El penúltimo milagro
El 8 de enero Padre subió a mi habitación. Tenía otra cara y supe enseguida que había pasado algo. Me dijo:
—La huelga ha terminado. Mike acaba de telefonear.
Me quedé tan sorprendida que no se me ocurrió nada que decir. Padre se marchó y permanecí mirando el sitio donde había estado un momento antes. Entonces levanté la tabla del suelo y saqué mi diario. Escribí: «Ha ocurrido el milagro final.» Y luego: «SE HAN ACABADO LOS MILAGROS.»
Empezaron las clases. Abrieron la fábrica. El primer lunes después de las vacaciones, cuando bajé a desayunar, encontré a Padre friendo salchichas.
—¡Salchichas! —exclamé.
—Estoy celebrando la vuelta al tajo —dijo.
Puse dos platos en la mesa. Unos rayos de sol desvaídos entraban por la ventana de la cocina y caían sobre nuestras manos. Padre se comió tres salchichas y yo dos.
En el aula, la señora Pierce estaba poniendo un ramo de campanillas de invierno en un jarrón.
—¡Judith! —exclamó—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, señora Pierce.
—¡Tienes mejor cara!
—Ya lo sé. ¿Ha pasado unas buenas vacaciones?
—Sí, fantásticas. ¡Y ha terminado la huelga! Tu padre debe de estar muy aliviado. Creo que todos lo están; mientras hubo huelga reinó un ambiente extraño en la ciudad.
Nos quedamos calladas un minuto y oímos caer la gotera en el cubo. La señora Pierce se echó a reír.
—¡Ahora sólo falta que arreglemos este techo!
Y entonces fue cuando dije:
—¿Sabe si Neil va a volver a la escuela?
—Sí. Ya se encuentra mucho mejor.
—Qué bien —dije.
Al cabo de un rato entraron todos en el aula. Al ver a Neil me dio un vuelco el corazón. Llevaba muletas. Estaba muy pálido, todavía más de lo normal, y miraba dónde ponía los pies, de modo que no pude verle la cara. Y entonces se la vi. Tenía una cicatriz que partía del ojo y trazaba una larga línea.
Advirtió que lo miraba, pero su rostro ya no era como antes. Se había vuelto inexpresivo, vacío más que triste. Ni siquiera supe si me había reconocido. Era como si su mirada me atravesara.
—Tengo noticias para vosotros, niños —anunció la señora Pierce—. El señor Davies nos ha escrito para asegurarse de que todos estamos portándonos bien. Su hija acaba de tener un bebé y él debe ayudarla a cuidarlo.
—¿Va a volver? —preguntó Gemma.
—No. Ha decidido acogerse a la jubilación anticipada.
Eso me alegró mucho, porque significaba que la señora Pierce se quedaría para siempre.
Esa noche, cuando volví a casa, puse el mantel y una botella en medio de la mesa. Salí al jardín. Estaba oscuro, lloviznaba y hacía frío. A través de las ramas desnudas del cerezo veía la montaña y los últimos vestigios de luz resplandecientes como brasas. Cogí unas campanillas de invierno, como había hecho la señora Pierce, regresé dentro y las puse en la botella en medio de la mesa.
Esa noche la luz no quería apagarse. Oía a los niños pequeños jugar con sus bicicletas en el callejón trasero como si ya fuera primavera. Cuando llegó, Padre estaba pálido pero sonreía, y era una sonrisa de verdad. Le pregunté cómo le había ido en el trabajo y respondió que bien. Dijo que se alegraba de no tener que volver a subir a aquel autobús.
Mientras cenábamos, le pregunté:
—¿Ha ido Doug Lewis a la fábrica?
—No. No sé dónde está.
Nos quedamos callados un minuto. Entonces dije:
—¿Cómo están las patatas?
—Deliciosas.
