Mover montañas

El sábado por la mañana desperté de un sueño en el que nadaba en una taza de váter gigante y Neil Lewis me sacaba con una caña de pescar. Al salir del agua abrí los ojos. El reloj de la mesilla marcaba las 9.48. En cuarenta y siete horas y doce minutos quizá estuviese muerta.

Ese día practiqué mucho y conseguí aguantar la respiración veintiocho segundos. A la hora de acostarme me dolía el estómago y tuve que tomar Gaviscon y comer galletas saladas. El domingo volví a despertarme como si saliese del agua y tenía la ropa pegada al cuerpo y el dolor era aún peor. Miré la hora. Sólo faltaban veintiséis horas.

No pude desayunar nada, pero Padre no lo advirtió. Dejó un montón de leña junto a la cocina Rayburn y se bebió su té.

—¿Estás lista?

Estaba lista. Llevaba mi mejor pichi y la blusa con rosas en el cuello y los zapatos negros de charol. Me había hecho dos trenzas. No sé si estaban muy rectas. Padre cogió su abrigo de piel de borrego y su gorra y yo me puse mi abrigo de lana.

Fuera todo estaba en silencio y hacía mucho frío. Había neblina y el cielo era un mazacote de nubes del color de las plumas. No había nadie, sólo el perro del número 29. Pasamos la rotonda y torcimos colina abajo. Veía la ciudad, las antenas y las chimeneas y los tejados, la fábrica y el río y las torres de alta tensión que desfilaban por el valle igual que gigantes solitarios. Y en el fondo del valle estaba la fábrica, una cosa enorme y negra con chimeneas y torres y escaleras y tuberías y por encima enormes nubes de humo.

Al llegar al pie de la colina pasamos por delante del aparcamiento de varios pisos, el bingo, el Club Laborista, la oficina de empleo, la estafeta de apuestas y el pub, donde el olor a lejía se mezcla con el olor a cerveza. Los fines de semana hay globos de agua en la acera y a veces pañales manchados de rojo. Una vez vi una jeringuilla y tuvimos que cruzar la calle.

En nuestra ciudad parece que nada esté donde debería. Hay motores de coches en los jardines y bolsas de plástico en los arbustos y carritos de supermercado en el río. Hay botellas en la alcantarilla y ratones en el contenedor de recogida de vidrio, muros con palabras escritas y letreros tachados con garabatos. Hay farolas sin bombilla y agujeros en la calzada y agujeros en la acera y agujeros en los tubos de escape. Hay casas con las ventanas rotas y hombres con los dientes rotos y columpios con los asientos rotos. Hay perros sin orejas y gatos tuertos y una vez vi un pájaro casi sin plumas.

Pasamos por delante del Woolworths, el Todo a Cien, el supermercado Kwik Save y la Cooperativa. Nos metimos por el túnel que pasa por debajo del puente, donde las paredes son verde oscuro y gotean, y cuando salimos al otro lado nos encontramos en un descampado y allí estaba el Centro de Reunión. El Centro de Reunión es un barracón metálico negro con tres ventanas en cada lado. Dentro hay muchos asientos rojos, y en las repisas de las ventanas, tiestos con rosas amarillas de plástico con gotas de agua falsas repartidas por los pétalos.

Padre y Madre ayudaron a construir el Centro de Reunión. No es muy grande, pero pertenece a los hermanos. Por aquel entonces la congregación tenía pocos miembros, sólo cuatro o cinco. Sin Padre y Madre seguramente habría desaparecido, pero ellos siguieron predicando y al final se bautizó más gente. Fue maravilloso que terminaran por conseguir un sitio para ellos. Tardaron tres años en construirlo, y todo el dinero provenía de las donaciones de los hermanos.

En el Centro de Reunión hacía frío porque los radiadores todavía no se habían calentado. Elsie y May hablaban con la anciana Nel Brown, sentada en su silla de ruedas.

—Pero ¡si es mi tesorito! —exclamó May.

—Pero ¡si es mi amorcito! —dijo Elsie.

—¡Qué niña tan adorable! —añadió May, y me dio un abrazo.

—¡Esta niña es una bendición! —declaró Elsie, y me dio un beso en la mejilla.

May me informó:

—Tía Nel nos estaba contando la vez que se peleó con el cura.

