Jueves, 14 de mayo de 1914

Habían amarrado casi en el mismo lugar de año y medio antes. Nada más fijarse a la boya tenían a Wangenheim y a Humann subiendo por la escala. El trámite de las presentaciones fue muy rápido; tras eso Souchon fue puesto al día. En síntesis, en Constantinopla tenía lugar un duelo de influencias que rayaba en lo sangriento, con el embajador Sir Louis du Pan Mallet tirando de una manga del gran visir y él haciendo lo mismo de la otra. Los dos tenían en el gobierno partidarios y detractores, situación del agrado del gran visir, ya que de aquella competición en hacerse querer solo podían salir ventajas y beneficios para el Imperio. A la cabeza de los proalemanes se situaba el príncipe Enver Paşa. El tratamiento de Alteza Imperial lo ganó hacía dos meses, al casarse con una diminuta princesa de veintitrés añitos —él tenía treinta y siete y tampoco era muy grande— llamada Emine Naciye, hija del príncipe Süleyman y nieta del llorado sultán Abdülmecid I. Así se consumó su ingreso en la familia real en calidad de damat, un término sin equivalencia en alemán, aunque podría traducirse por «el que pega el braguetazo». Lo cierto era que Ismail Enver había pegado uno colosal, pues no solo se invulnerabilizaba frente a cualquier asechanza social o económica —la minúscula Emine Naciye venía con una inmensa dote—, sino que se afianzaba sobre sus hasta entonces iguales Cemal Paşa y Talat Paşa, y de paso se blindaba frente el gran visir Said Halim. Gracias a tan afortunado matrimonio, era el indiscutible hombre fuerte del Imperio, llamado a ser el próximo gran visir.

Souchon escuchaba en silencio, flanqueado por Buße, sus tenientes de navío, el oficial de información, el capitán Ackermann y el primer oficial Madlung. Hasta ese momento le sonaba casi todo, pues Wichelhausen le tenía bien al corriente.

Aunque un tanto disminuida desde que la CUP tomara el poder, la influencia británica seguía siendo dominante, sobre todo en la Marina. En esta, y aunque con bastante repugnancia por parte de Enver Paşa, pero con el apoyo del ministro Cemal Paşa, la presencia de una fuerte comisión de ayuda para la modernización, presidida por el contralmirante Sir Arthur Limpus, desde 1912 hacía sentir su peso entre los almirantes otomanos. Sir Arthur era un especialista en infraestructuras, y como tal aplicaba sus conocimientos, y los del numeroso personal británico a sus órdenes, en adaptar los recursos industriales otomanos a la próxima entrega de dos acorazados construidos en astilleros británicos. Fueron adquiridos tras grandes sacrificios económicos, hasta el punto de que buena parte de su precio se pagó con loterías populares. Contar con ellos consolidaba el resurgir de la vapuleada dignidad imperial, tan grande que, por mucho que fastidiase a Enver Paşa, rompía en favor de Inglaterra el equilibrio de simpatías en el gobierno del sultán. Se suponía que ganarían aguas otomanas en tres o cuatro meses, y hasta se decía que Mallet se las compuso para que a la ceremonia de recepción de la primera nave, que para el Imperio otomano sería un acontecimiento histórico, asistiera el rey George V, acompañado de los pesos pesados de su gobierno: el primer ministro Herbert Asquith, el secretario de Asuntos Exteriores Edward Grey y el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill.

El más potente de los buques, el Reşadiye, era otomano desde nada más tenderse su quilla. Lo habría sido también un gemelo suyo que no llegó a iniciarse por insuficiencia presupuestaria. Dado que seguía siendo necesario un segundo acorazado, Cemal Paşa sondeó la posibilidad de hacerse con alguno de los que se construían en Inglaterra por cuenta de las marinas chilena y brasileña. No tardó en llegar a un acuerdo con Brasil, en virtud del cual un acorazado en fase de armamento, llamado Rio do Janeiro y que la marina brasileña no podía pagar por culpa de la caída del precio del caucho, sería transferido a la otomana bajo el nombre Sultân Osmân-i Evvel. Le faltaba más para quedar terminado que al Reşadiye; aun así, se daba por seguro que fondearía frente a Karaköy en septiembre de 1914. Por si eso fuera poco, el 23 de abril se acordó con Armstrong-Whitworth la construcción de un segundo Reşadiye que se llamaría Fatih, dos cruceros ligeros, cuatro destructores y dos submarinos. Según esos planes, la quilla del Fatih se arbolaría en una ceremonia programada para el 11 de junio. Igualmente, a primeros de julio zarparía para Barrow-in-Furness, donde se construía el Reşadiye y se haría lo mismo con el Fatih, el transporte Reşid Paşa, con quinientos tripulantes a bordo, los necesarios para que el Reşadiye llegase a Istanbul a primeros de agosto. Un segundo barco, de nombre Neşhid Paşa. y también con quinientos oficiales y marineros, zarparía de Iskenderun a mediados de julio rumbo a Newcastle, para tripular el Sultân Osmân-i Evvel. Los partidarios de ligar la suerte del Imperio a la de Inglaterra se mostraban exultantes, y muy alicaídos los que preferían al Deutsches Reich, y eso a pesar de que habían vuelto a comunicarse con este por ferrocarril, ya que durante las guerras balcánicas la línea Viena-Budapest-Bucarest-Istanbul quedó cortada en Bucarest. La restauración del servicio era crucial para el Imperio, pues al ser los mares una propiedad británica, lo que no contradecía ni el más firme partidario de Alemania, la capacidad de importar y exportar por tierra era una garantía de independencia.

