16
Esa misma noche convoqué en torno a la mesa de nuestro salón a una soñolienta Victoria. En el aire flotaba aún el aroma de un nuevo cónclave para tomar decisiones originales sobre el vínculo entre el poeta Vicente Huidobro y los pintores. A través de ese vapor de sabiduría y de los humos combinados de su infusión aromática y mi nervioso cigarro, expliqué a Victoria mi definitivo cambio de vida a partir de ese momento. Tras una reflexión profunda, difícil, pero breve y diáfana, wittgensteinana, sobre mi rutina vital y mi destino de hombre, había llegado a la conclusión de que mi indolencia, antaño un gesto, una actitud moderna, alcanzaba ahora extremos inaceptables. ¿Recordaba mi relato sobre antiguas colaboraciones en la prensa? Como Victoria recordaba, dije que volvería a intentar que mis palabras se hicieran de nuevo voz pública en algún diario. Llamaría a puertas, me forjaría un porvenir. Se acabó el «pan para hoy, hambre para mañana». Se acabaron la cocaína, el whisky, el exceso, la tentación del desastre, la deriva inepta en esta sociedad consumista que tanto aliena a los débiles de carácter… Iba a esforzarme por merecerla, a ella, a Victoria, a ese ángel que había aparecido en mi vida sombría para iluminarla y al que no había sabido valorar en su ámbito natural: lo sagrado. Estaba muy orgulloso de ella y deseaba que ella lo estuviera también de mí.
—Tenemos que dejarnos de sobrentendidos, Victoria. Tenemos que hablar. A mí me encanta oír tu voz. ¿Vamos a la cama?
Nos dirigimos por una vía casi muerta «es que estoy cansada, Fernando…» a un cuerpo a cuerpo que sellase nuestro alejamiento de la rutina. Las caricias habituales, la segura táctica, la boca entreabierta, un «no pares, no pares…» que se resuelve en un gemido prolongado y una sonrisa veloz, una vuelta en la cama y un rápido «Buenas noches…». Y, si alguna vez ella se había alejado del método, enseguida oía su reclamo: la visita al lavabo y el regreso en pijama, mientras se frotaba las manos embadurnadas de crema. Y un «no fumes en la cama, Fernando, por favor…». Y un murmullo bajo las sábanas:
—A ver si es verdad todo eso que me has dicho —y su voz regresaba al terreno de los sobrentendidos.
—No sólo es verdad, sino que a partir de mañana bajaré cada día al Barrio Chino a buscar a tu hermana. Tengo el presentimiento de que la encontraré, de que puedo convencerla. Lograr que se explique, Victoria.
—¿Había algo interesante en aquello que te di?
—¿En los poemas y eso? Nada. Parecen recuerdos, proyectos vagos. No escribe tan mal, por eso…
—No, no… —Victoria murmuraba—: Sólo que no es constante. Nunca lo fue. Más que en lo suyo…
—Yo sí lo seré. Constante, quiero decir. De mí no tienes que preocuparte. Bajaré cada tarde a esa jungla de asfalto. Exploraré el terreno. Haré preguntas. Quiero que todo sea felicidad a mi alrededor.
Así que cada tarde durante una semana me aposté en el mismo café decrépito para ver cómo los vagabundos se reunían ante el mural de Keith Haring, y la modélica Dora se los llevaba a lo más profundo del laberinto, ajena la procesión de la parada humana frente a los clubes de la calle Robadors, brillo de dentaduras postizas en batería, miradas esquivas y tensos silencios de lujuria.
