El regalo

El miércoles Neil Lewis puso un gusano en mi plato de curry y me metió en el cubo de la basura y tuve que aporrear la tapa hasta que me oyó el conserje, el señor Potts. Cuando vio cómo llevaba la ropa, Padre se enfadó y dijo que estaba harto, pero yo no dije nada de Neil porque no quería que Padre tuviera que ir a la escuela. Subí a mi habitación y conté una historia en la Tierra de la Decoración.

El jueves Neil me tiró de la silla e intentó quemar mi mochila en el patio. Cuando Padre vio mi mochila dijo: «¡Maldita sea, Judith, el dinero no crece en los árboles!», y comprendí que estaba muy enfadado porque había blasfemado. Subí a mi habitación y jugué con la Tierra de la Decoración y conté una historia sobre un paraguas con estampado de flamencos. Si lo hubieran abierto, todos los flamencos habrían salido volando, pero nunca lo abrieron, porque a la niña que era la dueña del paraguas le gustaba tanto que no quería que se mojara.

El viernes no levanté la cabeza de mis libros ni una vez, porque si hubiera visto a Neil no habría podido disimular lo enfadada que estaba. Y era curioso, porque no recordaba haber estado enfadada antes de descubrir mi poder, sólo asustada; pero ahora que lo había descubierto estaba muy enfadada, como si algo diera vueltas a toda velocidad dentro de mí, igual que el Correcaminos, tratando de salir.

Esa mañana el señor Davies tenía la cara color masilla. Se ajustó las gafas y vi que le temblaba la mano. Tenía la frente cubierta de sudor. A las once menos diez dio una palmada en la mesa, buscó la botella que guardaba dentro del cajón y se levantó. Dijo:

—Vuelvo dentro de cinco minutos. Seguid trabajando en silencio y recordad: ¡corregiré la ortografía y la gramática!

Cuando salió del aula se armó mucho jaleo. Agaché la cabeza sobre mi libreta y apoyé la frente en una mano. Estábamos escribiendo una redacción. Me gustan las redacciones, pero el tema era «Regalos», y me costaba escribir sobre eso. Los hermanos no celebran la Navidad ni los cumpleaños, y Padre nunca compraba regalos porque decía que en el mundo había mucho materialismo y que nosotros no teníamos por qué contribuir a que aumentara. Supongo que habría podido escribir sobre algún regalo de Josie, pero no me apetecía.

—A mí por Navidad me van a regalar un poni —dijo Gemma.

—A mí una cama elástica —dijo Keri.

—A mí unos patines —dijo Rhian.

Y entonces Gemma me miró y preguntó:

—Vosotros no celebráis la Navidad, ¿verdad?

—No —contesté—, porque no es el cumpleaños de Jesús. Es el cumpleaños del dios del sol romano.

—Y tampoco celebráis los cumpleaños —dijo Rhian.

—No, porque eran celebraciones paganas y en los únicos cumpleaños registrados en la Biblia decapitaban a la gente.

—Y tampoco tenéis televisor —dijo Keri.

—No —repuse—, porque cuando mis padres se casaron mi padre dijo: o el televisor o yo. Y mi madre se equivocó.

Ellos no entendieron el chiste. Me miraron con esa cara con que me miran, con una ceja enarcada, la barbilla retraída y el entrecejo fruncido. Y Keri dijo:

—Tú no tienes madre, ¿verdad?

Y me quedé callada.

—Bueno, pero Jesús sí nació el día de Navidad —dijo Gemma—. Eso lo sabe todo el mundo. —Me dio la espalda y reculando me obligó a sentarme en el borde del pupitre.

Pero no me importó, porque de pronto sabía sobre qué quería escribir: sobre la nieve. Era el mejor regalo que me habían hecho nunca, mejor que cualquier regalo de Navidad o de cumpleaños, y no era peligroso escribir sobre ella, porque Padre sólo había dicho que no debía hablar de milagros, y además nadie iba a leer mi libreta excepto el señor Davies, que escribía «Muy bien» al final de todos los ejercicios. Una vez escribí que prefería morirme que ir a la escuela y también le puso un «Muy bien» al final.

Tracé un margen con la regla. Anoté la fecha. Cerré los ojos y el murmullo del aula disminuyó. Oí que el viento arreciaba. Sentí que hacía más frío. La blancura llenaba mis ojos. Todo se oscureció.

No sé cuánto rato llevaba escribiendo cuando noté algo detrás de mí. Me volví y vi a Neil Lewis allí plantado, con cara de contento, como si acabara de encontrar algo que se le hubiese perdido.

—¿Qué haces, tarada? —dijo.

—Nada —contesté.

Abrí el cajón para guardar mi libreta, pero él se me adelantó.

Aferré la libreta, pero Neil era más fuerte que yo. Volví a agarrarla y él la levantó por encima de mi cabeza, arrebatándomela. Entonces me quedé muy quieta y me miré las manos.

Neil buscó la página en que yo estaba escribiendo. Leyó en voz alta: «Me han hecho el regalo más bonito de mi vida he descubierto que tengo un don fue mágico ocurrió el domingo hice que nevara.» Arrugó la frente. Entonces se echó a reír y gritó:

—¡Eh! ¡Mirad esto! ¡Judith tiene poderes mágicos!

