Otra vez el campo

Y durmiendo tuve mi sueño favorito, el de las dos primeras personitas que había hecho, la muñeca de trapo con las flores y el muñeco de alambre del jersey verde, y éramos Padre y yo.

Padre me daba la mano y cruzábamos un prado y dejábamos un rastro en la hierba. A veces íbamos hacia la derecha y a veces hacia la izquierda. A veces yo me adelantaba y a veces se adelantaba Padre. Yo le preguntaba cómo sería la Tierra de la Decoración y él me decía: «Estamos aquí, Judith; ya no hace falta que me lo preguntes», y yo miraba alrededor y veía que Padre tenía razón. Por primera vez aquello no era el mundo de mentira sino el mundo real, con hierba de verdad y un cielo de verdad y árboles de verdad, y entonces miraba hacia abajo y veía que no éramos muñecos sino nosotros mismos, y era maravilloso.

El sol nos teñía de rosa la cara y nuestras sombras se alargaban. Yo hablaba y Padre escuchaba y me miraba a los ojos, y eso también era maravilloso. Pero al cabo de un rato Padre empezaba a hablar antes de que yo hubiese terminado y sus respuestas no tenían sentido, y me daba cuenta de que no estaba hablándome a mí. Entonces me fijaba y veía que no era yo, y me preguntaba quién era y dónde estaba si no estaba allí, porque seguía viéndolo y oyéndolo todo perfectamente.

Veía a las dos personitas caminar entre la hierba crecida. Iban haciéndose cada vez más pequeñas; luego se daban la mano y echaban a correr. Las llamaba, pero no me oían. Yo era grande y ellas pequeñas, y se alejaban de mí. Habría hecho cualquier cosa por ser pequeña, pero veía que no lo era ni lo sería nunca.

Bajaban hasta el río, adonde no llegaba el sol y donde las golondrinas zapadoras pasaban como flechas, y allí, entre el agua y la penumbra, los perdía.