Después de cenar, Padre me dijo:
—Ven aquí. —Se sacó un folleto del bolsillo. Era rojo, blanco y azul y tenía una fotografía de un globo aerostático. Rezaba: «¡El paseo de tu vida! ¡Verás el mundo como nunca antes!» Preguntó—: ¿Te gustaría ir?
—¡Sí!
—Muy bien. No se hable más.
Encendió la chimenea del salón y me senté a sus pies mientras él bebía una cerveza y las llamas jugueteaban. Hacía mucho tiempo que no estábamos tan bien; Padre nunca me había propuesto ir a dar un paseo en globo aerostático y ya sólo faltaba que volviéramos a las reuniones para que todo fuese perfecto.
Al día siguiente hice macarrones con queso para cenar, y aunque eran precocinados a Padre le gustaron. Después volvió a encender la chimenea del salón. El día siguiente amaneció soleado. Gemma, Rhian y Keri estaban jugando a la comba en el patio, Neil se acercó y Gemma hizo como si no lo hubiera visto, pero a mí me dejaron saltar a la cuerda un rato.
Y esa noche Padre y yo dimos un paseo por el jardín y Padre dijo que pronto estaría más bonito y que el cerezo y la areca y las rosas de la Virgen volverían a crecer. Dijo que en realidad el fuego le había venido bien a la tierra.
El jueves me obligué a ir a hablar con Neil, aunque el corazón me latía tan despacio que creí que iba a pararse (aunque no debería haberme preocupado, porque cuando terminé de hablar me iba el doble de rápido). Me acerqué a su mesa y me quedé allí plantada hasta que él levantó la cabeza, y entonces dije: «Me alegro de que estés mejor»; ya sé que no era gran cosa, pero no se me ocurrió nada mejor.
De todas formas, creo que Neil ni me oyó. Miró un momento a través de mí y dirigió de nuevo la mirada hacia su libro. Permanecí un minuto allí de pie y luego volví a mi sitio.
Esa noche Padre hizo otra cosa que también llevaba tiempo aplazando: empezó a desmontar la empalizada. Lo hizo con una palanca, inclinándola adelante y atrás, y Mike lo ayudó. La madera crujía y se astillaba y al cabo de un rato el jardín estaba cubierto de cristales y cemento y tablones rotos. Padre quitó el pomo de latón de la cancela y lo puso en la repisa de la chimenea, donde relucía con aire siniestro. Era como si el pomo supiese que no iban a volver a necesitarlo.
Para cenar preparé espaguetis a la boloñesa; freí las cebollas y la carne picada y puse a hervir los espaguetis, y lo único que hizo Padre fue removerlos. Le pregunté si podíamos hacer ver que la salsa de tomate no era de bote y él respondió que sí, y mientras los tomábamos Mike dijo: «¿Me prestas al chef?», y Padre dijo que tendría que pensárselo, y yo no recordaba cuánto tiempo hacía que no estaba tan contenta.
Más tarde, cuando Mike ya se había marchado y estábamos lavando los platos, dije:
—¿Podemos invitar a May, Elsie y Gordon a cenar?
—De momento no —respondió Padre.
Esperé un minuto y pregunté:
—¿Vas a volver a las reuniones?
Y él contestó:
—Judith, no quiero hablar de eso.
Y no hablamos.
Pero más tarde, cuando estaba en mi habitación, le pedí a Dios:
—Ayuda a Padre, por favor.
Y Dios dijo:
—No puedo ayudarlo. Tiene que ayudarse a sí mismo.
—Ya lo intenta.
—Pues dile que se esfuerce más.
Me llevé el diario a la cama, pasé tres páginas y escribí: «¿Está mejor Padre?» Luego pasé tres páginas más y escribí: «¿Y ahora?» Seguí pasando páginas y escribiendo y me quedé dormida con el diario a mi lado.
El último día que marqué era un miércoles. Pero resultó que no llegamos tan lejos, porque al día siguiente pasó una cosa que puso fin a todo aquello. Puso fin a casi todo, y yo ni siquiera la vi venir.