Domingo
Hay cosas de las que no pueden librarse ni los que hacen milagros. Ese domingo me enteré de que Josie me había hecho un poncho.
—No; es un chal —dijo May.
—No, no —dijo Elsie—. Es un poncho.
—Naranja, con conchas y borlas —apuntó May.
—¿Seguro que eran conchas? —preguntó Elsie—. Creía que eran perlas.
—Conchas —insistió May—. De esas pequeñas que se pueden ensartar. Bueno, el caso es que te está buscando.
—Qué suerte tienes, ¿verdad? —dijo Elsie.
Me pasé el resto del tiempo antes de la reunión escondida en los lavabos.
Alf dio la charla. No paraba de sacar y meter la lengua por las comisuras de la boca. «¿Qué nos pide Dios que hagamos, hermanos?», dijo. Paseó la mirada por la sala; estaba colorado y tenía los ojos muy abiertos. Al cabo de media hora empezó a dolerme la cabeza de escucharlo, pero también podían ser los efluvios que emanaba tía Nel, que esa mañana eran más intensos de lo habitual. Hasta las rosas amarillas de plástico parecían desmejoradas.
Alf subió la voz. Agitaba tanto los brazos que temí que se le enredaran con el cable del micrófono. «¿Qué nos pide Dios que hagamos?», repitió. Cuando lo dijo por tercera vez, no pude aguantarlo más y levanté la mano y dije: «¿Rellenar nuestros boletines?», porque generalmente ésa es la respuesta correcta. Pero todos rieron. Después Padre me explicó que Alf había hecho una pregunta retórica, que es una pregunta que se formula pero no se espera que nadie conteste.
Alf repuso que sí, que claro, que Dios quería que rellenáramos nuestros boletines, pero que también quería que tuviéramos fe.
Metí la uña en un lado de mi Biblia. Yo tenía fe, mucha más de la que ellos imaginaban. Había hecho cosas que no podían ni sospechar. Si lo supieran, no se reirían de mí. Si lo supieran, se quedarían asombrados.
No pude evitar pensar que era extraño que nadie hubiese notado que me había convertido en el Instrumento de Dios. Yo creía que a esas alturas ya se me notaría. Decidí preguntarle a tío Stan la dirección del hermano Michaels. Estaba segura de que él sí me tomaría en serio.
Después de la reunión me acerqué al tío Stan y le toqué el brazo.
—¿Podrías darme la dirección del hermano Michaels, o su teléfono?
—¿Del hermano Michaels?
—Sí.
—¿Para qué lo quieres, guapa?
—Tengo que contarle lo de la semilla de mostaza y lo del milagro.
Stan sonrió y dijo:
—Claro.
—¿Cómo?
—Que sí, que te la buscaré.
—Ah…
—Si no te la traigo a la próxima reunión, recuérdamelo —añadió, y empezó a guardar unos papeles en su maletín.
Tal vez no hubiera oído lo que le había dicho.
—Tío Stan —dije—. ¡Hice un milagro! ¡Hice que nevara!
—Ah, ¿sí?
—¿Cómo que «ah, sí»? —Volvía a notar aquel calor.
—Judith… —dijo, y me puso una mano en la cabeza.
—¡No me lo estoy inventando! No pensaba decírtelo, pero se me ha escapado. Por eso necesito la dirección del hermano Michaels. Esto va en serio. Necesito saber qué tengo que hacer ahora. Con mi poder.
—Bueno, seguro que el hermano Michaels sabrá aconsejarte, corazón —dijo tío Stan—. Ahora necesito ver a Alf…
Pero no tuvo que tomarse la molestia, porque entonces vi un sombrero rosado con plumas anaranjadas que venía hacia nosotros. Josie me buscaba con la mirada entre la gente.
—Yo también tengo que irme —dije, y me escabullí hacia el final de la fila. Tenía la impresión de que, si Josie no me encontraba pronto, enviaría una cuadrilla a buscarme.