Si en lo naval prevalecía lo inglés, en tierra sucedía lo contrario, gracias a la decisiva influencia del príncipe Ismail Enver Paşa, que había pedido al káiser, en un viaje relámpago a Berlín, un apoyo militar de gran envergadura, con objeto de analizar el estado de los ejércitos otomanos y proponer mejoras en cuanto a organización, adiestramiento, equipamiento, armamento e infraestructuras. El káiser respondió de inmediato, creando la misión y poniendo a su frente a un hombre de su confianza, el teniente general Otto Liman von Sanders, el cual necesitó muy pocos días para ganarse la confianza de sus contrapartes otomanos, tanto por hablar su idioma como por su actitud y sus modales, mucho más cercanos que los de Sir Arthur, incapaz de decir «buenos días» sin asistencia de intérprete.

La conclusión de Wangenheim era que no podía contarse con que el Imperio otomano se alineara con la Triple Alianza si estallaba la guerra con la Entente. No mientras el peso de Inglaterra siguiera siendo decisivo. Una vez llegaran el Reşadiye y el Sultân Osmân-i Evvel, dicho peso sería imposible de contrarrestar. Aun así convenía mantener la excelente relación con los tres Paşas, para contar, cuando menos, con que su neutralidad, tras estallar la guerra, fuera del tipo que cierra el Bósforo al contrabando militar. Con ese motivo les anunciaba que al día siguiente, viernes 15, el ministro Cemal Paşa visitaría el Goeben. Aún más importante sería la cena del sábado 16, la que daría en su palacio el príncipe Enver Paşa en honor del Konteradmiral Souchon, el Kommandant Ackermann y los oficiales que les acompañasen. Tras eso la MD no quedaría libre para zarpar y desaparecer, pues el sultán Mehmed deseaba conocer al Konteradmiral, y a tal fin le recibiría en audiencia, en compañía del embajador Wangenheim, a mediodía del viernes 22, en su colosal palacio de Dolmabahçe. Tras eso, las obligaciones de la MD en Istanbul, cuando menos hasta otoño, habrían concluido.


Souchon, Ackermann y Wangenheim se despedían en la toldilla. Humann y Wichelhausen conversaban, algo apartados. Así el segundo supo que la vida de su prometida era incómoda, por cuestiones de intendencia que a su cuñado le superaban. Pese a eso, Queralt, que a Humann no había podido caerle mejor, hasta el punto de que si fuese alemana le ofrecería un empleo, esperaba ver pronto a su novio, y ya se las apañaría Humann para que supiera dónde y cuándo. Él sugería el excelente Pera Palas Oteli, el más de lujo de Istanbul y que fue, a su entrada en servicio —finales del XIX—, el primer hotel de la ciudad que contaba con iluminación eléctrica y agua caliente en las habitaciones. A causa de tales virtudes, y algunas más, el general Liman von Sanders había plantado la tienda en una de sus suites, pese a disponer de un yali. Si Wichelhausen lograba camelar a Souchon, Humann le conseguiría una reserva para dos noches. De postre le recomendaba visitar al capitán Moreno, para invitarle a cenar en el Goeben, tal y como dijo Souchon. Si todo iba bien, y se apuntaban no solo el capitán, sino el embajador y los consejeros ya presentes en Istanbul, él se las compondría para que Wangenheim y él mismo fueran de la partida. Con eso, pensaba él, su idilio con la estupenda senyoreta se vería tan favorecido que las cosas les resultarían más fáciles, cosa que les vendría bien sí, como él profetizaba, el Goeben estaba destinado a tener amarradero fijo frente al sucio, caótico y ruinoso Karaköy.


Queralt, reclinada en un sofá con largos y no muy limpios años de servicio, aparentaba leer un artículo de Julio Camba, «Los Bailes de Carnaval», fechado en Berlín y que se publicaba en el último Blanco y Negro llegado a la embajada, pero en realidad observaba con disimulo a su hermana y a su cuñado, dedicados por entonces a su entretenimiento favorito: discutir. En esa ocasión confrontaban sus criterios sobre las reducidas dimensiones del piso que les había buscado el incompetente mayordomo de la embajada, las cuales se complementaban con una suciedad de lustros, un errático suministro de agua caliente y un hedor insoportable que subía no se sabía si por los patios, las cañerías o directamente de la calle, una polvorienta, ruidosa y fétida Meçrutiyet Caddesi en cuyo número 74, tercero sin ascensor, había Pascual encontrado el purgatorio, y Meritxell el infierno.