—¿Una uva? —me ofreció Nel. No le quedaban dientes y le temblaba la barbilla al masticar. Tenía bigote en el labio superior y saliva en el inferior.

—No, gracias, tía Nel —contesté. Estaba demasiado preocupada para comer, y aunque no lo hubiera estado no me habría apetecido una uva porque tía Nel huele a pis.

Entonces apareció tío Stan. Tío Stan es el supervisor. Bebe leche porque tiene una úlcera y es de «Bímingum». Por lo visto, «Bímingum» es un Antro de Vicio y Perdición aún peor que nuestra ciudad. Allí fue donde se le hizo la úlcera de estómago, aunque hay quien dice que se le hizo por culpa de tía Margaret. Stan abrazó a tía Nel y le dijo:

—¿Cómo está mi hermana favorita?

—A esta alfombra le vendría bien un poco de aspirador —observó Nel.

Tío Stan dejó de sonreír. Miró la alfombra y dijo:

—Es verdad.

Stan fue a buscar el aspirador y yo fui a buscar a Padre. Lo encontré en la sala de lectura, seleccionando junto con Brian las revistas sobrantes del mes anterior. Brian tiene pequeñas escamas blancas en los hombros de la chaqueta y en el pelo.

—¿Có… có… cómo estás, Ju… Ju… Judith? —me saludó.

—Muy bien, gracias —respondí. Pero no era verdad. Volvía a dolerme el estómago. Había dejado de pensar en Neil un momento, pero ya volvía a acordarme de él.

Entonces vino Alf. Sacaba y metía la lengua una y otra vez por las comisuras de la boca, igual que un lagarto. Le dijo a Padre: «¿Tenemos los boletines?», y Padre asintió con la cabeza. Alf es lo que Padre llama el «número dos». No mide mucho más que yo, aunque lleva botas de tacón. Está casi completamente calvo y se peina el poco pelo que le queda hacia un lado formando una cortinilla. Una vez vi que el viento se la levantaba mientras predicábamos, y se metió a toda prisa en el coche y dijo: «¡Corre a comprarme un bote de laca!», y no quiso salir del coche hasta que estuve de regreso.

Llegó tío Stan cargando con el aspirador. Estaba pálido.

—El orador no ha llegado —dijo—. Si no se presenta, no quiero dar la charla.

—Vendrá —dijo Padre.

—Yo no estoy tan seguro —dijo Alf, y se subió los pantalones—. El último orador que tenía que venir se perdió. —De pronto me vio y dejó de fruncir el entrecejo—. Josie tiene una cosa para ti.

No me gustó su forma de sonreír.

—¿Qué es? —pregunté.

—Lo educado es decir «gracias», Judith —me reprendió Padre. Me miró arrugando la frente, como si se hubiera enfadado, así que me sonrojé y agaché la cabeza.

Pero Alf dijo:

—No puedo decírtelo. Si te lo dijera, ya no sería una sorpresa.

Josie es la mujer de Alf. Es muy bajita y muy gorda, lleva una larga coleta blanca y tiene una boca que parece una ranura en cuyas comisuras se acumula una saliva pastosa que cuando habla se estira como un acordeón. Viste de un modo raro y le gusta confeccionar ropa para los demás. De momento a mí me ha hecho: un vestido de ganchillo con rosas azules y naranja por el que no paró de preguntarme hasta que encogió en la lavadora; una falda azul turquesa con ribete alrededor del bajo que llegaba hasta el suelo; una funda de ganchillo para el rollo de papel higiénico con forma de muñeca Cenicienta que Padre se negó a poner en el cuarto de baño y que por eso convertí en una montaña para la Tierra de la Decoración; una funda para la tapa del váter que ahora sirve para que no pase la corriente de aire por debajo de la puerta de atrás; unos calientapiés azul eléctrico; un body naranja; dos rebecas y un pasamontañas. Josie debe de pensar que somos muy pobres, que soy mucho más alta de lo que soy o que paso mucho frío. Un día le diré que se equivoca: que no somos ricos pero tenemos suficiente dinero para comprarnos ropa; que, aunque tal vez parezca mayor de lo que soy porque leo bien la Biblia y hablo con los adultos, sólo tengo diez años y mido un metro treinta, y que la mayor parte del tiempo estoy a una temperatura adecuada.

