Lunes, 10 de mayo de 1915

Wichelhausen y su par llegaron a Ístinye a mediodía del domingo 9. Era un par nuevo, recién ascendido a capitán de corbeta; el anterior, Ayasofyali Ahmed Saffed, había recibido el mando del Muâvenet-i Millîye, un torpedero de 765 toneladas botado en 1909 en los astilleros Schichau-Werft con el nombre S-165. Fue vendido a la Marina otomana un año después, junto a sus gemelos S-166, S-167 y S-168, los cuales pasaron a llamarse Yadigar-i Millet, Unmune-i Hamiyet y Gayret-i Vataniye. Souchon, que los había examinado en agosto, los encontró en muy mal estado. Los operarios alemanes que llegaron una semana después se ocuparon de los cuatro, de uno en uno. El Muâvenet-i Millîye, último en ser puesto a punto, era demasiado pequeño para ser mandado por un capitán de corbeta, pero al no haber suficientes oficiales tan competentes como para pasar el filtro de Souchon, se propuso al capitán Ayasofyali Ahmed Saffed hacerse cargo de los cuatro en calidad de comodoro, asumiendo el mando directo del Muâvenet-i Millîye. Wichelhausen se alegró de su nombramiento, pues era un oficial muy capaz, pese al fastidio de tener que volver a empezar con su sustituto.

Llevaban una hora en el Yavuz Sultân Selim cuando Ackermann le hizo llamar al puente. De camino —estaban a popa— le sorprendió ver que de las dos chimeneas comenzaban a brotar gruesas columnas de humo. Las calderas levantaban presión, y eso, normalmente, significaba urgencia.

—Souchon nos ordena salir. Al Schwarzesmeer. Un crucero ruso, el Kagoul, desembarca tropas en un punto de Anatolia. No tiene usted obligación de venir, pero Knispel está de permiso, zarparemos en dos horas y no consigo dar con él. Krüger ocupará su puesto, aunque no quisiera salir al mar sin un segundo director de tiro. ¿Querría venir?

—Jawohl, Herr Kommandant!

—Muy bien. Tráigase a su turco. Igual aprende algo.

Ackermann jamás apagaba las calderas. Cuando llegó la orden de Souchon estaban mantenidas a media presión. Dos horas después había suficiente para largar las estachas que sujetaban el Yavuz Sultán Selim al muelle de Ístinye, liberando al gran buque para ganar el mar Negro. Le acompañaban el Yadigar-i Millet y el Numune-i Hamiyet; los otros dos torpederos al mando del comodoro Saffed habían zarpado días antes rumbo a Çanakkale, su destino hasta nueva orden y donde pronto se les reunirían los que aquel día escoltaban al Yavuz Sultán Selim.

Dos horas después los tres buques atravesaban uno de los canales libres de minas que se adentraban en el mar Negro. El sol ya se ocultaba, y según los mensajes que llegaban no parecía que los rusos quisieran profundizar desde la cabeza de playa que ocupaban en Karadeniz Eregli, una pequeña ciudad en la costa de Anatolia donde la fuerza de Ackermann podría situarse al amanecer, de mantener la misma velocidad.

—¿Opiniones?

En la cámara del comandante —así se llamaba si no estaba el almirante— tomaban asiento los oficiales principales del Yavuz Sultán Selim, entre los que había un enlace otomano, más el segundo director de tiro accidental y su adjunto del Estado Mayor de la Marina otomana. El turno de palabra se observaba por rango y antigüedad, a la prusiana; de ahí que fuera el recién ascendido Korvettenkapitän Freudenberg —el también recién ascendido Fregattenkapitän Madlung era desde hacía dos meses el nuevo comandante del Midilli— el primero en hablar.

—Me huele a emboscada, Herr Kommandant.

Ackermann y Freudenberg se conocían desde hacía muchos años; en la intimidad se tuteaban, pero en una misión de combate mantenían las formas del modo más reglamentario.

—¿Zirzow?

—Pienso lo mismo.

—¿Rosentreter?

El primero de los tenientes de navío; el último, por ser el más moderno y además ser un agregado, era Wichelhausen.

—Yo también.

—Y yo. ¿Sugerencias?

El primero en hablar de nuevo fue Freudenberg.

—Poner los torpederos por delante, uno a cada lado. De todos modos, si Eberhardt nos ha tendido una trampa no lo sabremos antes de que amanezca. De ser así, nos las veríamos con sus cinco acorazados, y a saber con cuántos buques más.

Wichelhausen habría debido esperar su turno, pero tantas semanas de mandar dos baterías sin ningún superior por encima le habían llevado a perder alguna buena costumbre.

—Sugiero acopiar munición perforante para la batería principal y explosiva con espoleta de retardo para la otra.

—¿Krüger?

