El mejor día de mi vida

Hubo un día en que creí que Padre me quería. Ese día Padre y yo recorrimos dieciocho kilómetros cogidos de la mano.

Habíamos estado predicando y era verano y pronto anochecería. Estábamos lejos de aquí, en un sitio llamado Valle del Silencio, donde hay muchos árboles y pocas casas. Sólo vamos allí una o dos veces al año, porque no vive mucha gente y podemos visitar todas las casas en una tarde. En el Valle del Silencio hay muchos campos que descienden hacia un río. Bajamos al río y vimos unas golondrinas zapadoras que anidaban en unos agujeros que habían hecho en la orilla. Había flores y árboles y una hierba tan alta que podías perderte en ella. Era uno de esos días en que todo resplandece.

Iba cogida de la mano de Padre, que él llevaba metida en el bolsillo del pantalón. La piel de Padre era asombrosa. Yo notaba las venas de su mano y los pelos de sus nudillos. Notaba cómo se movían los músculos de su pierna. Recuerdo que pensé que debía recordar aquel momento, el peso del sol, el tacto de la mano de Padre. Había silencio dentro de mi cabeza y entre nosotros y pensé en las Escrituras, donde pone que los hombres de aquellos tiempos caminaban con Dios, y pensé que debían de sentir algo parecido.

De vez en cuando pasaba algún coche por la carretera, y el ruido de fricción del aire y la sensación de que la tierra se agitaba alrededor de nosotros, el fresco olor a hierba y el sonido que hacía la tierra al respirar, y tanto verde y el oscilar de los árboles me producían una sensación extraña en el estómago.

No sé por qué nos cogimos de la mano, pero sé que nos habríamos soltado si yo hubiera dicho algo o nos hubiéramos cruzado con alguien o hubiéramos tenido que parar o atravesar la carretera o sacarnos algo del zapato.

Cuando llegamos a casa había polillas en el aire. Preparamos una cena ligera y la tomamos sentados en los escalones de la puerta de atrás y vimos cómo iban apareciendo las estrellas una a una. Aquella noche había más estrellas que nunca y atravesaban el cielo formando una especie de lluvia. La calle estaba muy silenciosa, y creo que todos los vecinos también estaban contemplando las estrellas, porque no se oían tapas de cubos de basura ni gente recogiendo los platos de la cena ni gritos ni niños berreando.

Padre me explicó que si no hubiera estrellas no estaríamos aquí y que todo lo que hay en el universo proviene de ellas. Me contó que cada estrella es un fuego y que tarde o temprano el fuego se apagará y la estrella morirá, pero antes de morir generará estrellas nuevas. Dijo que se derrumban y forman agujeros negros donde la gravedad es tan intensa que nada puede escapar, ni siquiera la luz, de modo que las estrellas pasan de ser los objetos más brillantes a ser los más oscuros. Dijo que todas aquellas estrellas estaban muriendo y naciendo continuamente.

Había fuego dentro de mí y dentro de Padre, y calor en torno a nosotros. Aunque estuviésemos inmóviles, viajábamos tan deprisa como todas aquellas estrellas. Yo sostenía algo enorme y mi cuerpo era demasiado pequeño. Abría tanto los ojos que me escocían. Permanecía tan quieta que el pecho se me ponía muy rígido y apenas podía respirar.

Yo estaba sentada mientras las estrellas volaban y nosotros las veíamos cruzar el cielo y al final desaparecían, y al cabo de un rato pude volver a tragar saliva, y luego pude pestañear y luego pude respirar.

Nos quedamos un rato más sentados en los escalones y después entramos en casa. Y aquel día fue el mejor de mi vida.