La busqué por la sala, pero no la encontré. Para refugiarme, me puse al lado del equipo de sonido con Gordon. En nuestra congregación no hay nadie de mi edad, por eso hablo con Gordon aunque sea mucho mayor que yo. Gordon comprobaba los micrófonos dándoles golpecitos con un dedo.

Miré la hora. Faltaban exactamente veintitrés horas para que Neil Lewis me metiera la cabeza en el váter. No había nada que hacer. Gordon estaba ocupado montando los micrófonos. Le pregunté:

—¿Tienes una pastilla de menta?

Rebuscó en su bolsillo, desenrolló el envoltorio de un paquete y dejó caer en mi mano una tableta blanca y recubierta de polvillo. «Gracias», le dije. Sólo le pido pastillas de menta en caso de emergencia. Gordon se metió dos en la boca y siguió desenredando cables.

Gordon ha dejado hace poco la heroína. Se enganchó a la heroína porque se juntó con Gente Mala. Ahora Combate la Depresión, de modo que hace bien viniendo a las reuniones. Al principio fue difícil. Parecía que tendríamos que Apartar a Gordon porque se lo consideraba una mala influencia. Dicen que Dios hizo prender Su luz en el corazón de Gordon, pero yo creo que su recuperación tiene que ver con las pastillas de menta extrafuertes. Padre decía que la heroína hace feliz a la gente porque elimina el dolor; las pastillas de menta te hacen feliz porque cuando has terminado de comerte una te das cuenta de que ya no te duele nada. Viene a ser lo mismo. Lo malo es que Gordon se está acostumbrando a las pastillas de menta. Puede tomarse hasta cuatro seguidas. No sé qué va a pasar cuando consiga pulírselas todas, porque no existen pastillas más fuertes.

En la sala se había reunido mucha gente, al menos para tratarse de nuestra congregación: calculo que unas treinta personas. Incluso había algunas caras que no solemos ver. Pauline, la mujer que tenía el poltergeist que tío Stan exorcizó la primavera pasada; Sheila, del refugio para mujeres maltratadas; Geena, del manicomio, con cicatrices en los brazos, y Wild Charlie Powell, que vive en el bosque, en una cabaña de madera rodeada de abetos. Parecía que fuera a pasar algo especial, pero no se me ocurría el qué.

Alf, subido a la tarima, le dio unos golpecitos al micrófono y anunció:

—Hermanos y hermanas, podéis ir tomando asiento, la reunión está a punto de empezar.

Eso significaba que el orador no se había presentado. Me imaginé su coche cayendo por un precipicio, sus gritos cada vez más débiles, hasta que un amasijo de metal destrozado desaparecía en la neblina.

—Hasta luego —le dije a Gordon, y fui a sentarme.

Padre y yo siempre nos sentamos en la primera fila y nuestras rodillas rozan la tarima. Me da tortícolis de mirar hacia arriba. Padre dice que es mejor eso que distraerse. La Distracción conduce a la Destrucción. Pero la primera fila cuenta con sus propias distracciones. Una de ellas es el olor de tía Nel. Agradecí tener en la boca una pastilla de menta extrafuerte.

Nos pusimos en pie para entonar Las alegrías de servir al Reino. Padre cantaba muy alto, sacando el sonido de lo más hondo de su pecho, pero yo no podía cantar, en parte porque pensaba en Neil y en parte porque la pastilla de menta extrafuerte había absorbido toda la saliva de mi boca. Padre me dio un leve codazo y arrugó la frente, así que me pegué la pastilla de menta en la cara interna de la mejilla y vociferé tan fuerte como él.

Como no había orador, tuvimos que empezar por el estudio de la revista. Se titulaba Iluminadores del mundo y trataba de que no debemos esconder nuestra luz bajo un cuévano, que resultó ser una especie de cesto. Alf dijo que la mejor forma de hacerlo era rellenar un boletín. Padre intervino diciendo que ser el portavoz de Dios era un privilegio. Elsie intervino diciendo que había muchos escépticos, pero que si no se lo explicábamos a la gente, ¿cómo iban a saberlo? Brian dijo: «L… l… lo que pa… pa… pasa es que…», pero no llegamos a enterarnos de qué era lo que pasaba. Tía Nel agitó una mano, aunque resultó que sólo intentaba decirle a May que se le había escapado el pis.