Era la hora que los ingleses recomendaban para beberse una taza de té, y eso hacían, aunque no el civilizado Earl Grey que trasegaban en el Rey Jaime I. Era un té de manzana intrusivamente aromático, fortísimo, tanto que a Meritxell le provocaba unas arcadas que, pese a ir ya por el sexto mes, no le abandonaban. Una hora que sería la de haber llegado del trabajo si Pascual disfrutase de algo a lo que pudiera llamarse así, pero el caso era que no tenía, o no el suficiente, hasta el punto de que todos los días le tenían de vuelta poco después de mediodía, para comer, discutir, echarse la siesta, levantarse, discutir, merendar, discutir, salir a pasear —en silencio—, tomar algún batido de frutas en una de las agradables terrazas de Beyoğlu —el único lugar donde no discutían, quizá porque Pascual, cuando salía con sus mujeres, permanecía en guardia todo el tiempo— y volver a casa, para cenar, discutir un poquito más y quedarse a solas en lo que llamaba «su despacho», mientras Queralt hacía lo posible por consolar a una Meritxell que no cesaba de lamentar haber seguido a su marido a ese fragante culo del mundo, con lo felices que serían las dos en su amplio y bonito dormitorio, con su estupendo cuarto de baño donde jamás faltaba el agua caliente, y donde podían pasear vestidas como les diese la gana, y no como en aquella Constantinopla repugnante, con el pelo cubierto por un hiyab que, más que un velo, era una invitación a criar piojos. Meritxell no podía estar más hasta el gorro, y consolarla no era cosa que pudiera realizar con la debida convicción, pues ella también lo estaba, si bien que por razones distintas. La principal, que si Pascual tenía «despacho» era por haberse visto ella en la obligación de dormir con Petra, que aun siendo la persona más dócil, limpia y silenciosa del universo, no dejaba de ser una mujer que la observaría con estupor si ella dedicara unos minutos al placer de recordar, y al aún más pecaminoso de imaginar. Ambos pasatiempos, qué remedio, los había relegado a la bañera, si el agua no se cortaba en mitad del llenado y si lo que brotaba del rubinetto no se volvía de un marrón pestilente. También le abatía el pésimo humor de su hermana, en trance de volverse una bruja insufrible, y no solo para su desventurado esposo, sino para ella. Era inocente de sus muchos males, pero aun así se tragaba sus infinitos despechos, sus pavorosas frustraciones y su muy penoso estreñimiento. Este lo achacaba, quizá con razón, a la comida turca, tan especiada que para un tubo digestivo tan delicado como el suyo resultaba indigerible; lo peor era su displicente pasar por alto que la despreocupada Queralt comía de todo sin por eso dejar de funcionar como su Vacheron & Constantin. Un reloj que le hacía sentir un punto de cercanía con los suyos, los que dejó en Barcelona por apoyar a su desvalida hermana en los penosos trances de gestar, parir y amamantar en un país lejano, extraño y hostil, aunque solo para Meritxell, pues ella se sentía en Istanbul tan a sus anchas como en Barcelona. La mayor diferencia estaba en las burradas que los hombres le soltaban por la calle, pues a diferencia de las que oía en su ciudad natal, las muy guturales de allí no las entendía. Su dominio del idioma, que para el poco tiempo que llevaba en Beyoğlu era notable, aún no le daba para certificar que los otomanos eran más, igual o menos cafres que los catalanes. En esas reflexiones andaba sumida, desconectada de la necesidad de cambiar de fregonas, cuando sonó el aldabón. Eso le hizo saltar del sofá como un salmón de un río, pues a pesar de que una señorita distinguida jamás debe abrir la puerta, que para eso está el servicio, ella cobijaba la secreta esperanza de que aquella tarde alguien llamaría, y que quien había dado el fuerte golpe de aldaba era el más hermoso alférez de navío del mundo entero.

—La señorita Mir, supongo.

No le dejó seguir. Prefirió lanzarse a sus brazos, los cuales la recogieron con ansia espachurrante. Solo un tiempo después, una vez aquietadas las impacientes aguas del reencuentro, el impecable alférez se atrevió a decir algo.

—No te hagas ilusiones. No he venido a raptarte. No esta tarde. Sucede que debo hablar con tu cuñado, si anda por aquí.

—¿…?

—Mi almirante y mi embajador le invitan a cenar, a él, a su propio embajador y a quienes quieran traer con ellos, esposas y cuñadas incluidas. Por el Reich formarán el Estado Mayor de la MD, los oficiales del Goeben y un servidor, además de un attaché que sospecho sueña contigo. ¿Cómo lo ves?

—Fenomenal. Sobre todo, por mi hermana. Necesita un chispazo de sentirse importante. Lo está pasando fatal, ¿sabes?

—¿La preñez?

—No. Por ahí todo va bien. Cosas del alma, diría yo. Venga, ven. Están tomando el té.

Le tomó a remolque, feliz.

El buque del diablo
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