El fin del mundo
Estaba a oscuras y entonces oí una voz. La voz me decía:
—Despierta.
—Déjame en paz —dije.
—Despierta.
—Vete.
—Tienes que despertar —insistió la voz.
—¿Por qué?
—Tienes que despertar —repitió la voz—. Ha llegado el fin del mundo.
Abrí un ojo.
Delante de mí había algo que parecía un bosque. Fibras que sobresalían, fibras verdes.
Abrí el otro ojo.
Tenía una mejilla apretada contra un trozo de alfombra verde. La alfombra había formado parte de la Tierra de la Decoración.
Me incorporé.
La manta que me tapaba se deslizó. La luz de la luna entraba por la ventana.
Miré alrededor. Luego apoyé la cabeza en la pared y no quise seguir mirando.
—¡Levántate! —me ordenó la voz.
—Vete —susurré.
—¡No hay ni un segundo que perder!
—Vete.
—¿Es que no sabes qué significa esto?
—Vete, por favor.
Pero la voz no se iba.
—¿Qué ves? —preguntó.
—Todo está roto —dije por fin, y cerré los ojos.
—¡Exactamente! —exclamó Dios. Soltó un suspiro y añadió—: Mira, Judith, yo intento ayudarte, pero se nos acaba el tiempo.
—¿Se nos acaba para qué?
—Piénsalo.
Abrí los ojos y esta vez dije:
—No…
—Sí —dijo Dios.
—No. No me estarás diciendo que…
—Sí.
Negué con la cabeza.
—Es imposible.
—¿Repite esa palabra?
—Imposible —dije.
—¿Han pasado todas las otras cosas?
—Sí, pero… eso significaría que…
—El Armagedón —dijo Dios, y rió—. Tú querías que llegara el fin del mundo. Me has preguntado muchas veces cuándo llegaría.
Me entraron ganas de ir al baño. Me arrodillé.
—¿Cuándo? —dije.
—Es inminente.
—¿Cuánto tiempo me queda?
—Unas dos horas.
—¡Cielos! —exclamé. Me apoyé en la pared y entonces dije—: Tengo que avisar a la gente.
—Ya has avisado a la gente —repuso Dios—. Llevas años avisándola.
—Si supieran que va a suceder esta noche, tal vez me escucharían.
Dios volvió a reír.
—¿De verdad lo crees?
—Si supieran que de verdad va a suceder, me escucharían.
—Entonces estarían escuchándote por la razón equivocada —replicó Dios—. Además, ¿cómo ibas a convencerlos?
—No lo sé, pero tengo que intentarlo.
—Son las cuatro y media de la madrugada, Judith. ¿Qué piensas hacer, ponerte a gritar desde los tejados?
Todo daba vueltas. Pensé en lo contentos que se pondrían los hermanos: a May se le curarían los sabañones, y a Elsie las articulaciones. Nel volvería a andar. A Alf le saldría pelo. A tío Stan le cicatrizaría la úlcera. Gordon nunca volvería a estar deprimido. Josie podría pasarse toda la eternidad haciéndole ropa a la gente. Y Padre… Padre vería a Madre. ¡Y yo también!
—Pero ¿y los demás? —dije.
Dios tardó un poco en contestar.
—A los demás ya sabes lo que les pasará —dijo.
Y tenía razón: yo siempre lo había sabido, pero, ahora que estaba a punto de suceder, era diferente.
—¿No puedes hacer nada? —pregunté—. ¡A lo mejor el mundo todavía no está preparado para que lo destruyan! A lo mejor todavía hay en él cosas buenas.
—¿Como qué?
Intenté pensar.
—¡La señora Pew! —exclamé.
—¿La señora Pew? —repitió Dios, nada entusiasmado con mi respuesta.
—¡Sí! —dije—. ¡Y Oscar! ¡Y tía Jo! ¡Y Mike! ¡Y Joe y Watson y Sue Lollipop y la señora Pierce!
—Ellos no creen en mí —dijo Dios.
—Pero… ¡no puedes matarlos!
—Ya sabías que esto pasaría.
—¿Y los niños, y la gente que nunca ha oído hablar de ti, y la gente que no nos escuchó cuando llamamos a su puerta porque estaba al teléfono, o porque su bebé estaba enfermo, o porque le habían hablado mal de nosotros, o porque llovía?
—Lo siento —dijo Dios—, eso no tiene solución. No puedo quedarme esperando eternamente. Siempre habrá alguien que no lo sepa o que no escuche o que esté demasiado ocupado. No es culpa mía.
—Pero ¡tampoco suya! —objeté. Ahora, además de ganas de ir al baño, tenía ganas de vomitar—. ¿No puedes perdonarlos y ya está?
Dios se echó a reír.
—¡Mira quién habla de perdonar! Judith, llevo esperando desde los tiempos del Jardín del Edén para hacer esto. No querrás que lo aplace unas semanas más, ¿verdad?
—Entonces, ¿no ha sido Padre quien ha hecho que llegara el fin del mundo?
—Bueno, sí y no. Pero todo eso no viene al caso. Ha sucedido; yo me habría asegurado de que sucediera de todos modos.
