En el aula

A la hora de marcharnos, la señora Pierce dijo: «¿Puedes quedarte un momento, Judith?», de modo que me senté en mi sitio mientras los demás salían en tropel. Al cabo de un momento el aula quedó en silencio.

La señora Pierce cerró la puerta, vino hasta mi pupitre, se sentó a mi lado y dijo:

—Siento mucho lo que ha pasado hoy. Por si te sirve de consuelo, te diré que va a haber cambios importantes por aquí y que ya no tendrás que preocuparte más por esa clase de cosas.

—Ya ha habido muchos cambios —dije.

Ella inspiró hondo y dijo:

—Y ya era hora. —Hizo una pausa y añadió—: Quería preguntarte una cosa, Judith. Hoy, en el lavabo, Neil dijo algo que me desconcertó. No sé qué sobre que Dios te ayudaría. O algo así. Quizá me equivoque, pero…

Oí decir a Dios:

—Ten cuidado. Ten mucho cuidado.

—No te preocupes —le dije a Dios, y respondí en voz alta a la señora Pierce—: No me acuerdo.

Ella frunció el entrecejo y dijo:

—Me ha parecido oír que te decía: «A ver si Dios puede ayudarte ahora», o algo parecido. —Sonrió—. Sólo te lo comento porque me ha hecho recordar algo que leí en tu libreta de redacciones, algo de que Dios hacía que nevara. ¿Me equivoco?

—Márchate ahora mismo —me aconsejó Dios.

—Pero ¡si la señora Pierce es amiga mía! —protesté.

—Yo sí soy amigo tuyo. Y te digo que te marches.

—Tengo que contestarle —le dije a Dios, y a la señora Pierce—: Sí, hice que nevara en mi maqueta del mundo. Y entonces nevó de verdad. Pero sólo fue una coincidencia. Dios no hizo que nevara.

—Ah —dijo ella—. Creía que habías escrito que había ocurrido un milagro.

—¡Márchate ahora mismo! —me ordenó Dios.

Me sudaban las manos.

La señora Pierce añadió:

—¿Y cómo sabía Neil que Dios te había «ayudado», Judith?

Agaché la cabeza.

—Neil leyó mi libreta de redacciones.

—Ah. Entonces sí leí eso en tu libreta.

—Pero ¡es todo inventado! —exclamé—. Es todo imaginario. Se me da bien contar historias.

—Ya lo sé. Bueno. —Sonrió y recogió las manos sobre el regazo—. Eso lo explica todo.

—Sí.

Creí que había terminado, pero entonces dijo:

—Quería comentarte otra cosa, Judith. En tu libreta de redacciones había una conversación con Dios. Era tan real que pensé que a lo mejor a veces oías voces o hablabas con gente. Imaginariamente, claro.

—¿Qué haces aquí todavía? —me espetó Dios.

—No —le dije a la señora Pierce—. Bueno, sí. ¡A veces!

Ella agachó la cabeza para poder verme la cara.

—¿Y esa persona con la que hablas es Dios?

—¡Vete! —gritó Dios.

Me froté ambas rodillas con las manos.

—Sí —contesté—. Pero eso también es de mentira.

La señora Pierce había bajado mucho la voz y hablaba casi susurrando.

—¿Y ver, Judith? ¿Has visto alguna vez cosas que los demás no ven, cosas invisibles? ¿Has visto cosas que no sabrías explicar?

—¡Va a estropearlo todo! —bramó Dios, y su voz casi me aplastó. Tardé un instante en volver a sentirme tridimensional.

Oí que la señora Pierce me preguntaba:

—¿Te encuentras bien, Judith?

Me dijo algo más, pero no la oí porque era como si girara sobre mí misma igual que una peonza.

Oí que la señora Pierce decía:

—No pasa nada, Judith, no pasa nada. Hablemos de otra cosa. No era mi intención hacerte sentir incómoda. Sólo te preguntaba por curiosidad, nada más.

—¡¡¡Sal de aquí!!! —gritó Dios entonces con una voz tan grave y extraña que me pregunté si de verdad era Dios, y me asusté tanto que rompí a llorar.

La señora Pierce dijo:

—¡Judith! ¿Qué te pasa?

Caminé hasta la puerta, pero no pude salir. Me quedé allí plantada con la mirada clavada en el picaporte y era como si todo mi cuerpo fuera un corazón enorme.

—Nunca he visto nada invisible, pero creo en Dios. Y a veces hablo con él —dije, y fue como si esas palabras fuesen las brasas ardientes que el ángel le puso en los labios a Isaías, y pronunciarlas fue como saltar desde un precipicio. Sentí una oleada de calor y mi sangre se hizo espuma dentro de mí. Pero una vez que las hube pronunciado me alegré, porque la señora Pierce sonrió, como si esperara que yo dijese algo parecido y supiera que al final yo lo conseguiría.

Vino hasta mí y susurró:

—¿Te resulta desagradable hablar con Dios, Judith?

Abrí la boca y volví a cerrarla. Me miré los zapatos.

—No lo sé —contesté.

—Claro. A veces no sabemos muy bien qué sentimos, ¿verdad? —Me puso una mano sobre el hombro—. Eres una persona muy especial, Judith, quiero que lo recuerdes. También quiero que recuerdes que si alguna vez necesitas hablar de algo, de lo que sea, puedes venir a hacerlo conmigo con la seguridad de que yo no revelaré a nadie nada que me cuentes. Y, aunque no lo entienda, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.

Me fui caminando a casa. Dios permanecía callado. Era como estar en una habitación con alguien con quien no te hablas, pero no podía salir de la habitación porque era mi propia cabeza. Al final no pude soportarlo más.

—¿Por qué me decías esas cosas tan raras? —dije—. La señora Pierce es amiga nuestra.

—Tu amigo soy yo —replicó Dios.

—Ella sólo quería ser amable. Quería ayudarnos.

—Si sigues diciendo esas cosas, te quedarás sola. ¿No sabes lo peligroso que es contárselo todo a la gente? Intentarán separarnos. Te dirán que no hablas con nadie. Te dirán que te lo imaginas y te enviarán a un médico.

—No me importaría —repliqué—. Yo sé lo que es real. Además, no le he contado nada a la señora Pierce.

—Le has contado más de la cuenta —dijo Dios—. Escucha, señorita: tu poder depende de que hagas exactamente lo que yo te diga. Ése es el trato. Sin mí no llegarás muy lejos.

—¡Vale, lo siento! Intentaré tener más cuidado. Pero no lo entiendo: no te pusiste así cuando hablé con Padre ni con tío Stan.

—Eso era diferente —dijo Dios—. No creí que hubiera ningún problema con ellos.

—¡Padre no se creyó ni una sola de mis palabras!

—Precisamente por eso. Es decir, peor para él. —Tosió un poco—. Escucha. Si esa maestra intenta hablar contigo otra vez…

—No te preocupes. No diré ni una palabra. —Entonces me acordé de una cosa—. Ah, Dios, y no vuelvas a usar esa voz tan rara, por favor.

—¡¿QUÉ VOZ?! ¡¿ÉSTA?! —tronó Dios, y fue como si un rayo me aniquilara.

—¡Basta! —chillé, y me tapé las orejas con las manos.

—Lo siento —dijo con su voz normal—. ¿Así está mejor?

Me incliné sobre una valla. Una mujer que estaba en la acera de enfrente me miraba fijamente. Tenía ganas de llorar.

—¿Ése eras tú? ¿De verdad?

—¿Quién parecía? —preguntó Dios.

Me estremecí.

—El Demonio —contesté.