El quinto milagro

El lunes, cuando entré en el aula, había una mujer junto a la mesa del señor Davies. Resultaba difícil adivinar su edad, porque era bajita, pero le calculé la misma que Padre. Llevaba el cabello pelirrojo recogido con una diadema, y gafas redondas. En las manos, pequeñas y casi del mismo color que su pelo, tenía varios cortes. Me gustaba su pelo. Pensé que estaría bien ponérselo a una de mis personitas. Podía utilizar lana naranja y cardar los extremos de las hebras.

La mujer trataba de abrir el cajón, pero al tirar de él tiraba de toda la mesa.

—Tiene que dar un golpe en el tablero —dije.

—Ah. —Arrugó la frente, dio un golpe fuerte y el cajón se desatascó. Me miró y sonrió—. Gracias. ¿Cómo te llamas?

—Judith.

—Yo soy la señora Pierce —dijo—, la sustituta del señor Davies.

—Ah —dije—. ¿Qué le pasa al señor Davies?

—No se encuentra muy bien. Pero no es nada grave. —Volvió a sonreír. Tenía los dientes muy pequeños, y los dos colmillos superiores torcidos hacia fuera. Me gustaban los dientes de la señora Pierce. Y también su voz, que me recordaba a las manzanas verdes.

—¿No vas al salón de actos, Judith? —me preguntó.

—No. Tengo que mantenerme apartada del mundo.

—Vaya —dijo la señora Pierce, y pestañeó—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el mundo?

—Es un Antro de Perdición.

Me miró con mayor atención, resopló y dijo:

—Bueno, no te pierdes gran cosa. —Dio otro golpe en la mesa y el cajón salió disparado y la golpeó en un codo. Cerró los ojos y masculló algo. Y añadió—: Tardaré un poco en acostumbrarme a esto.

En ese momento se abrió la puerta y entraron los alumnos.

Todos se quedaron mirando a la señora Pierce. Ella se sentó en la mesa del señor Davies y cruzó las piernas.

—Buenos días, niños —dijo—. Soy la señora Pierce. Me ocuparé de vosotros durante un tiempo.

—¿Y el señor Davies? —preguntó Anna.

—No se encuentra bien. Pero no tardará mucho en recuperarse. Mientras tanto, deberemos acostumbrarnos los unos a los otros. Yo tengo mi manera de hacer las cosas, de modo que habrá algunos cambios en la clase.

Se oyeron unos ruiditos al fondo del aula. Un avión de papel me dio en la cabeza. Llevaba escrito «Desgraciada». La señora Pierce resopló y cogió la lista.

—Para empezar —dijo—, vosotros tres… Sí, vosotros. Os sentaréis en primera fila. ¿Os importaría decirme vuestros nombres?

—Matthew, James y Stephen, señorita —contestó Neil.

La señora Pierce sonrió.

—Por suerte, el señor Williams me ha dibujado un plano. ¿No tendríais que ser Gareth, Lee y Neil?

—Sí, señorita —dijo Matthew—. Yo soy Matthew, éste es James y éste, Stephen.

La señora Pierce se bajó de la mesa.

—Vamos, chicos. —Empezó a juntar dos pupitres—. ¡Levantaos!

—No puedo, señorita —dijo Neil.

—¿Por qué?

—Porque no encuentro mi mochila, señorita.

—Ya. ¿Cuándo la has perdido?

—No lo sé, señorita —contestó Neil, y sonrió.

Se oyeron carcajadas.

—No importa, ven a sentarte aquí.

Neil fingió estar atrapado en la silla y tiró de su abrigo hacia un lado y otro.

—¡Ay! —dijo la señora Pierce—. Qué difícil es levantarse, ¿verdad? ¿Alguien puede ayudar a Neil?

Todos volvieron a reír, pero esta vez con la señora Pierce.

Neil se levantó del asiento y caminó con aire arrogante hacia el frente del aula. La señora Pierce le ofreció una silla y él se sentó del revés mirando a la clase. Todos volvieron a reír.

