Un escéptico

Esa tarde el peso de la nieve oscureció el cielo. Los copos descendían en espiral, sin saber por dónde tenían que ir. Me senté y me quedé mirándolos. Habría podido contemplar la nieve eternamente. No cené nada. Notaba las manos calientes y las cosas frías y un cosquilleo me recorría el cuerpo. Padre me preguntó si tenía fiebre; le dije que nunca me había encontrado mejor.

A la mañana siguiente seguía nevando. Los ventisqueros llegaban hasta los antepechos de las ventanas, los coches eran pequeños montículos blancos, mi aliento formaba nubes y el frío hacía crujir la madera del suelo. Cuando bajé, Padre estaba frotándose las manos junto a la cocina Rayburn. Dijo que había tenido que cavar un túnel para salir por la puerta trasera.

Decidí que había llegado el momento de explicarle qué estaba pasando. Inspiré hondo.

—¿Te acuerdas de cuando quería hablar contigo sobre los milagros?

Padre cerró de golpe la tapa de la cocina y dijo:

—Ahora no, Judith. Tengo que cortar más leña e ir a ver si la señora Pew necesita algo. Y, ya que estamos, podrías ir tú.

—¡Es que necesito hablar contigo! Es importante.

—Luego —dijo Padre, y se terminó el té.

Me quedé mirándolo.

—¿De verdad tengo que ir a casa de la señora Pew?

—Bueno, me harías un favor.

—¿Y si no vuelvo?

—No digas tonterías, Judith. A la señora Pew no le pasa nada.

—Le tiembla la cabeza.

—A ti también te temblaría si tuvieras Parkinson.

Salí por la puerta de la calle y la nieve me cubrió las botas de goma. Cuando llegué a la casa de al lado y me planté ante la puerta de la señora Pew, tenía las piernas mojadas. El timbre sonó un rato. Me quedé allí trasladando el peso del cuerpo de un pie al otro. Los niños del barrio dicen que la señora Pew invita a los niños a su casa y que no se vuelve a saber nada de ellos; dicen que eso fue lo que le pasó a Kenny Evans, aunque hay quien dice que se fue a vivir con su padre. Miré arriba y abajo de la calle para ver si habría algún testigo en caso de que la señora Pew intentara hacerme algo.

Oí correrse el pestillo. La puerta se abrió un poco y noté olor a moho, como el de los sombreros y guantes viejos de las tiendas de segunda mano. Entonces vi un vestido negro, un cuello alto y una cara blanca con los labios rojos, unas cejas depiladas y perfiladas y unos ricitos negros que se sacudían, brillantes y grasientos. Unos ojos de araña me miraban fijamente. La señora Pew tenía arrugas alrededor de la boca y el carmín de los labios se extendía por ellas. Parecía estar sangrando.

—¿Sí? —me dijo con su voz cascada.

Tragué saliva y respondí:

—Hola, señora Pew. Padre me ha pedido que venga a ver si necesita algo.

Ella subió el volumen de su audífono y se inclinó hacia mí, y yo me aparté y repetí:

—¡Padre me ha pedido que venga a ver si necesita algo!

Estuve a punto de repetirlo otra vez, pero entonces ella negó con la cabeza, tiró de mi manga y me hizo entrar en el recibidor. Me volví y vi cerrarse la puerta. Se me aceleró el corazón.

Había un televisor a todo volumen. En la pantalla, una mujer delante de un camión en una autopista decía: «Ayer, una ola de frío polar provocó nevadas y heladas en gran parte del país por segunda vez en esta semana. El primer aviso del invierno lo tuvimos hace sólo dos días, cuando un octubre templado fue bruscamente interrumpido por una precipitación que dejó veinte centímetros de nieve. El tiempo está causando problemas en las carreteras y en el mar. Cuatro navegantes, entre ellos un menor de edad, tuvieron que ser rescatados ayer después de que su velero volcara frente a la costa de Plymouth. Estas dos nevadas han sorprendido a los meteorólogos…»

La señora Pew bajó el volumen y dijo:

—A ver, ¿qué pasa? ¡Habla, niña!

—¡¡¡Dice Padre que si necesita algo!!!

—¡Ah! ¡No hace falta que grites! Qué detalle por su parte. Pero dile que no necesito nada; en la despensa tengo latas suficientes para alimentar a un ejército.

—Vale —dije, y me volví para marcharme.

—¡Un momento, jovencita! ¿Has visto a Oscar?

—¿Qué?

—¿Has visto a Oscar?

—No.

—Anoche no vino a cenar —dijo—. Es muy raro. Normalmente, en cuanto cae una gota de lluvia no pisa la calle. Se esconde en algún rincón. Si lo ves, avísame, por favor.

Salí y fui hacia la verja; me flaqueaban las piernas. Me volví para decir adiós y entonces me detuve. En la puerta, la señora Pew se enjugaba las lágrimas con el pañuelo, pero le temblaba tanto la cabeza que no podía hacerlo bien. Me dijo:

—No paro de pensar que le ha pasado alguna desgracia.

Miré hacia abajo y dije:

—Tengo que irme.

Padre, subido a la tapia junto al cobertizo, retiraba la nieve con un rastrillo.

—¡La señora Pew tiene suficientes latas para alimentar a un ejército —le grité—, pero no encuentra a Oscar! ¿Ahora ya podemos hablar?