A esas alturas mi pastilla de menta ya se había deshecho, así que levanté la mano y dije lo contento que debía de estar Dios de ver todas aquellas lucecitas brillando en la oscuridad, y Alf dijo:

—¡Sí, todos vemos brillar tu luz, hermana McPherson!

Pero mi luz no brillaba, y tampoco estaba contenta, y entonces pensé que me gustaría no ser una luz de Dios, ya que si no lo fuera Neil Lewis no querría meterme la cabeza en el váter.

Cuando terminamos el estudio de la revista, Padre subió a la tarima y dijo:

—Y ahora, hermanos, debido a circunstancias imprevistas…

Vi que tío Stan recogía sus papeles y se secaba el cuello con el pañuelo. Entonces una corriente de aire recorrió la sala y oímos que se cerraba la puerta de la calle.

Me di la vuelta y vi entrar a un hombre por la puerta de doble batiente del vestíbulo. Debía de haberla abierto el viento, y se mantuvo abierta de par en par mientras pasaba el hombre, que a continuación la cerró. Tenía la tez de un tono caramelo y el pelo negro azabache. Parecía uno de esos personajes de la antigüedad, sólo que no llevaba túnica sino un traje azul marino que cuando le daba la luz brillaba como la gasolina en un charco. El hombre vino directamente hasta nuestra fila y se sentó al final; me llegó un olor a pastel de fruta y vino.

Alf se acercó al recién llegado, le dijo algo al oído y después le hizo una señal con la cabeza a Padre. Éste sonrió y dijo:

—Y estamos muy contentos de dar la bienvenida al…

—Hermano Michaels —dijo el hombre. Tenía una voz muy rara. Parecía chocolate negro.

—¿Nuestro orador invitado de…?

Pero el hermano Michaels no pareció oírlo. Padre repitió la frase interrogativa, pero el hermano Michaels se limitó a sonreír.

—No importa, hermano, estamos muy contentos de recibirte —añadió Padre, y se sentó.

Hubo muchos aplausos, y entonces el hermano Michaels subió a la tarima. No llevaba notas. Sacó algo de su maletín y lo puso en el podio. Entonces levantó la cabeza y pude apreciar qué oscura era su piel, y el pelo también; en cambio, los ojos eran extraños y muy claros.

—¡Qué hermosas montañas tenéis aquí, hermanos! —exclamó.

Todos se quedaron muy sorprendidos. Nadie había comentado nunca que nuestro valle fuera bonito. El hermano Michaels continuó:

—¿No os parece? He pasado por ellas hoy en el coche y he pensado que sois muy afortunados por vivir aquí. Desde la cima me parecía poder ver entre las nubes.

Miré por la ventana. El hermano Michaels debía de estar loco o necesitar gafas; las nubes estaban aún más bajas que hacía un rato; no podías ver un palmo más allá de tu nariz.

Sonrió.

—El tema de nuestra charla de hoy es «Mover montañas». ¿Qué creéis que necesitaríais, hermanos, para mover esa de allí?

—Dinamita —contestó Alf.

—No podríamos —dijo tío Stan.

—Una excavadora muy grande —aportó Gordon, y todos rieron.

El hermano Michaels levantó algo sujetándolo entre el índice y el pulgar.

—¿Sabéis qué es esto?

—No hay nada —susurré, pero Padre sonrió.

—¿Cuántos de vosotros creéis que estoy sujetando algo? —preguntó el hermano Michaels.

Algunos levantaron la mano, pero muchos no. Padre seguía sonriendo y levantó la mano, así que yo también la levanté. El hermano Michaels puso una hoja de papel justo debajo del micrófono. Entonces separó el índice y el pulgar y todos oímos caer algo.

—Los que hayáis pensado que sujetaba algo podéis alegraros —dijo—, porque estabais mirando con los ojos de la fe.

—¿Qué es? —pregunté, pero Padre me hizo callar llevándose un dedo a los labios.

—Esto, hermanos, es una semilla de mostaza —dijo el hermano Michaels, y nos mostró un dibujo ampliado de una semilla de mostaza. Parecía una pelotita amarilla—. Es la semilla más pequeña que existe, pero crece hasta convertirse en un árbol donde se posan los pájaros celestiales. —Y entonces se puso a hablar del mundo.

