Lunes
El lunes llovió. Los tejados resonaban, los bajantes cantaban y unos montoncitos de nieve se deslizaban por las alcantarillas igual que islas que navegaran hacia el mar. Del gorro de Sue Lollipop caían gotas cuando me ayudó a cruzar la calle de camino a la escuela. Me pregunté si ella sabría a quién estaba ayudando a cruzar, pero no dije nada porque Dios me había pedido que no comentara que ahora era su Instrumento.
—Me voy a las Bahamas —dijo Sue—. El día menos pensado me compro el billete.
Le pregunté si podía ir con ella y me dijo que sí, que me escondería en su maleta.
Entré en el aula, me senté y esperé a que los demás llegaran del salón de actos. Yo no voy al salón de actos porque Padre dice que allí cantan a dioses falsos. El olor del aula empezaba a producirme mareo, de modo que me obligué a pensar en la nevada que había provocado. Y la nieve ya estaba derritiéndose. Había dos cubos que recogían las goteras del techo, y la lluvia repiqueteaba en la ventana. Las gotas que caían del cielo parecían muy pálidas debido a la luz de los fluorescentes. Semejaban chispas diminutas que aparecían y desaparecían. Intenté seguir su recorrido al caer, pero me mareé y al final apoyé la cabeza en el pupitre y cerré los ojos.
La puerta del aula golpeó contra la pared y di un respingo. Entraron todos en estrepitoso tropel, riendo y empujándose. Neil saltaba sobre la espalda de Hugh y gritaba. Resbalé en la silla y me obligué a incorporarme de nuevo. «No hay nada que temer —me dije—. Ya no hay nada que temer.»
Gemma, Rhian y Keri se sentaron. No me saludaron. Miraban una revista que sostenía Gemma. Cuando ésta advirtió que yo también miraba, la apartó de mi vista.
Gemma tiene el pelo rubio con tirabuzones y la piel bronceada todo el año. Sabe hacer el spagat. Lleva dos pendientes de oro en cada oreja, anillos de oro en los dedos y zapatillas de deporte altas, con calcetines cortos. Tiene un maillot de lentejuelas. Yo nunca he tenido un maillot. No se me da muy bien la educación física. Llevo botas y calcetines largos. Una vez llevé zapatillas de deporte a la escuela, pero tenían cierre de Velcro, y Gemma dijo: «Yo tenía unas como ésas a los cuatro años», y todos rieron. Gemma sabe hacer reír a la gente. Pero lo que pasaba era que tenía envidia de mis zapatillas porque duraban más que las suyas. Y yo jamás me pondría un maillot, aunque tuviera lentejuelas.
Gemma y Keri empezaron a reír por lo bajo. Saqué mi libro de lectura para demostrarles que no me interesaba. Entonces un pastelillo pasó volando por encima de nuestras cabezas. Lo siguió una bolsa de patatas fritas y, unos segundos más tarde, unas botas de fútbol. Me volví y vi a Hugh en el suelo, arrastrándose y recogiendo cosas mientras Neil sacudía su mochila para vaciarla del todo. En ese momento la puerta se cerró de golpe. El señor Davies dijo:
—¿Se puede saber qué estáis haciendo, por amor de Dios?
Se oyeron risas y arrastrar de sillas. Neil se sentó, se levantó otra vez y agarró a Hugh por la espalda del jersey. El señor Davies saltó:
—¡Neil Lewis! ¿Acaso crees que hablo para todos menos para ti?
Neil se sentó y sonrió como si acabaran de hacerle un cumplido.
El señor Davies se pasó una mano por la cara y fue a su mesa. A mitad de camino levantó un pie y dijo:
—¿Qué demo…? —Entonces arrugó el entrecejo y estalló—: ¡Esto es el colmo! ¡El colmo! ¿Cómo ha llegado hasta aquí este pastelillo?
—Volando, señor —contestó Neil.
—Lo ha tirado Hugh —dijo Lee.
El señor Davies gritó:
—¡No pienso tolerar esta clase de comportamiento! No pienso tolerarlo, ¿me habéis oído?
Se quitó el zapato y fue al fregadero y cogió dos toallas de papel. Al volver tropezó con el cubo que recogía las goteras. Se enderezó y vi que tenía los cristales de las gafas empañados.