—Y ahora ya no hay nada —dije, y miré otra vez alrededor—. ¡Ojalá pudiera arreglarlo! Pero no puedo. Me llevaría demasiado tiempo.
La verdad, sin embargo, es que ya no pensaba en la Tierra de la Decoración. Pensaba en la señora Pew y en Oscar, en Sue Lollipop y su viaje a las Bahamas, en la señora Pierce y en Mike. Y en todas las cosas que se agolpaban en mi mente porque quizá fuese la última vez que alguien las recordara: pensaba en cómo era el mundo bajo la nieve y en cómo sería en primavera, y en que el cerezo y las rosas de la Virgen de Madre se recuperarían, y en verano la montaña reverdecería, y Padre y yo ascenderíamos en el globo aerostático y contemplaríamos todo el valle. Intentaba imaginar que todo había desaparecido y me costaba mucho.
—Entonces, ¿no puedo salvarlos?
—No.
Me dejé caer en el suelo y me cogí fuertemente las manos e intenté que dejaran de temblar.
—¿Cómo será? —pregunté.
—Será lo más espectacular que el mundo haya visto jamás.
—Y luego, el nuevo mundo.
—Eso es lo que quieres, ¿no?
No dije nada, porque era lo que había deseado desde que tenía uso de razón.
Cerré los ojos.
—¿Ya no habrá enfermedad ni muerte? —dije.
—Exactamente.
—¿Y nos enjugarás las lágrimas?
—Sí.
—¿Y Padre y yo viviremos allí y veremos a Madre y todo será como al principio?
—¿Cómo, cómo? —preguntó Dios.
—Y volveremos a ver a Madre.
—No, eso no. Lo otro.
—Y todo será como era al principio.
—No, no, lo primero que has dicho —dijo Dios.
—Y Padre y yo viviremos allí…
—Eso. Verás, de eso no estoy muy seguro.
—¿Qué?
—Es que tu padre… No sé, ¿de verdad podemos considerarlo creyente? Desde hace un tiempo su actitud no ha sido la correcta.
Pestañeé varias veces.
—¡Padre cree en ti! —dije. Me reí—. ¡Lo sabes muy bien! Lo que pasa es que últimamente ha estado muy cansado y lo abrumaban las preocupaciones y…
—No —me interrumpió Dios—. No estoy nada seguro de que crea en mí.
—¿Me estás escuchando o no? —Me levanté de un brinco—. ¡Tienes que salvar a Padre!
—Eso no cambia que haya perdido la fe en mí.
—¡No! —grité—. ¡No la ha perdido! ¿No puedes hacer nada?
Y entonces Dios me miró. Se hizo el silencio y se me puso piel de gallina.
—Yo que tú —dijo— me haría esa pregunta a mí misma.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo?
Dios rió.
—¡Mira todo lo que has hecho ya, Judith!
Pestañeé varias veces y me llevé las manos a la cabeza. Al cabo de un momento dije:
—He hecho muchas cosas, ¿verdad? —Y luego, en voz más baja, tan baja que sólo Dios habría podido oírme, añadí—: Si alguien ha de morir, debería ser yo.
—Eres lista —dijo Dios con un hilo de voz.
—¿Qué?
—Bueno, tienes razón, desde luego. De no ser por ti, no habría pasado nada de todo esto. Tú eres la única que puede salvar a tu padre. Ha pecado, Judith; ha perdido la fe, y ése es el mayor pecado que existe. Merece morir y morirá, a menos que alguien lo salve…
—¿Quién? —pregunté—. ¿Cómo?
Dios suspiró.
—¿No te acuerdas? Ojo por ojo, diente por diente…
—Vida por vida —dije.
—Si alguien me ofreciera su vida a cambio…
—Ah —dije con voz queda, una voz semejante a una brisa que pasara hacia algún lugar.
—Es la única manera —dijo Dios—. La Ley Fundamental. ¿Te acuerdas?
Sentí que el viento me azotaba la cara como si estuviera en el borde de un acantilado y que el suelo se movía bajo mis pies.
—Tú lo quieres, ¿no? —me preguntó.
—Sí. —Pero ya no pensaba en Padre. En ese momento no pensaba en nada.
—Bueno —continuó Dios—, ¿vas a salvarlo? Date prisa y decídete, o déjalo estar.
—Sí —respondí, porque en realidad no había decisión que tomar; por un momento me había preguntado si de verdad llegaría a ver la Tierra de la Decoración, pero también eso había dejado de importar.
Sin embargo, tenía que estar segura de una cosa.
—Si lo hago —dije—, debes prometerme que Padre no morirá.
—¿Dónde está tu fe? —replicó Dios.
—¡Necesito que me lo prometas!
—¡Está bien! ¡Te doy mi palabra!
Tragué saliva y agaché la cabeza y me miré los zapatos. Dije:
—¿Puedo ir a verlo?
—Si te das prisa, sí.
Fui hasta la puerta. Quería apresurarme, pero mi cuerpo se movía como si se le hubieran acabado las pilas.
Puse una mano sobre el picaporte.
—¿De verdad puedo salvarlo, Dios? —pregunté.
—Sí, puedes —afirmó.