La señora Pierce sonrió.

—Eres un gran comediante, ¿verdad, Neil Lewis? Sólo hay un problema. Ahora estás en mi clase y yo no tengo tiempo para bromas. ¿Quieres sacar tus libros? Es que estamos todos esperándote.

Neil se rascó la cabeza y dijo:

—No puedo, señorita.

—¿Por qué?

—Los he perdido, señorita.

—¿Los libros?

—Sí, señorita.

—¿Todos?

—Sí, señorita.

—¿Pierdes las cosas a menudo, Neil?

—No lo sé, señorita.

Hubo más risas.

La señora Pierce fue hasta el fondo del aula y cogió una mochila que había en un rincón.

—No estarán en tu mochila, ¿verdad?

—No, señorita. Ésa no es mi mochila. —Neil se volvió hacia Lee y sonrió.

—Ah —dijo la señora Pierce—. Bueno, en ese caso me quedaré esta mochila y su contenido hasta que la reclame su dueño. Mientras tanto, espero que recuperes los libros y el material que necesitas antes de que termine la semana. —Metió la mochila de Neil en el armario de Plástica, cerró la puerta de golpe, echó la llave y se la guardó en un bolsillo.

—¡Eh! —saltó Neil.

—¿Sí?

Neil frunció el entrecejo y se volvió hacia el frente. Le dio un empujón al pupitre.

—No quiero sentarme en esta porquería de pupitre.

—Anímate, Neil —dijo la señora Pierce—. Así verás mejor la pizarra.

Solté una risotada. Me tapé la boca con una mano, pero ya era demasiado tarde. Neil volvió la cabeza y me miró con odio. Pero, por sorprendente que parezca, en lugar de desviar la mirada, se la sostuve.

—Bueno, ahora que ya hemos solucionado este punto —continuó la señora Pierce—, sigamos con la clase. Hoy vamos a leer poesía.

—¿Poesía? —repitió Gemma.

—Así es, Gemma —confirmó la señora Pierce—. No hay nada mejor para despertarse que un buen poema. Y eso se debe a que los poetas, o al menos los mejores, nunca dicen exactamente lo que quieren decir. Siempre buscan otras formas de decirlo. Trazan una imagen o hablan de ella como si se tratara de otra cosa. Nosotros también utilizamos imágenes en el habla cotidiana. Decimos, por ejemplo, «la pata de una mesa», «está como un niño con zapatos nuevos», «no pondría la mano en el fuego», «una mirada glacial», «me aso de calor». —Fue escribiendo las frases en la pizarra—. A ver si descubrís cuántas imágenes utiliza este poema para describir el sol. Es de Robert Louis Stevenson y se titula «Invierno».

El sol invernal remolonea en la cama.

Inflamado, saca del sueño una cabeza helada;

apenas parpadea un par de horas

y vuelve a acostarse, una naranja de sangre…

—Veamos —dijo la señora Pierce cuando hubo terminado de leer el poema—. ¿Alguien ha encontrado alguna imagen?

—Sí —respondió Anna—. El sol en la cama.

—Muy bien. ¿Y por qué nos ayuda eso a entender lo que el poeta intenta expresar?

—Porque el sol sale más tarde en invierno —dijo Anna.

—Muy bien. Sí. El día es más corto. ¿Algo más?

—El sol es una naranja de sangre —dijo Matthew.

—Muy bien. ¿Y eso a qué se refiere?

—Al color.

—Efectivamente —confirmó la señora Pierce—. ¿Os habéis fijado en que en invierno el sol está mucho más rojo? Y las puestas de sol también son más brillantes. ¿Algo más?

—El viento y la pimienta —dijo Rhian.

—Sí. Qué raro, ¿verdad? ¿Por qué creéis que el poeta escribió eso?

—¿Porque hace frío y el viento te hace daño en la nariz? —aventuró Rhian.