—¡Que alguien coja unas toallas de papel y limpie todo esto! —Se sentó a la mesa, se aflojó la corbata y cogió la lista—. ¡Muy bien! ¡Scott! ¡Robert! ¡Stacey! ¡Paul!…
Iba por «Rhian» cuando se oyó un gritito al fondo del aula. Levantó la cabeza y vio a Neil tirando de la corbata a Hugh, obligándolo a inclinarse sobre su pupitre. El señor Davies se levantó.
—¡Neil Lewis! —bramó—. ¡Suelta a Hugh!
Neil obedeció de golpe y Hugh se cayó de la silla. El señor Davies se sentó y se pasó el pañuelo por la cabeza. Llevó una mano temblorosa hacia el cajón de su mesa. Pareció que meditara algo un instante, y entonces siguió pasando lista. Cuando terminó, dijo:
—Página setenta de vuestro libro de lengua. ¡Ejercicio once!
Hubo gruñidos y abrir y cerrar de pupitres y golpetazos de libros sobre los pupitres. El señor Davies añadió:
—¿Podéis hacerlo en silencio, por favor?
A las diez y veinte, el señor Davies dio una palmada en el tablero de su mesa, abrió el cajón y sacó algo. Se levantó y dijo:
—Voy a salir cinco minutos. Cuando vuelva, espero que hayáis terminado el ejercicio. —Salió y al punto volvió a asomar la cabeza por la puerta—. ¡Cinco minutos! —repitió.
Nada más cerrarse la puerta, se produjo una cascada de ruidos en el aula. Las sillas chirriaron, los armarios dieron portazos, alguien fue a dibujar en la pizarra, otro se subió a una mesa. Gemma dejó el bolígrafo y bostezó. Se apoyó en el hombro de Rhian y soltó una risita tonta. Luego se incorporó y me miró con aire soñoliento.
—Neil Lewis está para comérselo —le dijo a Rhian, pero mirándome a mí.
Alguien le preguntó a Gemma: «¿Te has quedado a gusto, cielo?», y yo noté que me recorría una oleada de calor. Neil estaba de pie detrás de Gemma. Dijo:
—Hola, taradita. ¿Cómo va por Frikiville?
Bajé la mirada hacia mi libro. «Eres el Instrumento de Dios —me dije—. No tienes nada que temer.»
Gemma se reclinó en el asiento y dijo:
—Tu padre está chiflado, Judith. El otro día lo vi llamar de puerta en puerta.
—Se acerca el fin del mundo —dije—. Tenemos que avisar a la gente.
—Tú también estás chiflada —dijo Gemma. Se volvió hacia Neil y añadió—: Su padre fue a mi casa y le preguntó a mi madre si no creía que Dios iba a hacer algo para solucionar los problemas del mundo.
—Una vez fue a mi casa y mi padre lo mandó a la mierda —intervino Keri—. Llevaba puesto un sombrero. Siempre lleva ese sombrero. —De pronto se rió y agregó—: ¡Seguro que apesta!
—Si se le ocurre venir a mi casa, mi padre le dará un escarmiento —aportó Neil.
Apreté mi bolígrafo con fuerza y dije:
—Tenemos un cometido. Hay que advertir a la gente.
—Dios mío —dijo Gemma—. Ya empieza.
Todo pasó muy deprisa. Neil me echó la cabeza atrás y me metió una cosa punzante en la boca. La empujó y creí que iba a atragantarme. Me sujetó los brazos.
Gemma, Rhian y Keri rompieron a reír. Me ardía la cara. Quería ocultar el rostro, pero no podía, y ellos no paraban de reír. Entonces alguien se acercó corriendo y les advirtió: «¡Ya viene!» Neil me dio un coscorrón y fue a sentarse con aire despreocupado.
Me saqué aquella cosa de la boca. Era un papel estrujado, un amasijo húmedo. Lo metí en mi cajón e incliné la cabeza sobre mi libro.
—¿Os habéis portado bien? —preguntó el señor Davies. Abrió el cajón de su mesa y volvió a cerrarlo. Ahora hablaba más alto. Dijo—: Vamos a corregir el ejercicio.
Pero yo no podía pensar en las respuestas. Algo se deslizaba por mis brazos hasta los dedos y ascendía por el cuello hasta el cuero cabelludo. Volví a notar que tenía la cabeza caliente y llena, como el día de la nevada, y me pareció que el aula vibraba débilmente. Ante mis ojos aparecieron unas motitas.
No sabía si estaba asustada o enfadada; si era lo segundo, se trataba de la primera vez.