Al Kapitänleutnant Krüger, bastante más antiguo que Wichelhausen, no le molestó que su segundo accidental no esperase su turno; quizá, por no ser prusiano.

—Pienso como Wichelhausen. Si nos vemos con sus acorazados será de lejos, pero traerán destructores, y con ellos, si consiguen acercarse, la munición perforante no valdrá de nada.

—Bien. ¿A qué hora comienza el alba?

—A las 04:45, Herr Kommandant.

—Conforme. Toque de alerta quince minutos antes. Mantendremos el rumbo hacia Karadeniz Eregli, aunque listos para virar al norte, al centro del Schwarzesmeer, al menor indicio de compañía. Por lo demás, absoluto silencio de radio. Si nos esperan, que nos busquen. Ahora, a cenar.


El sol aún no había salido, y cuando lo hiciera sería por la popa, pues casi llegando a Karadeniz Eregli llegó un mensaje de la guarnición de la ciudad. Decía que los infantes rusos habían reembarcado en el crucero del que descendieron veinte horas antes, y que, al tal crucero, el Kagoul, lo habían perdido de vista. La información era consistente con una emboscada. De ahí que la agrupación otomana marchase rumbo ONO, a veintidós nudos y con sus torpederos, que difícilmente aguantaban la marcha, en su estela. Los vigías vigilaban en 360 grados, apercibidos de que probablemente serían interceptados, y que de su buena vista dependería la seguridad del buque.

—¡Humo al 2-6-5!

Al oeste, se decía Wichelhausen orientando el periscopio de su telémetro. Su adjunto apenas tenía idea de cómo funcionaba la batería principal de un crucero de batalla. Su especialidad eran los torpedos, si bien la que marcaba su actitud eran la mesa y la silla, pues por algo era un oficial de Estado Mayor. A su lado formaban dos marineros, encargados de transmitir instrucciones y dar novedades a través de los tubos neumáticos que comunicaban la dirección de tiro popel con la principal, el puente de combate, las torres del 283 y las dos filas de cinco piezas del 150; las prestadas a Merten seguían en Çanakkale. No tardó en ver un segundo penacho de humo. Tres minutos después los penachos grandes ya eran cinco, y los menores, propios de destructores, no bajaban de diez. No necesitó informar, porque la dirección de tiro principal ya lo había hecho saber.

Él no tardó en identificar a los buques mayores. Era la segunda vez que los veía, si bien la primera fue con sus prismáticos. En realidad, no los veía: los medía. De ahí su cantar las distancias al segundo buque de la línea enemiga, retransmitido por sus ayudantes a las torres popeles, Dora y Casar:

—Marcación, 2-6-0. Ciento noventa hectómetros…, ciento ochenta y ocho…, ciento ochenta y seis…

Dora y Casar giraban a babor, impulsadas sobre los pesados cojinetes por sus motores eléctricos, a un ritmo de 3,3° por segundo. Sus cañones, al tiempo, se alzaban por tracción hidráulica, para detenerse al llegar a su máxima elevación, 13,5°. Wichelhausen y Krüger habían acordado que aquel se ocuparía de Dora y Casar, mientras este lo haría de Anna, Emil y Bertha. De la batería secundaria de babor se ocuparía el Leutnant-zur-See Kamenz, y de la otra, el de igual empleo Kähler. En caso de vérselas con linienschiffe navegando en línea de fila, y así era como venían los rusos, el primero sería de Krüger. El segundo, suyo; así lo había indicado a los alféreces que mandaban Dora y Casar. No le costó identificar a los acorazados enemigos, aunque no guardaran el orden de la ocasión anterior. El de cabeza era el Evstafi, pero el que le seguía era el Tri Sviatitelia. Tras este venía el Ioann Zlatoust. De los otros solo distinguía los humos.

—Ciento ochenta hectómetros.

—Klar zum Angriff!

Listos para atacar. Ni Ackermann ni Krüger dijeron nada. Sentían una cierta emoción. Sus experiencias anteriores fueron con cañas subcalibradas o con piezas del 150. Esa sería su primera oportunidad con los Krupp SK L/50, los que con un alza de 13,5° impulsaban proyectiles de 323 kilos a 18 100 metros de distancia. Para un oficial de artillería, apuntar y disparar con tales piezas era la convalidación de todo lo que sabía. Dios quisiera que no metiera la pata con las mediciones del telémetro; era de lo más preciso, por ser estereoscópico y no de coincidencia, pero también por eso era más difícil de utilizar. Lo último que le apetecería sufrir sería el inmisericorde pitorreo de los demás oficiales a costa del ya famoso Şahin Gözü —para la prensa otomana—, cuando se juntaran para la primera cerveza tras la batalla, de haber suerte y siguieran en pie, y de una sola pieza.

