El tercer y el cuarto milagro

Decidí utilizar mi poder para ayudar a la gente, y la primera de mi lista era la señora Pew. Desde que la había visto llorar me preocupaba. No creía que pudiera ser una secuestradora de niños si cuidaba tanto de Oscar; y me dio pena pensar que Kenny Evans seguramente se había ido a vivir con su padre.

Oscar es un enorme gato anaranjado que siempre se sienta en la ventana del salón de la señora Pew, entre un tiesto de jacintos y un perro de porcelana amarillo. Yo no sabía por qué había decidido desaparecer. Tal vez estuviera harto del perro, todo el día sonriendo como un estúpido, o tal vez se hubiera cansado de las vistas. En fin, lo único importante era conseguir que volviese. De modo que el jueves, mientras caían ráfagas de nieve, hice un gato con lana de color naranja. «¿Qué haces?», me gritó Padre, y yo contesté: «¡Estoy leyendo!» La mentira estaba justificada: ahora yo era el Instrumento de Dios y tenía trabajo que hacer.

Le puse al gato un collar azul y una pata blanca y le hice una muesca en la oreja, como Oscar; aunque no recordaba en qué oreja la tenía, confié en que no importara. Con arcilla hice una anciana con un vestido negro y le puse un cuello alto de encaje y unas botitas negras y unas cuentas muy pequeñas que representaban los botones. Le puse pelo negro rizado, le pegué trocitos de grapas en el pelo que representaban pasadores y le pinté la cara de blanco y los labios de rojo. Hice un rastro de huellas de gato por la nieve que llegaba hasta la casa de la anciana, y después le puse el gato en el regazo y me aseguré de que estaba bien acurrucado y no parecía que fuera a volver a levantarse. Le cosí los ojos y le escondí las patitas. Entonces dije: «Vuelve a casa, Oscar.»

Cuando terminé, me pregunté qué pasaría si el milagro funcionaba. ¿Tendría Oscar los bigotes chamuscados tras llegar volando a la velocidad de la luz desde dondequiera que estuviese, o tendría todo el pelaje erizado tras haber vuelto a la vida después de que le cayese encima un rayo? Fui a casa de la señora Pew y llamé a la puerta. Vi su cabeza temblorosa y oí el olor a tienda de ropa de segunda mano y me dio un ligero mareo, pero me quedé donde estaba, y cuando abrió la puerta dije:

—No se preocupe por Oscar, señora Pew. Tengo la corazonada de que muy pronto volverá a casa.

La señora Pew subió el volumen de su audífono y se lo repetí todo, y entonces ella dijo:

—¡Ay, eso espero! ¡Eso espero!

—Tenga fe, señora Pew.

Y ella dijo:

—¿Qué?

—¡¡¡Que tenga fe!!!

Agitó una mano y dijo:

—Ah, sí, la tengo.

Se quedó mirándome mientras yo recorría el sendero del jardín. Cuando llegué a la valla, de pronto dijo:

—Tú eres Judith, ¿verdad?

—Sí.

—Gracias, Judith. Te agradezco que hayas venido.

—De nada, señora Pew.

Cuando volví a casa escribí el milagro en mi diario, y luego pasé tres páginas y escribí: «¿Ha vuelto Oscar ya?», y después escribí lo mismo en la siguiente.

Esperé a Oscar todo el día, y también todo el día siguiente, pero continuaba nevando. Entretanto decidí que, aunque no quería volver a la escuela por Neil Lewis, tenía que dejar de nevar. Padre no paraba de hablar de lo mucho que se estaba retrasando en el trabajo y de los accidentes que había en las carreteras y de los ancianos que, como Joe, estaban enfermando. Dijo que a Joe lo habían llevado al hospital y que un vecino se encargaba de cuidar a Watson. De modo que el jueves por la tarde retiré la gasa y el algodón y soplé para quitar la harina y rompí los carámbanos que colgaban de las casas. Enrollé el algodón, desmonté la ventisca, guardé los muñecos de nieve, limpié la espuma de afeitar, volví a poner el cielo azul y encendí el sol.

