De madrugada

—Neil Lewis ha tenido un accidente y tardará unos días en volver a la escuela. —La señora Pierce estaba de pie delante de su mesa.

—¿Qué le ha pasado, señorita? ¿Qué ha ocurrido?

—Lo atropelló un coche. El señor Williams me ha dicho que en el hospital lo cuidan muy bien.

—¿Cuándo ha sido? —preguntó Gemma.

—Anoche —respondió la señora Pierce.

—¿Cuándo volverá? —inquirió Luke.

—Todavía no lo sabemos. Por suerte, la Navidad está a la vuelta de la esquina. Así Neil tendrá tiempo de recuperarse antes de que se reanuden las clases.

Pasé el resto del día tratando de comprobar si la señora Pierce me miraba. Creía que no, pero no estaba segura.

Esa tarde, cuando llegué a nuestra calle, vi que los árboles de Navidad de todas las casas, colocados detrás de las ventanas que daban a la calle, estaban iluminados. Las habitaciones se veían cálidas y acogedoras. Me dolía la garganta y me tapé con la bufanda. No sabía si me dolía por todo lo que había llorado la noche anterior o porque estaba incubando algo.

—¿Cómo te ha ido hoy en la escuela? —me preguntó Padre cuando llegó a casa.

—Bien.

—¿Sí?

—Sí. La señora Pierce nos ha dicho que Neil tuvo un accidente. Que no volverá a la escuela hasta después de Navidad.

—Ah.

—¿Te ha ido bien en el trabajo?

—Estupendamente.

Padre nunca utiliza la palabra «estupendamente».

Más tarde, cuando estábamos leyendo la Biblia, oímos la tapa de un cubo de basura en el callejón trasero. Padre se levantó de un brinco. Se acercó a la ventana y miró primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cuando volvió a la mesa, sonrió y dijo:

—Un gato. —Pasó una página y luego volvió a la anterior—. ¿Por dónde íbamos?

Lo miré y respondí:

—Por aquí.

—Ah, sí.

Empezó a leer. Pero sólo habíamos avanzado diez versículos cuando se interrumpió a media frase, se quitó las gafas, las dejó encima de la mesa y dijo:

—Creo que lo dejaremos aquí por esta noche.

—Pero si estamos a medio capítulo.

—Es el mejor sitio para dejarlo —repuso—. Así podremos reflexionar sobre lo que pasa a continuación. —Se levantó y no volvió a la mesa.

Esa noche me desperté porque oí unas voces. Al principio me pareció que procedían de la calle, pero después me di cuenta de que llegaban del piso de abajo y salí de puntillas al rellano. Bajé hasta la mitad de la escalera y vi que se filtraba luz por la puerta de la salita. Entonces oí la voz de tío Stan. Decía:

—… solucionar las cosas así, por tu cuenta.

—¿Qué querías que hiciera? Si no llego a oír la ventana rota no sé qué habría pasado. Había gasolina, ¿lo oyes? No sabía qué podían hacer a continuación.

—Lo entiendo, pero…

—No, no lo entiendes —replicó Padre—. Ni lo entenderás a menos que te encuentres en una situación parecida. Sí, ya sé lo que pone aquí, pero en la práctica es diferente, no me importa lo que me cites.

—Un niño ha resultado gravemente herido por culpa de tu comportamiento —dijo entonces la voz de Alf.

—Todo eso ya lo he explicado —replicó Padre.

—¿No tienes remordimientos? —preguntó Alf.

—Ese niño es un vándalo —dijo Padre—. Lleva un par de meses haciéndome la vida imposible y…

—Te he preguntado si tienes remordimientos.

Siguió un minuto de silencio y oí el reloj de pared del recibidor y el viento en los canalones y los latidos de mi corazón. Por fin, Padre dijo:

—Pues mira, Alf, no, no tengo remordimientos.

El estómago me dio una brusca sacudida. Cerré los ojos.

Luego no se oyó nada, sólo un susurro de papel y el chisporroteo del fuego, hasta que tío Stan volvió a hablar:

—Lamento mucho oír eso, John. —Parecía apesadumbrado—. Creo que no te das cuenta de lo exageradas que han sido tus reacciones; por lo visto, no piensas con claridad.

—Creo que deberíamos apartarte de la congregación, John —intervino Alf—. ¿Has pensado en el ejemplo que estás dando?

—¿Por qué no iba a proteger a mi familia? —dijo Padre—. Cualquiera en mi situación habría hecho lo mismo.

—Pero si tuvieras fe dejarías las cosas en manos de Dios —replicó tío Stan—. La fe significa no dudar, no cuestionar, no preguntar por qué.

Pasó un minuto sin que nadie hablara. Entonces Padre dijo algo en voz baja que no entendí, y tío Stan repuso:

—Ay, John, ¿por qué sacas eso ahora? —Por su tono, el comentario de Padre parecía haberle dolido.

Padre respondió:

—Pero es la verdad, ¿no? Ella no dudó, no cuestionó, no preguntó por qué.

Hubo otra pausa y luego Alf dijo:

—Sarah tenía una gran fe. Eso nadie lo niega.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra el pasamanos porque Sarah era el nombre de Madre.

—Una gran fe… —repitió Padre subiendo la voz, y se calló de golpe.

Al cabo de un momento tío Stan dijo:

—¿No ves que sólo intentamos ayudarte, John, que sólo queremos lo mejor para ti?

—Mira, Stan —repuso Padre—, ahora mismo no estoy seguro.

Me invadió una oleada de calor y luego una de frío. Me entraron ganas de ir al baño.

Siguió otro silencio. Entonces Alf dijo:

—Rezaremos por ti.

Y Stan:

—Ya conoces el procedimiento. Si dentro de veinte días no hemos tenido noticias tuyas…

Y Padre en voz baja:

—Sí, ya lo sé.

Entonces la puerta de la salita se abrió de golpe y la luz iluminó el recibidor y estuve a punto de caer tratando de subir la escalera a tiempo. Me quedé agazapada en el rellano y oí pasos que se dirigían hacia la puerta principal. Padre salió con ellos y oí que abría los cerrojos de la cancela. Después volvió a cerrarla, entró en la casa, cerró con llave la puerta principal y volvió a la salita.

Esperé más de una hora a que fuera a acostarse, pero no lo hizo, de modo que volví a bajar hasta la mitad de la escalera. El recibidor estaba a oscuras, pero salía luz por la puerta de la salita. Bajé por el lado externo de la escalera, donde las pisadas no hacían ruido, y cuando llegué al final caminé por las baldosas hasta que pude agacharme y mirar por el ojo de la cerradura. Padre estaba sentado en un sillón frente a la chimenea, con el retrato enmarcado de Madre en las manos. Miraba el fuego y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Él no hacía nada por enjugárselas.