Una visión

El viernes Neil Lewis volvió a la escuela. Noté que entraba en el aula antes de verlo, aunque no entró como solía. Se sentó en silencio e hizo una cosa muy rara: volvió la cabeza y me miró por encima del hombro, como para comprobar que yo estaba allí, y en ese instante lo entendí todo. Supe que él había provocado el incendio, él y su hermano y sus amigos, y empecé a sentir náuseas. No sabía si porque estaba enfadada o porque tenía miedo, pero sabía que no debía pensar más en Neil Lewis, ni siquiera un segundo, porque si pensaba en él tal vez provocara que le ocurriese algo malo.

El lunes me despertó un ruido extraño: un palmetazo y un rugido. El rugido se oyó una fracción de segundo después del palmetazo. Miré por la ventana y vi a Padre en la acera. Tenía una lata de pintura marrón en una mano y una brocha en la otra. Mojaba la brocha en la lata y a continuación la aplicaba contra la valla. Y, al hacerlo, rugía. Tenía el rostro contraído, como si llorase.

Nunca había visto así a Padre y me sentí fatal. Me quedé un minuto sentada en la cama y luego bajé. Cuando salí por la cancela, Padre me gritó:

—¡Entra en casa! ¡Vas a estropearte la ropa!

Pero yo había visto lo que había en la empalizada, unas palabras pintadas con spray con letras enormes, y esa vez las entendí todas.

Volví a mi habitación y me quedé hecha un ovillo y cerré los ojos. Me metí un dedo en cada oreja y apreté fuerte y seguí apretando. Me rechinaban los dientes. Pero aun así seguía oyendo los rugidos y seguía viendo la cara de Padre.

Empecé a pensar que me gustaría hacerle mucho daño a Neil Lewis.

Esa mañana, en clase, notaba la cabeza caliente y saturada, como la tarde que había realizado el primer milagro. Estábamos haciendo copos de nieve: doblábamos varias veces una hoja de papel, le practicábamos cortes y al final la desplegábamos. Normalmente me gustaba hacer manualidades, ver cómo de pronto aparecían los copos de nieve cuando desplegabas la hoja, pero ese día la mirada se me iba hacia Neil.

Neil estaba sentado con Kevin y Luke, con la mejilla apoyada en una mano. Parecía aburrido o adormilado. La luz del sol se reflejaba en su pelo y hacía que sus pestañas parecieran más blancas que nunca. Pensé que no aparentaba lo que era en realidad. Podías mirarlo y no adivinar lo que escribía en las vallas de las casas ni lo que hacía en los jardines de los demás.

Seguí recortando mis copos de nieve, pero veía borroso y no podía dirigir las tijeras hacia donde quería. Volví a levantar la cabeza. Neil estaba metiéndose el pulgar en la nariz. Vio que lo miraba. Sonrió, sus ojos se convirtieron en dos rendijas y torció la boca.

Agaché la cabeza y me mordí el labio inferior y seguí apretando hasta notar un sabor a hierro. Pensé en Padre y en lo que me había dicho sobre el perdón. Pensé en todo lo bueno y en todo lo correcto y en todo lo esperanzador, pero los dedos no me obedecían y no podía seguir recortando. Brotaba algo dentro de mí, millones de cosas pequeñas que correteaban por mis brazos hasta la punta de los dedos y trepaban por mi espalda hasta mi pelo.

Empecé a ver motitas. Oí un estruendo. La habitación se oscureció.

No sé qué fue lo que me hizo levantar la cabeza, pero cuando lo hice vi que alguien estaba de pie detrás de Neil Lewis. No distinguía la cara de aquella persona porque estaba borrosa. No había nadie más en el aula. Aquella persona cogió la cabeza de Neil con ambas manos, la echó hacia atrás y la lanzó contra el pupitre. Di un respingo. La cabeza de Neil hizo un ruido sordo y el pupitre se zarandeó.

El estruendo cada vez era más intenso. Las manos volvieron a echar atrás la cabeza de Neil, que miraba con los ojos muy fijos y tenía la piel muy tirante. Sus labios dibujaban una O. Las manos lanzaron la cabeza contra el pupitre y Neil gritó. Cuando volvió a levantar la cabeza le salía sangre por la nariz.

Intentó ponerse de pie, pero perdió el equilibrio. Las manos volvieron a empujarle la cabeza. Esa vez se golpeó contra el borde del pupitre y oí un ruido más débil, como el de una col cuando la partes.

Abrí la boca pero no emití ningún sonido. Me sentía presionada contra la silla. Se me cerraban los ojos, estaba cayéndome. Las manos volvieron a empujarle la cabeza a Neil. Su cara ya no parecía su cara. Neil había dejado de gritar. Su boca era un agujero y sus ojos dos bolsas de piel y su nariz se había hinchado hacia los lados.

Entonces alguien dijo: «¡Judith! ¿Me oyes?» Pero seguía oyéndose aquel estruendo y las manos seguían golpeando la cabeza de Neil contra el pupitre. «¡Judith!» Alguien me zarandeaba. El estruendo estaba cesando, la habitación volvía a iluminarse y estaba otra vez llena de gente.

La señora Pierce tenía las manos sobre mis hombros; estaba muy pálida. Anna y Matthew y Luke me miraban fijamente. Todos me miraban fijamente. Miré alrededor. Neil también. Su cara era la de siempre. No le había pasado nada.

Estaba bañada en sudor y creí que iba a vomitar. La señora Pierce me abrió los puños y me cogió las tijeras. Tenía cortes en los dedos y el copo de nieve estaba hecho trizas.