Una decisión

Esa tarde, cuando salí de la escuela, pasó una cosa que no había pasado nunca. Neil y Lee y Gareth me esperaban con sus bicicletas junto a la verja y me siguieron hasta mi casa.

Yo caminaba despacio y sin mirar alrededor. Cuando entré en mi calle, ellos formaron un círculo y Neil derrapó hacia mí y me lanzó grava. Esperaron hasta ver en qué casa entraba y entonces se marcharon. Subí a mi habitación, me tumbé en el suelo y me quedé contemplando el techo.

Me gusta el techo de mi habitación. Tiene manchitas y en los rincones hay bolitas grises afelpadas en las que viven arañas y que parecen grupitos de cabañas. Hay telarañas viejas que cuelgan como serpentinas cansadas. Y hay una pantalla de lámpara con forma de globo aerostático. Esa pantalla la hizo mi madre. A ella también le gustaba hacer manualidades. Cuando miro el globo aerostático pienso en ella y me imagino que viajo a algún sitio y me marcho de esta ciudad. Ese día la miraba, pero en realidad no la veía.

—Dios —dije—, me gustaría poder hacer algo.

—¿Como qué? —preguntó Dios, y me alegré mucho de que volviera a hablarme. Sentí de nuevo que un calor me recorría la espalda y el cuero cabelludo, como si alguien le hubiera dado a un interruptor.

Me incorporé.

—No sé, ¿qué gracia tiene que posea este poder si no puedo utilizarlo?

—Tu padre ya te advirtió que era peligroso —repuso Dios.

—Tú usas tu poder.

—Sí, es cierto. Pero yo soy el Todopoderoso.

—Hasta ahora sólo he utilizado mi poder para cosas buenas, ¿no?

—Sí —afirmó Dios—. Hasta ahora…

—Pero yo siempre lo he querido para eso. —Y de pronto empecé a temblar—. ¡Lo odio!

—¿No te olvidas de que hay que perdonar?

—Ya.

Nos quedamos un rato callados. Entonces Dios dijo:

—Existe otra manera, claro…

—¿Cuál?

—Ya sabes, está el Antiguo Testamento. ¿Conoces el dicho «ojo por ojo»?

—Sí, es la Ley.

—Veo que prestas atención —dijo Dios—. «Alma por alma, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano.» Me cansé de que se burlaran de mí. Si me hacían daño, les devolvía el daño. Es mi Ley Fundamental. Pero no necesitas que te lo explique, tú ya lo sabes.

—¿De qué me estás hablando?

—De que hay alguien que necesita que se la devuelvan —explicó Dios.

—¿Eso crees?

Dios se rascó la cabeza, o quizá la barba. En cualquier caso, lo oí rascarse algo.

—Sí —dijo por fin.

—¿En serio?

—Sí —repitió, más convencido—. Hay que hacer algo.

—¡Cuánto me alegra que pienses como yo! Pero ¿y Padre?

—Él no cree en tus poderes —contestó Dios—. Yo no me preocuparía. ¿Qué tenías pensado hacer?

—No sé, algo pequeño —respondí—. Nada muy espectacular. Para empezar.

—Me gusta —dijo Dios—. Me gusta tu estilo.

El corazón empezó a latirme muy fuerte.

—¿Y no pasa nada? —pregunté.

—Claro que no. Bueno, creo que no. Como tú has dicho, será algo pequeño. No creo que haya ningún problema. A ese chico le vendrá bien que le paguen con la misma moneda.

—¡Hurra! —exclamé.

—Pero te advierto que no puedo garantizarte que todo vaya a salir como crees.

—Vale.

—¿Qué dices, vas a continuar?

—¡Sí!

Dios rió.

—Entonces, ¿a qué esperas?