fin, sería mucho menor que la cifra límite fijada por la Dirección del Servicio Exterior.
Salió del restaurante muy contento, pese a la horrorosa perspectiva de navegar casi un mes con una esposa que amenazaba vomitar al niño por las amuras. Le aliviaba un tanto saber que su cuñada les ayudaría en el trance a flote y en los de instalarse, gestar y parir en una ciudad con fama de hostil. Queralt, hasta entonces, no le resultaba simpática. La tenía por respondona, obstinada, manipuladora e insumisa, lo que al decir de Meritxell le garantizaba un excelente porvenir de tieta, pero la mano que aceptaba echarles le granjeaba sus más fraternales sentimientos. Una Queralt que llevaba horas confesándose con su hermana, tras auxiliarla en la tercera vomitona de la jornada.
—¿Y cómo te fue por Viena?
—Ya te le dije. ¿No te acuerdas?
—Sí, pero fue por teléfono, con Pascual rondando por la casa, y así no vale, porque si me río a carcajadas se mosquea. Mientras no me lo digas mirándome a los ojitos, solas las dos, y yo pueda mearme de risa, no me lo creeré.
—Bueno, pues como quieras. Verás…
Un cuarto de hora después, la desconcertada Meritxell se retorcía las manos con mezcla de asombro y espanto, aquel por lo mucho que le había hecho reír su descarada hermana, y este por la mezcla de horror y envidia que le había hecho sentir.
—¿Y de veras piensas que os saldrá bien? Si es que no puede ser una cosa más disparatada, mujer.
—Lo será, pero a nosotros nos vale.
—¿De verdad le ves viniéndose aquí? ¿Dejar su carrera para volverse un vulgar consignatario?
—Un vulgar consignatario, en Barcelona, gana diez veces más, por lo menos, que un teniente de la Marina Imperial. No creas que al acabar la sachertorte dejamos el asunto. No fue que ya solo habláramos de cosas prosaicas, pero de vez en cuando lo revisábamos. Entre polvo y polvo, para ser exacta.
—¡Jesús!
Meritxell se tapó la cara con las manos, aunque sin poder contener una nueva y estruendosa carcajada; la descarnada forma de hablar de su hermana sería de lo más basto, grosero y vituperable, pero le hacía reír como nada en este mundo, y solo ella sabía lo mucho que lo echaba en falta.
—¿Y tú qué tal estás? Por cierto, que se te han puesto unas tetas enormes. Pascual estará encantado, ¿no?
—Ni se da cuenta. De esto —se tocaba la tripa—, pues sí, claro. En su mundo ya se murmuraba. La beata de mi suegra me descomponía con su preguntita, «este mes, ¿tampoco?». Lo dijimos en Nochebuena. Ya me dejará en paz, suponía, pero no. Debe de creer que soy de cristal, porque no para de decir a Pascual que no me deje hacer nada. Ni salir a la calle. Por eso estoy encantada de que nos larguemos. Sé que la vida en Constantinopla será difícil, aunque con tal de no aguantarlas, a ella y a mis cuñadas, menuda penya d’escurçons, me doy por contenta.
Queralt sabía que cuando a su hermana le asomaba el catalán era que no podía estar más cabreada.
—¿Has podido aprender algo de turco?
—No. Yo no soy como tú. Necesito un profesor. Los libros a palo seco no me sirven. Había pensado que, ahora que vamos a estar solas algo más de dos semanas, podrías enseñarme algo. Y a Petra también. ¿La ves contenta de venirse con nosotros?
—Pienso que sí. Su destino en este mundo es criar niños y niñas Mir. La perspectiva de ocuparse de tu criatura, toda para ella, le insufla vida. El viaje, cruzar el mar, una nueva casa, un nuevo país, un nuevo idioma…, pues le tiene sin cuidado.
—¿Cuántos años tiene? ¿Tú lo sabes?
Queralt se lo pensaba mientras contaba con los dedos.
—Llegó del pueblo con dieciséis, contigo de días en la cuna, o eso cuenta mamá. Tú tienes veintidós. Eso significa…, pues treinta y ocho. Una edad perfecta para volverse otomana. Habrás pensado en tener servicio indígena, ¿verdad?
—Claro, aunque no sé hasta dónde podrá pagar Pascual. Es un militar diplomático de un país pobre y de un estado tacaño. Tanto que, de chalecito con jardín, leches. Un piso, espero que grande, cerca de la embajada. Dice que será suficiente para nosotros dos, tú, lo que venga, Petra, un ayuda de cámara que además conduzca y dos criadas, pero vete tú a saber. ¿Tu Rolf te ha contado muchas cosas de Constantinopla?
—Unas cuantas. A ver, por dónde comenzaría yo…