—Excelente —dijo la señora Pierce—. ¡Ya veo que en esta clase hay muchos poetas en ciernes! Y a veces el viento también hace cosquillas, ¿os habéis fijado? Y supongo que el poeta podría estar refiriéndose al granizo. ¿Veis cómo las imágenes enriquecen el poema y lo hacen más interesante?

—Dice que su aliento es escarcha —aportó Stephen.

—Sí, los dibujos que traza su aliento en el aire se parecen a los dibujos que deja la escarcha. —La maestra sonrió—. Hay otra imagen que el poeta utiliza para ayudarnos a ver más claramente.

—La tierra cubierta de escarcha es un pastel de boda —dijo Luke.

—Excelente. ¿Y por qué nos ayuda eso a ver más claramente lo que dice el poeta?

—Porque la nieve es como el glaseado de azúcar —dijo Luke.

—Sí —repuso la señora Pierce—. También podría ser escarcha. A veces la escarcha pesa mucho y forma una capa tan gruesa como la nieve. —Se volvió hacia la pizarra y escribió cada una de las frases—. Y ahora… —se volvió hacia nosotros— ¿sabe alguien cómo se llaman esas imágenes que utiliza el poeta?

Esperó un momento, tras lo cual cogió un trozo de tiza y se volvió hacia las palabras que había escrito en la pizarra.

—Metáforas —dijo Gemma. Me miró y sonrió.

—¡Muy bien! Sí. La metáfora es cuando hablamos de algo como si fuera otra cosa. ¿Alguien puede darme otro ejemplo de una metáfora?

—Un salto de fe —dije, y miré a Gemma.

—¡Excelente! —exclamó de nuevo la señora Pierce—. Aunque eso quizá sea un poco difícil de explicar: la fe consiste en creer en algo. Decir que la fe es como un salto equivale a decir que es como caminar por el aire, saltar de un sitio a otro sin hacerse daño. ¿Es así como la describirías, Judith?

Asentí con la cabeza.

—Muy bien. Pero si volvemos de nuevo a nuestro poema, sólo cuatro de las cinco imágenes que utiliza Robert Louis Stevenson son metáforas; la última imagen, ésa en la que el poeta compara el paisaje invernal con el glaseado de un pastel es, de hecho, un símil. —Escribió «símil» en la pizarra—. ¿Alguien puede explicarme la diferencia entre la metáfora y el símil?

Releí el poema. Al principio no entendía qué quería decir la señora Pierce, pero de pronto lo comprendí. Levanté la mano.

—¿Sí, Judith?

—El paisaje es como un pastel de boda —dije—. No es un pastel de boda.

—En efecto. ¿Puedes explicárnoslo, Judith?

—El sol está en la cama, es una naranja de sangre, el viento es pimienta. Pero el paisaje sólo es como un pastel de boda.

Advertí que Gemma me miraba.

La señora Pierce tenía las mejillas coloradas.

—¿Lo habéis entendido todos? —preguntó—. Un símil dice que algo es como otra cosa. Pero una metáfora dice que algo es la cosa con la que está comparándolo. Así pues, tenemos símiles y metáforas, y ambos son imágenes, y ambos son formas interesantes de decir cosas. Pero… —continuó bajando la voz— una es más fuerte que la otra, una es mucho más poderosa. ¿Cuál creéis que es? —Enarcó las cejas animándonos a contestar—. No os preocupéis. No espero que sepáis la respuesta.

¿Una era más poderosa? Los símiles y las metáforas me parecían lo mismo. Pero releí el poema y me di cuenta de que el verso que decía que el sol era una naranja roja tenía algo que no tenía el verso que decía que era como un pastel de boda, y que sonaba mejor.

La señora Pierce sonrió cuando vio que levantaba la mano y dijo:

—¿Sí, Judith?

—La metáfora es más fuerte —dije.

—¿Por qué?

Me sonrojé. Debía de parecer estúpida, debía de parecer que lo había adivinado por casualidad, pero no lo había adivinado por casualidad, sino que no podía explicar por qué estaba tan convencida.