Hubo carcajadas. Hubo gritos. Los niños formaron un corro alrededor de mí.

Neil siguió leyendo:

—«Hice que nevara lo hice en mi habitación lo hice con algodón y azúcar…»

Gritos.

—«Dios me enseñó cómo hacerlo…»

Carcajadas.

—«Fue un mi… mir… un milag… mila… No hay otra ex… exp… expli… —Neil carraspeó—. Otra expli… expli… —Frunció el entrecejo—. A medida que nos acer… acer… a la co… con… conclu… debemos estar ale… —Estaba poniéndose colorado—. A medida que nos a… a… acer… acer… a la co… con… conclu… debemos estar ale… vemos un in… in… incre… de he… hech… so… sobre… na…

Todos lo miraban fijamente.

—¿Qué coño pasa? —dijo Neil, y me lanzó la libreta contra el pecho.

—¡Gracias! —dije, como si todo aquello sólo fuera una broma, pero me temblaban tanto las manos que no podía abrir el cajón.

Neil estaba muy serio. Se acercó a mí y volví a ver lo azules que eran sus ojos. En voz baja me dijo:

—Así que tienes poderes mágicos. Así que hiciste que nevara.

Intenté sonreír, pero me temblaban los labios. Se acercó más. Subió la voz.

—Pero en realidad tienes miedo, ¿verdad? Ahora tienes miedo. Te estás cagando de miedo. —Hizo una mueca—. El fin del mundo. ¡Ooooh, qué miedo teeengo!

Hubo risas y gritos. Neil se incorporó y sonrió. Entonces se alejó tan tranquilo. Y mientras se iba surgió algo dentro de mí. Me recorrió los brazos hasta los dedos. Ascendió por el cuello hasta el cuero cabelludo. Y oí una voz:

—Lo tendrás. —Me pareció que lo decía yo.

—¿Cómo? —dijo Neil.

Alguien más dijo:

—Ay, madre mía.

—Lo tendrás —repetí. Y esta vez no tuve duda de que era yo quien hablaba.

Neil empezó a torcer el gesto, como si hubiera notado un mal olor, como cuando Gareth se tiraba un pedo. Vino hasta mí y, en voz baja y muy despacio, como si cada una de sus palabras fuera tan enorme y pesada que apenas pudiera pronunciarla, me dijo:

—No sirves para nada.

Tenía la cabeza tan caliente que no podía pensar. Tan caliente que no veía nada. Dije:

—Al menos sé leer.

Se hizo el silencio, un silencio absoluto. Entonces alguien rió. El sonido rebotó como si lo hubiera soltado un muelle. Burbujeó por debajo del fluorescente del techo antes de que el silencio lo alcanzara y lo estrangulase.

La cara de Neil hacía cosas muy raras. Cambiaba y volvía a cambiar mientras yo lo miraba, como si algo estuviera atravesándola.

—Eres una desgraciada de mierda —dijo.

Me levanté y oí un estruendo y mi cuerpo estaba lleno de sangre bullente.

—El desgraciado eres tú —repliqué—. Eres el desgraciado más grande del mundo. Déjame en paz, Neil Lewis, o te arrepentirás.

—¿Qué vas a hacerle? —gritó alguien—. ¿Convertirlo en sapo?

—Podría —dije—. Si quisiera. —Miré a Neil y susurré—: Puedo hacer cualquier cosa que me proponga.

Entonces pasaron tres cosas: Neil se arrojó hacia delante, yo di un paso atrás y se abrió la puerta.

El señor Davies dijo:

—¿Qué hacéis todos levantados?

Neil y yo nos miramos. El señor Davies preguntó:

—¿Qué os pasa a vosotros dos? ¿Acaso no me habéis oído?

Neil volvió a su pupitre.

—Gracias —dijo el señor Davies.

Me senté, por suerte, porque mis piernas ya no parecían sólidas.

—Ay, madre mía —musitó Gemma.

—Te matará —dijo Keri.

—¿Es verdad que puedes hacer magia? —me preguntó Rhian.

Me incliné sobre mi libreta. Intenté buscar la página donde estaba escribiendo. Pero era como si tuviese dos cuerdas invisibles en la espalda, y cada vez que me movía, las cuerdas también se movían. Me volví y vi que Neil me miraba fijamente. Cogió un lápiz con una mano y sin dejar de mirarme a los ojos lo partió por la mitad.

Me recorrió una oleada de calor y noté que me caía. Pero también noté otra cosa: un cosquilleo por todo el cuerpo, como si me estuviera iluminando, como el día que el hermano Michaels nos había hablado de la semilla de mostaza, como el día que había visto nevar.

Y entonces pensé en la nieve, y en que al principio caía suavemente, y en que los copos se fundían sin dejar rastro. Pero al poco rato la nieve ya cubría las calles y las casas y limpiaba la ciudad y aplanaba las cunetas y hacía desaparecer la montaña y cerraba la fábrica y cortaba la electricidad y gritaba desde la primera plana de todos los periódicos con letras negras de quince centímetros. Pensé en la nieve, que cayó del cielo mientras yo dormía y dejó el mundo blanco.