Dijo que el pueblo de Dios tendría que soportar muchas dificultades antes del fin del sistema. Dijo que el Diablo rondaba por la tierra ansioso por devorar a alguien. Leímos un texto sobre los israelitas que dejaron de creer que llegarían a la Tierra de la Decoración, que se burlaban de los milagros de Dios y de quienes hacían milagros.

—Que nosotros nunca seamos así —dijo—. No todos los hombres tienen fe. El mundo se burla de la fe. A muchos jamás se les ocurriría ordenarle a esa montaña que se moviera. Pero abrid vuestras Biblias, hermanos, y veamos qué dice Jesús.

Entonces empezó a leer, y mientras él leía mi corazón latía con fuerza y era como si estuviera iluminándose.

—«Porque en verdad os digo que, si tuvieseis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: “Vete desde aquí hasta allá”, y se iría, y nada os sería imposible.»

»Jesús hablaba metafóricamente, por supuesto —aclaró—. No podemos mover montañas. Pero si tenemos fe podemos hacer cosas que creíamos imposibles. La fe ve la montaña como si ya se hubiera movido, hermanos. No basta con pensar cómo será el nuevo mundo: tenemos que imaginarnos allí; y mientras pensamos cómo será, todavía estamos aquí. Pero la fe tiene alas. Puede llevarnos a donde queramos.

Entonces empezó a hablar, y era como escuchar una historia fabulosa que se iba desgranando. Yo conocía esa historia, pero no recordaba haberla oído nunca, o no recordaba que me la hubieran contado así.

Al principio, dijo el hermano Michaels, la vida era prodigiosa. Los humanos vivían eternamente y nunca enfermaban. Todos los frutos, todos los animales, todas las regiones de la tierra eran un reflejo perfecto de la gloria de Dios, y la relación entre los humanos también era perfecta. Pero Adán y Eva perdieron una cosa: perdieron la fe en Dios. Empezaron a morir, las células de sus cuerpos empezaron a deteriorarse, y fueron expulsados del Jardín.

—A partir de entonces sólo había vestigios de cómo eran las cosas antes: una puesta de sol, un huracán, un arbusto golpeado por un rayo. Y la fe se convirtió en algo por lo que rezabas en una habitación a medianoche o en un campo de batalla o en el estómago de una ballena o en una caldera hirviendo. La fe se convirtió en un salto, porque había un abismo entre cómo eran las cosas y cómo habían sido. Era el espacio donde ocurrían los milagros.

»Todo es posible, en cualquier momento y en cualquier lugar y para cualquier persona. Si creéis que no lo es, es sólo porque no veis lo cerca que estáis, no veis que sólo necesitáis hacer algo muy pequeño y todo vendrá a vosotros. Los milagros no tienen por qué ser espectaculares y pueden ocurrir en los sitios más inverosímiles; los milagros funcionan mejor con las cosas corrientes. Pablo dice: «La fe es la espera serena de cosas largo tiempo deseadas, la demostración evidente de realidades no contempladas», y si tenemos aunque sólo sea un poco de fe, lo otro vendrá solo, hermanos. Es posible que obtengamos más de lo que habíamos soñado.

La charla había terminado, pero durante un instante nadie aplaudió, hasta que de pronto estalló una tormenta de aplausos. Sentí que me había despertado. Pero llevaba dormida más tiempo del que había durado la charla; sentí que llevaba toda la vida dormida.

Estaba deseando que terminaran la canción y la oración. Pensé que el hermano Michaels era la persona ideal para hablarle de Neil Lewis.

Me quedé de pie al lado del hermano Michaels y esperé a que tío Stan acabara de hablar con él. Pero cuando Stan se marchó vinieron Elsie y May. Y luego Alf. El hermano Michaels les estrechó la mano a todos, los escuchó y asintió con la cabeza; sonreía y sonreía. Nadie quería separarse de él.

Empecé a pensar que nunca conseguiría hablarle, pero al final hubo una interrupción y el hermano Michaels se volvió para guardar sus papeles en el maletín y me vio.

—Hola —dijo—. ¿Quién eres tú?

—Judith —contesté.

—¿Has sido tú la que ha dado esa respuesta tan bonita?

—No lo sé.

