Llaman a la puerta

Puse la figura de un hombre que acababa de hacer en medio de un grupo de gente. La gente formaba un corro alrededor de él y lo señalaba. El hombre intentó salirse del círculo, pero la gente no se lo permitió. Empezó a dar vueltas, pero la gente no lo dejaba pasar. Se sentó y se tapó las orejas con las manos. Sólo con mirarlo me sentí mejor. Aún no sabía qué iba a pasar, pero pasara lo que pasase, no creía que a Neil Lewis fuera a gustarle.

Entonces escribí en mi diario. Cuando oí cerrarse la puerta de la calle lo escondí debajo de la tabla suelta del suelo y bajé corriendo. Me notaba las piernas como si acabara de correr una carrera y oía los latidos de mi corazón.

Esa noche Padre encendió la chimenea del salón, lo que significaba que estaba de buen humor. El salón es donde están todas las cosas de Madre: el piano negro con los candelabros dorados, la máquina de coser Singer con el pedal debajo, el juego de sofá y dos sillones blancos y rosa para el que hizo unas fundas, las cortinas con flores de lupino y malvarrosas, los cojines bordados. Cuando sea mayor podré utilizar la máquina de coser de Madre.

Se estaba muy bien en el salón; era como estar en un barco. Estaba oscuro y la lluvia repicaba en las ventanas pero no podía entrar. El viento rugía y las aguas cada vez se elevaban más y la espuma golpeaba los costados, pero nosotros estábamos secos y a salvo. Padre se bebió una cerveza y me sirvió una limonada y escuchó a Nigel Ogden mientras yo me quedaba tumbada boca abajo en el semicírculo de luz de la chimenea.

Estaba dibujando al ángel del libro del Apocalipsis que le dio al apóstol Juan aquel pergamino que primero era dulce y luego amargo. Eso era lo que había dicho el anciano de mi sueño sobre la piedra que yo había elegido, y todavía no sabía qué había querido decir. No sabía si importaba qué venía primero, la dulzura o la amargura, e intenté recordar en qué orden iban, pero no lo conseguí.

Me gustaba el Apocalipsis. Sobre todo habla del fin del mundo, y los últimos capítulos tratan de cómo será todo después, en la Tierra de la Decoración.

—¿Cómo será el Armagedón? —pregunté.

—Será la cosa más grandiosa que el mundo haya visto jamás —respondió Padre con una voz que denotaba serenidad y satisfacción. Estaba cómodamente sentado en el sillón con las piernas estiradas.

Me incorporé y me quedé de rodillas.

—¿Habrá rayos y truenos?

—Puede ser.

—¿Y terremotos?

—Quizá.

—¿Granizo y bolas de fuego rodando por las calles?

—Dios empleará lo que considere necesario.

—Pero qué raro, ¿no? —dije—. Matar a tanta gente…

—No —dijo Padre—. Recuerda que llevarán años avisados.

—Pero ¿y si uno o dos no recibieron el mensaje y no pudieron hacer nada? No sé, ¿y si no escucharon porque alguien les dijo que no escucharan? ¿Los perdonaría Dios? —Miré mi dibujo. El ángel tenía un semblante serio. Se le marcaban los músculos de los brazos. No parecía que fuera a perdonar a nadie.

—Dios puede leer en nuestros corazones, Judith. Esas cosas tenemos que dejárselas a él.

Me sentí mejor cuando recordé eso, así que seguí dibujando mi ángel.

Cuando terminé se lo enseñé a Padre. Tenía los ojos azules y el pelo del color del sol. Tenía un pie en Egipto y el otro en Argelia.

—Eso es el Gran Valle del Rif —dije por si Padre no se había dado cuenta.

—Está muy bien —dijo él. Y añadió—: Pero ¿por qué tiene el ángel los dos pies en la tierra?

—¿Cómo?

—Se supone que uno de los pies debe tenerlo en el mar.

—Ah, ¿sí?

Busqué el capítulo diez del Apocalipsis y comprobé que Padre tenía razón. Pero si pintaba encima de Argelia con azul obtendría morado, y entonces no tendría la forma correcta.

—¿Importa mucho? —dije, pero sabía que sí porque el ángel era no sólo una parábola, sino también un símbolo, y eso significaba que tenía un significado mayor, como la Prefiguración, y hasta el detalle más pequeño poseía un significado mayor. De modo que cogí la goma de borrar. Y entonces oímos la tapa del buzón. Tres golpes breves.

Padre fue a la puerta. La abrió, pero no oí ninguna voz.

—¿Quién era? —pregunté cuando volvió.

—Nadie. —Echó más leña al fuego y bebió un trago de cerveza.

—¿Nadie?

—No.

—Ah —dije.

Empecé a frotar el pie del ángel con la goma, pero sólo conseguí emborronar el dibujo. Suspiré.

—A lo mejor el ángel se movió un poco. A lo mejor se le enfrió el pie que tenía metido en el agua. —Y mientras hablaba, el buzón volvió a sonar, tres golpes breves.

Esa vez, justo antes de que Padre abriera la puerta de la calle, oí el pestillo de la cancela y risas. Me asomé entre las cortinas pero no vi a nadie.

Cuando volvió Padre, le pregunté:

—¿Quién era?

—Niños jugando. —Echó más leña al fuego.

—Ah —dije.

Padre se mostraba muy tranquilo, pero yo sabía que estaba enfadado; no soportaba que llamaran con insistencia a la puerta ni que dieran portazos, porque en la puerta, en la vidriera que Madre había restaurado, había un dibujo muy bonito de un árbol. Solía comentar lo bonito que era.

Cogí otra hoja de papel y dibujé la cabeza del ángel. No quería seguir pensando en lo que había dicho Padre. Estaba empezando a colorear la cara cuando volvió a sonar el buzón.

Esta vez Padre salió por la puerta de atrás. Oí un grito y pasos que corrían, y luego el pestillo de la cancela del jardín.

Al cabo de un minuto, Padre entró en el salón riendo.

—¡Los he pillado! —dijo.

—¿A quiénes?

—A esos niños.

Me recorrió una oleada de calor.

—¿Qué hacían?

—Molestar.

—¿Se han ido?

—Sí. Nada más verme, han salido corriendo. No esperaban que apareciese por el sendero.

Miré el ángel.

—¿Cómo eran esos niños? —pregunté.

—Niños. De tu edad, supongo. Había uno rubio. Grandote. ¿Conoces a alguien así?

Al principio había notado calor, pero de pronto sentí frío. Los ojos del ángel, tan azules, me miraron.

—No —mentí—. No conozco a nadie así.