Un vistazo a su izquierda. Dora y Casar estaban orientadas a babor, con sus piezas a máxima elevación. Otro vistazo, al panel de disposición. La dirección de tiro popel, aun siendo más pequeña que la principal, estaba pensada para sustituir a esta de ser necesario; era posible dirigir desde allí el tiro de todas las piezas. A eso se debía que contara con un panel completo, diez hileras verticales de tres luces blancas cada una. La más alta, si estaba encendida, significaba «pieza cargada». La segunda, «pieza orientada y lista para tirar». La tercera, «circuito de fuego activado»; no solo era una luz, sino también un pulsador. No lo manejaba el director de tiro, que se suponía observaba por el periscopio. Lo hacía uno de los especialistas.

—Ciento setenta y ocho. Dora y Casar, cien menos.

El oficial turco no entendía nada, si bien, prudente, se abstenía de preguntar; entendía la tensión del combate inminente, y en consecuencia que aquel era un momento excelente para mantener la boca cerrada. Si aun así hubiera preguntado, alguien le habría dicho que a la pieza izquierda de Dora le correspondería un alza de 17 800 metros, a la derecha de 17 700, a la izquierda de Casar de 17 600 y a la derecha de 17 500.

—Klar zum feuer eröffnen!

Le agradaba declararse listo para disparar segundos antes que Krüger, aunque también era verdad que su jefe accidental debía ocuparse de tres torres que no estaban juntas.

—Feuer Frei!

La orden venía del puente, no de la dirección de tiro.

—Casar, media salva.

Accionar el botón disparador rara vez tenía efecto inmediato. El barco antes debía pasar por una escora nula para que los circuitos eléctricos detonaran el propelente. Se sabía que de un momento a otro resonaría un cañonazo —y bien fuerte, que la torre Casar estaba cerca—, porque nada más el marinero especialista pulsara el botón disparador, este se iluminó.

—¿Hora?

—06:50, Herr Kapitänleutnant.

—¿Tiempo de caída?

—Setenta y ocho segundos, kaleun.

Wichelhausen sonrió; el primer marinero era un reemplazo reciente, pero el segundo le conocía desde Barcelona. Las torres del Tri Sviatitelia estaban orientadas, aunque a las piezas se las veía bajas. La trampa de Eberhardt estaba bien pensada, pero la ejecución era mala. Cerrar distancias contra un enemigo recortado contra el sol, se daba en primero, era una barbaridad. En tanto este no ascendiese, cosa de un cuarto de hora, su director de tiro no podría medirles con exactitud.

—¡Larga, cien metros!

—Casar, Dora, dos grados a la izquierda. Cien menos. Gabelgruppe con las cuatro piezas.

Segundos después los cuatro 283 hicieron fuego a la vez, provocando un vendaval en la estrecha dirección de tiro. El marinero experto, impertérrito, seguía muy atento a los piques.

—Larga, larga, centrada, corta.

Wichelhausen también seguía la caída de los proyectiles. Tres de los cuatro levantaron columnas de agua, pero el que su marinero veterano daba por centrado hizo blanco. Lo sabía por la discreta polvareda que produce una masa de 300 kilos al impactar contra una superficie de acero. Lo confirmó segundos después, cuando una explosión en el interior de la obra muerta derribó la chimenea de más a proa.

—Casar, cien menos. ¡Salva rápida!

