Domingo, 16 de agosto de 1914
Cemal Paşa y Souchon habían convenido situar la flota en una bahía situada veinte millas al sureste de Kadikoy. Se llamaba Tuzla y en ella florecían multitud de astilleros artesanales que construían pesqueros y pequeños vapores. El área, en el pasado, fue de población griega, pero tras las guerras balcánicas esta emigró a Tesalónica; las gentes de habla turca que vivían en la costa norte del Egeo fueron a parar a Tuzla, con la idea gubernamental de darles empleo financiando astilleros. El más capaz atendería las necesidades de la Marina otomana en cuanto a carpintería, mobiliario y acondicionamiento interior. Echarían allí el ancla el Yavuz Sultán Selim, el Midilli, el Turgut Reis, el Messudieh y una flotilla de ocho torpederos. Algo más tarde lo harían el General, el Corcovado y otros cinco vapores alemanes sorprendidos por la guerra en Istanbul. No era lo único a que se dedicó el Estado Mayor de Souchon, mucho más eficaz de lo que se pensaba el primer día. La razón del milagro era contar con un tercer intérprete que, superados los primeros momentos de timidez, en pocas horas se ganó la confianza profesional de los oficiales otomanos; la de los alemanes la tenía desde una lejana mahonesa. Pese al escaso tiempo transcurrido desde que inició sus operaciones el tal Estado Mayor, ya se contaba con una red de comunicaciones que interconectaba las fortalezas de los Dardanelos y del Bósforo, los depósitos de carbón, las instalaciones de apoyo —en Ístinye y en Tuzla—, el cuartel general de Souchon —el salón nupcial del Pera Palas— y la embajada del Deutsches Reich. Un despliegue que a los Paşas no les inquietaba, sino que les agradaba: muy deprisa, los aliados alemanes ponían Istanbul, los Dardanelos y el Bósforo en pie de guerra.
Un deseo de Cemal Paşa fue agrupar los barcos frente a Dolmabahçe y repetir la entrega de las unidades al ministro de Marina, para tras eso izar su pabellón en el tope del Yavuz Sultán Selim y emprender el camino de Tuzla del modo más majestuoso. La escena la observaban desde Kabataş numerosos periodistas, así como una pareja vestida con acuerdo a los usos europeos y que sin duda eran extranjeros, no solo por su aire, sino por su estatura. La formaban un capitán de corbeta de la Marina otomana y una traductora e intérprete de la representación alemana. Ninguno de los dos tenía obligaciones laborales ese día, de modo que pensaban aprovecharlo como mejor pudieran, aunque sin alejarse de Mejrutiyet Caddesi, 74, porque la hermana de la intérprete salía de cuentas ese día y los acontecimientos podrían desencadenarse de un minuto para otro.
Las últimas semanas del embarazo de Meritxell habían sido tranquilas. No tenía náuseas, se movía con razonable agilidad, el nuevo piso en la calle Balyoz, a un minuto de la embajada y al que se mudarían en cuanto se recuperara del parto, era no solo bonito, sino lo bastante grande para que al fin Queralt pudiera dormir sola, y Pascual, con el que apenas discutía, la tenía como a una reina que fuese a parir de un día para otro. Si no fuera por el oscuro espectro de una guerra que Dios quisiera no llegase a Constantinopla, la vida sería para ella de un brillante color rosa. Ni siquiera el parto le causaba inquietud. Había ensanchado lo bastante, a partir de unas caderas de suyo generosas, como para no sentir temor de que se le atascara el niño. Su médico, uno estupendo suministrado por la representación alemana —don Germán seguía sin buenos contactos, al menos entre los tocólogos—, y la eficaz comadrona, la visitaban cada día, para repetir que todo iba de maravilla y que tendría un parto envidiable. A eso se debía que no refunfuñase cuando Queralt hizo saber que le había salido un trabajo bien pagado y que redundaría en el beneficio familiar, pues el agregado naval tendría, gracias a ella, un muy fácil acceso a los nuevos altos mandos de la Marina otomana. Uno de ellos, el jefe de comunicaciones, compartiría con ella, con Queralt y con Pascual, la inusitada fabada turca que la buena de Petra llevaba toda la mañana preparando.
La vida, para Meritxell, de nuevo era idílica, por mucho que sus tripas presintieran que todo estaba por cambiar.