Un buen pensamiento

Se hizo el silencio en la habitación. Inspiré hondo, pero no pude darle una patada a la silla.

Intenté pensar qué haría Padre en mi lugar; sabía que él trataría de tener un buen pensamiento, de modo que lo intenté. Pensé en lo bien que se estaba ahora que Dios se había marchado, tan bien como al principio. Pero no era como al principio, porque ahora sabía que en realidad todo lo que yo había hecho estaba mal.

Volví a intentarlo. Pensé que al cabo de unos minutos habría llegado el Armagedón de verdad y que todas las cosas malas desaparecerían y que el mundo sería como siempre debería haber sido. Pero luego me acordé de todas las personas a las que Dios destruiría y ya no pude pensar en eso tampoco.

Entonces miré hacia abajo y vi a una de las primeras personitas que había hecho. Un brazo se había desprendido del cuerpo, pero la cara estaba intacta. Y entonces tuve el mejor pensamiento que jamás había tenido. Imaginé que Padre entraba en la Tierra de la Decoración y se reunía allí con Madre.

Padre vería a Madre de pie, un poco alejada de él, y se sentiría atraído hacia ella. Entonces ella se volvería y él no daría crédito a lo que veía. Pero Padre tendría que creérselo porque sería verdad. Pasearían juntos y dejarían un rastro en la hierba; a veces irían cogidos de la mano y a veces Padre le pasaría un brazo por los hombros. Y todas las calles y todos los ríos y todos los nombres y todos los lugares de este mundo, todas las personas que hubo, que hay y que habrá, no serían nada comparados con aquel momento.

Sabía que era posible, sabía que ellos dos podían volver a estar juntos y que sólo hacía falta que yo diera un paso adelante. Pero seguía sin poder darlo. Y entonces comprendí que no era que Padre no me quisiera, sino que yo no lo quería lo bastante a él. Y cuando pensé eso, el mundo se desgarró.

Desaté la corbata y caí de la silla y me eché a llorar, aunque más que llorar era como vomitar, como volverme del revés.

No sé cuánto rato llevaba llorando cuando oí que alguien me llamaba:

—¡Judith!

Padre estaba allí, de pie, blanco como el papel. Se acercó y se sentó en el suelo, a mi lado, me abrazó torpemente y me apretó muy fuerte, y no paraba de repetir «Lo siento», y todo era muy raro, como en un sueño.

No sé cuánto rato nos quedamos así, pero no estábamos en ningún sitio y el tiempo ya no existía. Nos elevamos, y estábamos ardiendo; yo no sabía que otra persona podía hacerme sentir así, y tal vez yo también hiciera que él se sintiese igual.

Y entonces pasó algo raro. El reloj del recibidor empezó a dar la hora, y dejé de respirar y miré a Padre. Me levanté y noté que mi pecho subía y bajaba.

—¿Qué pasa? —dijo Padre—. ¡Judith! ¿Qué demonios…?

Escuché aquellos tañidos y con cada uno de ellos una parte de mí se disolvía en la nada, y con cada tañido una nueva parte de mí ocupaba su lugar.

Entonces dejaron de oírse tañidos y miré a Padre y dije:

—Todavía estamos aquí.

Padre parpadeó.

—¿Dónde creías que estábamos?

—No lo sé.

—¿De qué estás hablando, Judith?

Rompí a llorar otra vez.

—Estamos vivos, ¿no? —Me agarré con avidez a su manga, a su hombro.

—Judith… —dijo él, y también se echó a llorar.

—He intentado salvarte —dije—. Creía que había llegado el fin del mundo.

Y nos quedamos un rato callados. Al cabo Padre rió, sorbió por la nariz y dijo:

—Bueno, a mí me parece que todavía estamos aquí.

Negué con la cabeza y lo miré fijamente.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —pregunté, porque a mí no se me ocurría nada; no sabía qué iba a pasar a continuación.

Padre se enjugó las lágrimas y dijo:

—No lo sé. Podríamos desayunar.

—¿Y luego qué?

—No lo sé, podríamos ir a dar un paseo.

—¿Adónde?

Se quedó pensando un momento.

—A la montaña. Al Valle del Silencio, tal vez. Podríamos ver salir el sol.

Me enjugué las lágrimas y miré alrededor.

—¿Y la Tierra de la Decoración?

—Ya nos ocuparemos de eso cuando volvamos.

Mi mirada se posó en la felicitación de tía Jo y me agarré a la manga de Padre.

—Hagámosle una visita —dije de pronto.

Él me miró y miró la felicitación. Yo no le soltaba la manga; la apretaba con fuerza. Dijo:

—Muy bien. —Se levantó con esfuerzo, como si estuviera muy cansado, y luego me ayudó a ponerme en pie.

Ya salíamos por la puerta cuando me paré.

—¿Qué pasa? —preguntó Padre.

—Me ha parecido oír algo.

Me miró.

—¿Estás bien?

—Sí —contesté—. Debo de habérmelo imaginado.