Sentí que Gemma me miraba. Y Neil también. Pero no, no podía explicarlo. La señora Pierce se volvió de nuevo hacia la pizarra.

—La propia palabra nos ofrece una pista. «Metáfora» está formada a partir de dos palabras griegas: meta, que significa «entre», y phero, que significa «llevar». De modo que las metáforas llevan el significado de una palabra a otra.

Y entonces recordé algo que alguien había dicho: que no bastaba con imaginar cómo sería el nuevo mundo, sino que teníamos que estar allí. Lo había dicho el hermano Michaels. Dijo que la fe podía ayudarnos a conseguirlo.

—Porque estamos allí —dije de pronto sin levantar la mano. Todos me miraron. Me ruboricé—. O sea, está allí. Es decir… no están lado a lado. —Notaba las mejillas muy calientes—. La metáfora no es imaginar una cosa, sino la cosa en sí.

La señora Pierce me dirigió una mirada tan penetrante que habría podido hacerme daño, pero no me lo hizo. Era como una corriente de electricidad de ella a mí, y la corriente brillaba y me calentaba.

—Sí —dijo por fin—. Las palabras no nos hablan sobre algo, sino que se convierten en ese algo. —Dejó la tiza y nos miramos un momento, y sentí como si volara. Entonces el momento pasó y la señora Pierce se sacudió el polvo de tiza de las manos—. Bueno, niños —agregó—, me gustaría que escribierais un poema utilizando metáforas.

Más tarde, aquella misma mañana, mientras la señora Pierce ordenaba el armario del material, una hoja estrujada aterrizó junto al codo de Gemma. Yo no sabía de dónde había salido aquella bola de papel, pero Gemma la atrapó con la mano. La mantuvo tapada durante un minuto y luego la desplegó. Rió y dibujó algo, volvió a arrugar la hoja y se la arrojó a Neil Lewis. Neil desplegó la hoja y sonrió. Se la pasó a Lee, que sacudió los hombros y se la pasó a Gareth.

La señora Pierce levantó la cabeza y dijo:

—¿Qué tiene tanta gracia? Estoy segura de que el resto de la clase también quiere oírlo.

Se hizo el silencio durante un par de minutos, y entonces la hoja de papel volvió a caer en nuestro pupitre. Esta vez Gemma dejó escapar un gritito, porque tenía que esforzarse mucho para no reír. Escribió algo, arrugó la hoja y volvió a lanzársela a Neil. Neil escribió algo y se la lanzó a Gemma. Gemma la atrapó con la mano e hizo ruido, y la señora Pierce puso los brazos en jarras.

—No sé qué está pasando, pero será mejor que paréis —ordenó.

Durante cuatro minutos no ocurrió nada. Entonces Neil le arrojó la hoja a Gemma. La hoja describió un arco por el aire y aterrizó junto a mis pies.

La señora Pierce dejó los tubos de pintura que tenía en la mano y dijo:

—Recoge ese papel. ¡Sí, tú, Judith! Y lee en voz alta, por favor.

Recogí la hoja y la desplegué. Lo que vi no tenía sentido. Arriba ponía «metáfora». Debajo había un dibujo de una niña arrodillada delante de un hombre. De los pantalones del hombre sobresalía una cosa que parecía una serpiente. Me recorrió una oleada de calor y después sentí náuseas. Debajo del dibujo había cinco palabras. Una de ellas era mi nombre.

—Adelante —me instó la maestra—. Léelo en voz alta.

La miré.

—¡Léelo, Judith! —insistió—. ¡No quiero secretos en mi clase!

—«Judith la mama muy bien» —leí.

Una exclamación de asombro recorrió la clase y la señora Pierce dio un respingo como si hubiera recibido un bofetón. Vino hasta mí y me arrebató la hoja de las manos.

—Siéntate, Judith —dijo en voz baja, y volvió a su mesa—. Muy bien —añadió alegremente—. Vamos a corregir estas fracciones. ¿Quién quiere darme el resultado de la primera?