—¿No ves que estoy ocupado?

—Sí.

—¡Ya hablaremos más tarde!

Pero después de limpiar el tejado se puso a retirar la nieve con una pala, de modo que también estaba ocupado, y después se puso a cortar leña, y después a leer el periódico, a escuchar la previsión del tiempo y a preparar la cena. Me entretuve jugando en el jardín. Hice un gato de nieve y un muñeco de nieve y un perro de nieve, y para entonces casi había pasado el día. A la hora de la cena Padre sólo estaba ocupado comiendo, así que dejé los cubiertos y dije:

—Padre, tengo que decirte una cosa. —Esperé a que él respondiera algo, pero, como permaneció callado, continué—: El domingo hice nieve para la Tierra de la Decoración. —Y añadí—: Quería que nevara.

Padre siguió masticando. Veía moverse su mandíbula. Creo que no quería precipitarse.

—Padre —continué—, hice nieve para la Tierra de la Decoración y entonces nevó. ¡Fue un milagro! Pasó dos veces, como yo quería. Pero no debes contárselo a nadie todavía, porque podrías asustarlos, y yo sólo acabo de descubrirlo.

Padre se quedó mirándome; creo que nunca me había mirado tanto rato seguido. Entonces se echó a reír. No paraba de reír. Cuando terminó de reír, dijo:

—Eres la monda. ¿Así que por eso querías que habláramos de los milagros?

—Sí —contesté. Confiaba en que la risa se debiera a la sorpresa—. Quería contártelo. Y lo hice otra vez, sólo para asegurarme, ¡y volvió a pasar! Y eso que tú habías dicho que no volvería a ocurrir. ¡Porque tuve fe!

—Lo que ocurre —dijo Padre— es que estás demasiadas horas encerrada en esa habitación. —Y entonces suspiró—. Mira, Judith, lo que hayas hecho para tu maqueta del mundo no tiene nada que ver con el mundo real. Siempre estás haciendo una cosa u otra. Es una coincidencia.

—¡No es una coincidencia! —salté, y me sentí rara, como si me diera fiebre—. Sin mí no habría pasado.

—¿Estás escuchándome?

—Sí. —Pero empecé a notar la cabeza llena otra vez, como el día que hice la nieve, como si dentro tuviera demasiadas cosas.

—Las niñas de diez años no hacen milagros, Judith —aseveró Padre.

—¿Y tú cómo lo sabes si no eres una niña de diez años? —pregunté.

Padre cerró los ojos y se presionó los párpados con el índice y el pulgar de una mano. A continuación los abrió y dijo que estaba harto de aquella conversación absurda. Cogió mi plato, a pesar de que yo no había terminado, lo puso encima del suyo y los llevó al fregadero; abrió el grifo y se puso a lavarlos.

Me levanté. Intenté hablar con calma.

—Ya sé que cuesta creerlo —dije—. Pero no ha pasado sólo una vez…

Padre levantó una mano.

—Ni una palabra más.

—¿Por qué?

Padre dejó de lavar los platos.

—¡Porque no! ¡Porque es peligroso!

—¿Peligroso para quiénes?

—Se dice «peligroso para quién».

—¿Peligroso para quién?

—Es peligroso pensar que tienes esa clase de poder. Es… es una impertinencia. Es una blasfemia. —Me miró fijamente—. ¿Quién te has creído que eres? Ha sido una coincidencia, Judith.

Oía lo que me decía Padre, pero tenía la cabeza demasiado caliente para pensar en el significado de sus palabras. Agaché la cabeza y, en voz baja, dije:

—Te equivocas.

—¿Qué has dicho?

Lo miré.

—No fue ninguna coincidencia.

Padre levantó un brazo y cerró la puerta del armario de golpe. Entonces se inclinó sobre el fregadero y dijo:

—¡Pasas demasiado tiempo en esa habitación!

—¡Tengo un don! —exclamé—. ¡Hice un milagro!

Entonces se acercó a mí y dijo:

—Quiero que te olvides de todo eso ahora mismo, ¿me has entendido? Tú no tienes ningún don. Tú no puedes hacer milagros. ¿Queda claro?

Oía nuestra respiración y el goteo del grifo. Me dolía el pecho.

—¿Queda claro? —repitió Padre.

Por un instante, el dolor del pecho no me dejó respirar. Y entonces fue como si apagaran un interruptor y dejé de notar aquel calor. El dolor desapareció y me sentí fría y distanciada de las cosas.

—Sí —contesté, y fui hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—A mi habitación.

—Nada de eso. Cuanto menos tiempo pases en esa habitación, mejor. Seca los platos y después ya te buscaré otra tarea.

Sequé los platos y clasifiqué revistas de la Biblia. Puse las más viejas en lo alto del montón y las más recientes debajo. Fui a buscar cuatro cubos de leña pequeña y dos de carbón y los dejé junto a la Rayburn.

Padre me dijo que había amontonado muy bien la leña pequeña, pero lo dijo porque se sentía culpable por haberme gritado, como siempre. Yo no dije nada porque no quería perdonarlo tan fácilmente.

Esperé hasta las nueve y entonces dije buenas noches y subí a mi habitación y saqué mi diario y escribí todo esto, todo lo que había pasado desde el domingo. Porque era demasiado importante para no escribirlo, y ya que no podía hablar de ello tenía que escribirlo en algún sitio.