Durante la segunda semana de mi nueva vida en la que nada había cambiado, ya no fueron necesarias mis labores indagatorias, porque los húngaros habían levantado por fin su guardia frente a la casa de los Llinàs ante el aplauso del orden público en loor de sí mismo por ser eficiente como es y para alivio de familiares y allegados. Sin embargo, porque estaba seguro de que todo lo que nos había contado David Trabal no era más que una mentira interesada, y porque me sentía atraído hacia aquel barrio de modo irresistible, fingí ser uno más de aquellos puteros seniles. Apoyé la planta del pie y la espalda en una de esas fachadas mugrientas frente a los clubes de alterne y vi una y otra vez cómo, en contraste con el paisaje furtivo de bodys transparentes, pechos siliconados y capas de anatomías en distinto estado de auge y decadencia, lo hondo de sofás rojos, el rápido movimiento en un portal, Dora salía de una de aquellas casas y con la mirada baja recorría la poblada y estrecha callejuela hasta alcanzar la plaza y a sus vagabundos y los traía en fila india para introducirlos en lo que era ya vivienda misteriosa.
Seguía intentando confundirme con los mirones jubilados, ancianos babosos que casi nunca contrataban los servicios de una puta, pero que, de algún modo, se convertían en los cronistas de aquel tráfico de carne. Cada uno de aquellos viejos tenía su fulana preferida y, algo enamorados, recogían información sobre las aptitudes de su favorita y vigilaban la frecuencia de sus coitos. Si uno de ellos faltaba una mañana o una tarde, porque le era necesario ir al médico o llevar a sus nietos al cine, otro tomaba nota de los movimientos de la ídolo de su compañero de vigilancia para comunicárselos al día siguiente, o se emparejaba con ella en la forma más extraña de simulacro de adulterio que haya podido ver en mi vida. Ese juego hubiese hecho las delicias de David Trabal, de comentárselo alguna vez, al reabsorberse en aquel trajín lo falso en lo demasiado falso para ser falso, y borrarse lo verdadero en lo demasiado verdadero para ser verdadero. El reino de la simulación. Disolución plena del sentido. Claro que sí, hombre. Pero al que faltaba, lo encabronaban, y luego era motivo de burla verdadera.
Al fin, uno de ellos, tan idéntico, tan gris y tan rijoso como todos, se presentó sin vergüenza como Antoni Tarsans, viudo, no se crea, y fundador de Talleres Tarsans. Hechas las presentaciones (yo fui para él David Trabal, burócrata) el anciano entabló conversación sobre los diferentes servicios que aquellas hembras ofrecían. Me explicó con detalle la variedad de los servicios: lo que era un francés, un griego, una cubana, una rusa doble, una hawaiana…
—Al final van a tener razón los que dicen que Barcelona es una ciudad muy cosmopolita…
—¿Cómo? —el viejo estaba descolocado, pero tenía ganas de cierta intimidad—: Lo que no entiendo… Siendo usted joven como es… O lo que le pasa es que no se decide, o que también le gusta el trasiego, más que nada…
—Me pone cachondo, sí… Pero lo que más cachondo me pone son las putas que no parecen putas. Como esa que pasa y se lleva a los vagabundos.
—¿La hermana Dorotea? No tiene usted mal ojo, no… Ésa había trabajado en eso, pero le comieron el coco los de una secta. Tienen un despacho, una iglesia, o lo que sea, ahí, en ese portal. Se lleva a los vagabundos, les da de comer y les lee la Biblia, me parece. Pero esos jodidos, con la cera que llevan en los oídos, como si truena… Y todos contentos.
El hombre valoró en mi semblante el impacto de su información. Y, de puntillas, muy cerca de mi oído, susurró:
—Si lo que intenta es la hermana, no se prive, ahí tiene usted la puerta… La que fue puta… Oiga, y, sobretodo, si le va bien diga algo…
—Pero ¿se puede subir sin permiso?
—Claro, pero le van a comer el coco… Disculpe…
Y disculpé al viudo Tarsans porque su puta favorita, una africana obesa de constitución monumental y edad indefinida, había despachado a otro cliente y ahora, mientras fingía subir la cremallera de una de sus botas amarillas, se dejaba admirar por la parroquia bajo el rótulo del bar Tico-tico.