Minutos después el Tri Sviatitelia metió todo a babor con el caparacho de su torre popel desaparecido y un gran fuego brotando de su interior. Un vistazo al Evstafi, que también tenía un incendio, y se concentró en el Ioann Zlatoust, pero no llegó a más, pues Ackermann pretendía cortar la T al Evstafi. La máxima velocidad del ruso era dieciséis nudos, mientras que la del Yavuz Sultán Selim, con sus calderas en la mejor de las formas, superaba los veintiocho. Mientras no estabilizaran el trazo superior de la T solo tenía que orientar las piezas hacia donde se hallaría el Evstafi cuando cortaran su rumbo. Sería el momento de sumarse a Bertha, Emil y Anna. Centrar el tiro en deriva no suele ser difícil, pero en alcance sí lo es. Sin embargo, cuando el blanco no mide veintitrés metros —la manga del Evstafi—, sino 118 —su eslora—, es probable que de una salva cerrada, de diez cañonazos, una o dos granadas hagan blanco. Eberhardt debía de pensar lo mismo, pues el Evstafi comenzó a virar al mismo rumbo. Así pudo esquivar los riesgos de un fuego por andanadas completas, pero aun así se llevó un par de impactos más, y uno levantó el caparacho de su torre proel. Sin duda llevaba cerradas las troneras que comunicaban la torre con la barbeta, de modo que no saltó por lo aires, aunque hubo de seguir el camino del Tri Sviatitelia. El nuevo buque de cabeza ruso era el Ioann Zlatoust, al que seguían el Pantelimon y el Rostislav, tratando de cerrar distancias con los compañeros heridos. La oportunidad de hacer blanco sería breve, porque los buques rusos, que aún no habían virado para perseguirles, venían de vuelta encontrada y a su mejor velocidad. La distancia, sin embargo, se incrementaba, pues el Yavuz Sultán Selim ya enfilaba el Bósforo. Ackermann habría querido liquidar a los acorazados rusos, pero bien sabía que un cañonazo de fortuna podría reducir su velocidad. Desde ahí sería una presa fácil para los más de diez destructores que seguían las aguas de los acorazados, y de los que cuatro ya se abrían hacia el Yavuz Sultán Selim. Era el turno de la batería secundaria de babor, que comenzó a gruñir cuando la distancia con el primero bajó de diez mil metros; también podrían servirse de la principal, pero ya llevaban 128 disparos; la munición del 283 no abundaba, ni se reponía con facilidad, aunque más le preocupaba el desgaste de las cañas y lo complicado de cambiarlas en Ístinye. Los torpederos otomanos, a su vez, ya se interponían entre los rusos y su buque insignia, soltando humo por sus fumígenos. La persecución habría sido larga y tediosa, pese a que los acorazados rusos se quedaban tan atrás que ya no se les veía, pero ahí el mar empezó a rizarse. Una brusca marejada, muy propia del mar Negro, venía en socorro del Yavuz Sultán Selim. Haría falta más para que Ackermann redujera su velocidad, pero lo que habían empezado a disfrutar ya era excesivo para los pequeños destructores rusos.

Serían las nueve cuando el último humo se desvaneció. Ackermann, desconfiado, insistía en ganar el Bósforo cuanto antes, de modo que no reducía su velocidad. Debía de ser tremenda, pues desde el puente del Numune-i Hamiyet un señalero que debía de ser alemán envió un mensaje que les hizo sonreír:

—¡Goeben, vais dando pantocazos!

En la historia de los cruceros acorazados, comentaban, el Yavuz Sultán Selim debía de ser el primero del que se dijera tal cosa.


Souchon había venido a recibirles. Lo que más parecía interesarles, a él, a Buße y a Orbay, eran las calderas; el duelo artillero les daba lo mismo. Wichelhausen, a su vez, se preguntaba si, dado que su misión de reemplazar al ya regresado Knispel había terminado, podría conseguir algún transporte para él y su admirada sombra turca —se mostraba convencido de que Şahin Gözü merecía el apodo— cuando Souchon le agarró de un brazo.

—¿Le gustaría volver a los Dardanelos, Wichelhausen? No se trata de mandar ninguna batería de costa, vaya eso por delante. —No respondió, porque no era una pregunta; era más prudente permanecer a la espera—. Se trata de mandar un barco.

No necesitó reflexionar. Si algo ansia un oficial de marina es eso precisamente: mandar un barco.

—Haré lo que pueda, Euer Exzellenz.

—Estoy seguro de que lo hará muy bien. Es alemán, vaya eso por delante. Mejor dicho, construido en Alemania. Uno de los cuatro torpederos de nombres imposibles. Dos de ellos salieron hace días para Çanakkale. Los otros están carboneando. Se harán a la mar a las dos de la madrugada. Usted irá en el Unmune-i Hamiyet, de pasajero. En Çanakkale se presentará al comodoro Ayasofyali Ahmed Saffed, al que supongo recuerda.

Asintió. Habían llegado a llevarse bien.

—Saffed manda los cuatro barcos. Los capitanes de los otros tres son competentes. Él, por desgracia, no consigue desdoblarse. Ha planteado traspasar a su buque insignia, el Muavenet-i Millîye, el capitán del Gayret-i Vataniye, que aún está un poco verde. Así podría foguearse a sus órdenes. Él, así, ya podría conducirse como un comodoro de verdad. Su reemplazo para el Gayret-i Vataniye, por desgracia, está en un hospital. Lo hará muy bien cuando de nuevo camine sin muletas, pero hasta entonces necesitamos un recambio. Cosa de tres semanas. La tripulación es turca en un ochenta por ciento. El otro veinte es alemán. Le será fácil entenderse con ellos. Bien, ¿qué me dice?

—Estoy a sus órdenes. Desearía, eso sí, pasar por casa, recoger algunas cosas, asearme y cambiarme de ropa. Es que vine aquí sin nada, y temo estar de pena. —Lo estaba; los directores de tiro sudan mucho a la hora de los cañonazos.

—De acuerdo. Despídase de su chica, de paso. —El muy serio vicealmirante le guiñó un ojo; todo un detalle—. Volvemos al Estado Mayor, así que le dejaremos en su casa. Mi coche irá a por usted a medianoche. ¿Todo en orden?

—Jawohl, Euer Exzellenz!

El buque del diablo
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