—Creo que sí. —El hermano Michaels me tendió la mano—. Me alegro de conocerte.

—Me ha gustado su charla —dije, pero a mi voz le pasaba algo raro—. Creo que nunca me había gustado tanto una charla.

—Gracias.

—¿Me dejaría ver la semilla de mostaza?

Él rió y dijo:

—Claro. Pero no sé si será la misma. —Sacó un tarrito lleno de semillas de su maletín.

—¡Nunca había visto una mostaza así!

—Es así antes de que la muelan.

—Me gustaría tener unas semillas —dije.

El hermano Michaels sacudió el tarrito y me puso unas semillas en la mano.

—Ya las tienes.

Me quedé contemplándolas. Estaba tan contenta que casi se me olvidó lo que quería pedirle.

—Hermano Michaels —dije por fin—, he venido a hablar con usted porque tengo un problema.

—Me lo imaginaba —repuso.

—Ah, ¿sí?

Asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Qué clase de problema?

—Una persona… Me temo que… —Suspiré. Entonces comprendí que debía explicárselo sin tapujos—. Creo que pronto dejaré de ser.

El hermano Michaels enarcó las cejas.

—O sea, que dejaré de existir —añadí.

El hermano Michaels bajó las cejas.

—¿Estás enferma?

—No.

Arrugó la frente.

—¿Eso te lo ha dicho alguien o sólo es una sensación que tienes?

Reflexioné un momento.

—No me lo ha dicho nadie. Pero estoy bastante segura.

—¿Y se lo has contado a alguien?

—No. Porque no hay nada que hacer.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —contesté. Por lo visto, los adultos creían que podías contárselo todo a tu maestro. No entendían que así sólo conseguías empeorar las cosas.

Se quedó callado un momento y luego dijo:

—¿Has probado rezando?

—Sí.

—A veces la respuesta a las oraciones tarda en llegar.

—Sólo tengo tiempo hasta mañana.

El hermano Michaels inspiró hondo y dijo:

—Judith, creo poder afirmar que mañana no te pasará nada malo.

—¿Cómo lo sabe?

—Eso a lo que te enfrentas no es otra cosa que miedo —dijo—. Y no digo que sea fácil superar el miedo; el miedo es el enemigo más insidioso que existe. Pero si le plantamos cara siempre conseguimos algo bueno.

—Pues yo no creo que vaya a conseguir nada bueno con eso.

—Entonces empieza a mirar las cosas de otra forma. Cuando miramos las cosas desde otra perspectiva, los problemas que creíamos insolubles desaparecen por completo.

El corazón me latía con fuerza.

—Eso estaría muy bien —dije.

El hermano Michaels sonrió.

—Tengo que irme, Judith.

—Ah —dije. De pronto sentía miedo de nuevo—. ¿Cree que volverá por aquí?

—Seguro, algún día.

Entonces hizo una cosa rara. Me puso las manos sobre los hombros y me miró a los ojos, y yo noté un calor que me bajaba por los brazos hasta las manos y se extendía por la espalda.

—Ten fe, Judith —dijo.

Y entonces levanté la cabeza. Padre estaba llamándome.

—Voy enseguida —dije en dirección a Padre, pero éste se dio unos golpecitos en el reloj—. ¡Sí, Padre, enseguida! —Me volví, pero la fila de asientos estaba vacía.

Corrí por el pasillo central.

—¿Dónde está el hermano Michaels? —pregunté.

Alf se encogió de hombros. Salí corriendo al vestíbulo.

—Tío Stan —dije—, ¿has visto al hermano Michaels?

—No. Yo también estaba buscándolo. Margaret y yo queríamos invitarlo a comer.

Corrí hacia el aparcamiento. Gordon les enseñaba su alerón nuevo a los otros chicos.

—¿Adónde ha ido el hermano Michaels? —le pregunté, y noté que me escocían los ojos.

Hacía más frío, pero seguía sin soplar ni una pizca de viento. La neblina se había dispersado, y aun así el cielo estaba muy nublado.

Noté que me cogían por un codo y me volví. Padre me dio el abrigo y el bolso y dijo:

—El asado ya debe de estar crujiente. —Y añadió—: ¿Qué tienes en la mano?

Me había olvidado.

—Semillas —contesté. Abrí la mano y se las enseñé.