Esperé a que fueran saliendo los vagabundos para entrar en el portal devastado, convencido por el tiempo y la humedad de su naturaleza de agujero. Subí las escaleras a oscuras hasta que se encendió una luz y casi me di de bruces con Dora, que en ese momento salía de una puerta con la placa «Pascualistas del Único Día». Después del susto, le presenté mis excusas y ella me miró como si me conociera de algo. Imaginé que para una mujer con su pasado, ese conocer de algo era síntoma inmediato de desconfianza.
—Hola, ¿es usted la encargada de esto? —le pregunté, mientras inventaba una excusa rápida para convencerla del porqué de mi presencia ante esa puerta. Y, sobre todo, convencerme a mí mismo al cabo de dos semanas de estúpida fascinación por un detalle tangencial de mi pasado.
—Sí, soy la encargada. ¿Qué desea? —sus gestos eran lejanamente beatos, pero su tono era firme, casi tenso.
—Mire, soy periodista. Me llamo David Trabal. Estoy haciendo un reportaje sobre los focos asistenciales, por llamarlos de alguna manera, que pueden ser trastornados por la reforma radical del antiguo Barrio Chino.
—No queremos nada con periodistas. ¿Me deja pasar?
Estábamos en un rellano minúsculo, sobre un suelo desigual, entre desconchados y una baranda de hierro más bien frágil. Mi impresión era que la negativa de Dora no admitía réplica; sin embargo, la aventura me empezaba a hacer gracia. De momento, no tenía más remedio que dejarle paso. No me moví, imploré:
—Hermana Dorotea… Mi intención es subrayar la caridad, las buenas obras que llevan a cabo algunos cultos minoritarios. ¡El público debe conocer su esfuerzo con esos seres abandonados! Llevo tiempo observando su labor y me he dicho…
Casi en la calle, Dora volvió la cabeza hacia mí:
—Ya le he visto, ya. Ahí, con los lechuzos… —Ése sería un término de argot prostibulario para los mirones—: Pensaba que era usted un descarriado…
—No, hermana, soy un testigo presencial del sufrimiento humano y de la entrega de algunas personas buenas por aliviarlo.
—Mire, tengo que ir a comprar. La puerta está abierta. Coja los folletos que le interesen de encima de la mesa, no toque nada más y váyase.
Me ofrecí a acompañarla, a compartir su carga, pero la luz de la escalera se volvió a apagar, y Dora había desaparecido ya cuando por fin encontré el interruptor y pude asomarme al hueco de la escalera. No me llevó mucho tiempo cruzar aquel rellano diminuto y desigual, ni tampoco empujar la puerta. Un olor profundo evidenciaba la dictadura de un poderoso y necesario ambientador en un piso con escasas posibilidades de ventilación. En el inmediato saloncito, anaqueles donde se amontonaban folletos y carpetas rodeaban una larga mesa con más propaganda dispuesta al modo de una futura e inaudita reunión teológica. En la esquina de la mesa más alejada de mí, una anciana repasaba unos impresos con temple de funcionario avezado. Saludé, fui saludado con una leve interjección, y me senté en la primera silla, mientras intentaba adivinar el resto del ámbito. Frente a mí quedó una cocina donde se amontonaban embutidos en envase industrial, y a mi espalda, una sala más amplia con sillas en corro del que parecía desentenderse un atril sobre una tarima en un rincón oscuro. La penumbra del atardecer, el juego de luces rojas y verdes de los bares que parpadeaban en la calle, impedían dilucidar lo que estaba escrito a rotulador y letra ampulosa en los carteles que colgaban de las paredes. Me levanté a leerlos antes de salir de allí para siempre:
—No se puede pasar ahí, hermano —me dijo la anciana sin levantar la vista del papel, ni restringir el hábil movimiento del bolígrafo arriba y abajo del impreso.