El sábado por la noche el viento amainó. Al día siguiente el cielo amaneció azul. Por la tarde el sol ya calentaba bastante. Al otro lado de mi ventana los carámbanos goteaban como si alguien jugara a vaciar jarros de agua. La nieve de la calle se puso fangosa y se formaron placas de hielo. Padre exclamó: «¡Ya decía yo que esto no podía durar mucho!» Yo no dije ni mu, pero salí fuera y me quedé escuchando el agua que corría por los sumideros que bordeaban la acera y dije:

—Gracias, Dios. Has vuelto a escucharme.

Pero Oscar no había regresado. Esperé todo el día y esperé toda la noche. Pregunté:

—¿Lo he hecho bien, Dios?

Dios aún debía de estar ocupado con los cuatro jinetes o con alguna otra cosa, porque no contestó.

Esa noche me incorporé en la cama y vi pasar las nubes por delante de la luna, velando y desvelando la Tierra de la Decoración. Vi ascender el sol por detrás de la montaña y guiñar un ojo adormilado y rojo, dibujando franjas rosa y amarillas en el cielo como una barra de caramelo de colores. Pero Oscar seguía sin aparecer.

Al día siguiente, después de la reunión, estaba en el jardín con Padre cuando ocurrió el cuarto milagro.

Padre estaba limpiando los senderos y yo lo ayudaba. Los pájaros habían dejado pequeñas huellas aquí y allá, en el comedero y en lo alto de las tapias. Había otro rastro de huellas correspondientes a un animal más grande que salía de las puertas del garaje. Las buddleias y las arecas se inclinaban bajo una capa de nieve y las ramas del cerezo estaban negras y goteaban. Había sitios donde la nieve ya se había derretido y empezaba a asomar la tierra y un poco de hierba empapada.

Padre bebía té y miraba alrededor con una mano en la cadera, y su aliento formaba una nube rosada en el aire.

—Creo que la primavera que viene florecerá el cerezo de tu madre —dijo—. Y dentro de pocas semanas ya tendremos las primeras rosas de la Virgen.

Y entonces fue cuando oímos unos golpecitos, y levantamos la cabeza y vimos a la señora Pew detrás de la ventana de su cocina. Me hacía señas con el dedo.

Cuando llegué a la tapia, ella abrió la puerta trasera y señaló. Pegado a la tapia de su lado, inclinado sobre un cuenco de galletas para gato, triturándolas con los dientes, torciendo la cabeza a un lado y otro y haciendo ruiditos, estaba Oscar. La señora Pew dijo:

—¡De pronto lo he visto en el alféizar! —Su cabeza temblaba más de lo habitual—. ¡Ya lo daba por muerto, pero aquí lo tienes, vivito y coleando!

Me incliné sobre la tapia y tendí un brazo para acariciarle la cabeza a Oscar. Me alegró comprobar que no tenía ni un pelo chamuscado y que los bigotes estaban perfectamente rectos.

—Ya le dije que volvería —comenté.

La señora Pew sonreía y asentía con la cabeza. Tenía los ojos llorosos. En ese momento no me dio ningún miedo.

De pronto dijo:

—Judith, ¿os apetecen unas tartaletas de fruta?

Nos imaginé a Padre y a mí con restos de mermelada y migas de tartaleta en la cara, me dije «No seas tonta» y en voz alta respondí:

—Gracias, señora Pew.

Ella envolvió un plato con una servilleta y me lo dio.

—Ven a tomar el té conmigo alguna tarde —me dijo.

Cuando volví, Padre ya había entrado en casa. Lo vi por la ventana de la cocina preparando el té. No entré directamente, sino que me quedé un momento en el sendero mirando cómo el cielo se volvía rojo, oliendo la tierra y notando el calor del plato en mis manos.

Entonces comprendí que todo podía ser mucho mejor, y me pregunté por qué habría decidido Dios ayudarme. Y aunque no me había contestado y se había ido a dondequiera que Él vaya, debía de saber lo que había conseguido: que de pronto yo fuera feliz y que todo empezara a cambiar.