—Sólo quería leer los carteles…
La vieja volvió uno de los impresos y me miró por encima de los lentes:
—Lea la palabra sagrada ahí… —y el bolígrafo en su mano me señalaba los folletos esparcidos por la mesa—. Léala ahí, que la verdad está en todas partes y siempre es la misma…
Ante la dogmática reprimenda, me volví a preguntar qué estaba haciendo en ese sitio. ¿Quería hablar con Dora, saludarla? ¿De qué tenía que hablar con ella? ¿Del día del Watusi? ¿A estas alturas? ¿De lo que pasó? ¿Para qué? ¿Para tener otro punto de vista, otra especulación, que de nada iban a servirme? ¿Para recordar los viejos tiempos? ¿Para cerciorarme de que yo era yo, al fin y al cabo?
Pues sí, en eso consistía todo.
—¿No lee usted nada? —insistió la anciana con cierto mal genio.
Obediente, me puse a leer los folletos de los Pascualistas del Único Día. Un titular anunciaba: «La hermana Jeanette explicó…». Bajo el titular, el dibujo de una playa tópica. Una muchacha rubia vestida con una túnica mira el mar.
La hermana Jeanette explicó que somos puntos que buscan la luz. Pero la luz terrenal es falsa y maligna. La hermana Jeanette explicó que nada era sin Jesús. Jesús era la búsqueda. Jesús es una luz que lucha dulcemente contra la otra luz. Las dos luces parecen iguales, pero una está en Jesús. A lo mejor, la luz de Jesús se convierte en palabras que no entendemos, pero esas palabras nos salvan. En el pasado nadie entendió lo que explicaba la hermana Jeanette y ella conoció el pecado. Pero una luz poderosa y blanca luchó contra la luz venenosa que parece blanca. La hermana Jeanette fue como tú. Y se salvó…
Volví la página y encontré otra ilustración. La misma sala que tenía a mi espalda; las sillas, ahora vacías, están ocupadas en el dibujo por modélicos individuos de ambos sexos. Las personas que están sentadas dan palmas. La rubia de la túnica y sonrisa de pureza, baila, no sin frenesí, con una pandereta en la mano. A esas alturas, podía apostar ya que esa rubia algo excéntrica era la hermana Jeanette en persona. A su lado, un hombre con barba y una túnica idéntica a la de la rubia protagonista del folleto levanta los brazos y pone cara de estar pasándoselo bomba. Recordé las palabras de mi suegro Octavi la tarde en que me habló de los insectos ilusionistas. Mencionó el testimonio de un tal Lentulus, el personaje inventado que describió ante el senado de Roma un Jesús no menos inventado. Pues bien: el muchacho de la barba era el vivo retrato de esa descripción. Jesús en persona. La diferencia, y no era diferencia baladí, estribaba en que, desobedeciendo las instrucciones de Lentulus, al Jesús de ese folleto le daba por bailar y expresar su euforia frente a la chica y para recreo de los felices palmeros que le rodeaban. Una escena en verdad extraña para el ojo cristiano, aunque, como el mío, no hubiese sido adoctrinado en exceso. Sobre esa escena, el titular decía: «La hermana Jeanette explicó que Jesús baila».
La hermana Jeanette explicó que la luz venenosa hace que el mundo parezca distinto, y así nos engañemos al pensar que el tiempo pasa. Pero el tiempo no pasa, sino que men gua y nos seca. Jesús baila para engañar a la luz que engaña. Jesús baila para que el tiempo avance y nos alimente. Jesús baila para que la luz venenosa dé paso a la Suave Luz. En el Camino de la Elección, la hermana Jeanette vio bailando a Jesús. Regocijaos en el baile. Regocijaos en Jesús.
En la tercera página, la hermana Jeanette vierte una lágrima cuando ve alejarse al Jesús bailarín por el camino que lleva al eterno punto de fuga. Jesús se va bailando y, en la espalda de su túnica, lleva estampada una J mayúscula y su nombre completo: «JESUCRISTO». Me estaba poniendo muy nervioso. Mis ojos salieron disparados hacia el titular. «La hermana Jeanette explicó que Jesús es inmortal».
La hermana Jeanette explicó que el nombre de Jesús cambia. Desde el principio de la Suave Luz, Jesús nos ama. Nosotros morimos, pero Él sigue amando. Él finge morir, pero vive con otro nombre a través de la Suave Luz. Y la huella de nuestra vida baila en los altos jardines de flores cuando decide amar a Jesús por todos sus nombres, cuando entiende el nuevo idioma en el que habla Jesús. Si no entendemos el nuevo idioma del nuevo nombre de Jesús, estamos en el engaño del tiempo, en la luz venenosa, y no hay amor. Desconsuelo en la caída al no entender el nuevo nombre.
—Ayúdame, Toñi, cariño… —Dora entró con un saco lleno de pan y dos garrafas de agua con los que podía a duras penas. Me levanté para echarle una mano y me volvió a mirar con toda su desconfianza. No hice caso de su rechazo, cogí el saco y lo dejé en la cocina. Luego, volví a mi asiento sin rechistar para fingir cierto interés en las «Explicaciones» de la hermana Jeanette. Sólo cierto interés, Lector, y no el cúmulo de preguntas que me consumían. Una evidencia que, si sólo podían ver mis ojos, era anuncio fatal de que me había vuelto loco de remate.
—Mire, señor David… —Dora se acordaba aún de mi nombre falso—: Yo lo siento mucho, pero no voy a poder ayudarle en el reportaje ese que dice que está haciendo. Ahora mismo tengo que hacer los bocadillos para el reparto de la noche. La hermana Antonia y yo vamos a las estaciones, a las cocheras, a los sitios donde hay necesitados… Eso es lo que el hermano José quisiera que dijeran ustedes y no lo que salió una vez en un periódico. Que explotábamos a los pobres, decían… ¿Cómo? ¿Qué explota ni qué explota, si no hacemos más que ayudarles? Y luego ponía que los explotábamos «mentalmente». Cuando se muere de hambre, éste es el único «mentalmente» que cuenta —Dora enarboló un panecillo ante mis ojos—: Y eso es lo que les damos…
—Este hombre no es así… —dijo entonces para mi sorpresa la tal hermana Toñi—: Este hombre busca la verdad, Dorita. Se lo he notado en la mirada. Quédate con él y habla un momento, que hago yo los bocadillos.
Y ante la confusión de Dora, que no parecía tener ganas de hablar con nadie por ningún motivo, Toñi entró en la cocina, cerró la puerta y empezó a silbar. Y yo sabía lo que silbaba, pero no acababa de creerlo. Me convencí cuando el silbido se transformó en tarareo y allí donde recordaba que la canción original decía «Quiero bailar Watusi, Watusi pa’ ti», Toñi cantaba «Quiero salvar mi alma, para dártela a ti»:
—Parece una gran mujer —balbuceé.
Sin ninguna coquetería, Dora se secaba el sudor de las manos en su falda gris. Me miró sin pizca de simpatía. Se echó hacia atrás una cabellera limpia, pero descuidada y llena de canas. Ahí, al fondo de una óptica grosera, unos ojos azules sin expresión. Ausencia de dotes diplomáticas salvo percibir mi nerviosismo. Tenía la suficiente experiencia en la vida como para saber que yo no era el que decía ser, aunque no supiera el móvil de mi impostura. Me puse a improvisar:
—Lo primero que me gustaría que me dijera es el origen de su confesión, cuáles son sus actividades, qué se ha de hacer si uno quisiera, digamos, unirse a ustedes.
El tono profesional de mis cuestiones tranquilizó a mi antigua vecina, la antigua Escarlata O’Hara, la antigua puta. Dora empujó la montura de sus gruesas gafas contra el entrecejo y esbozó una sonrisa de piadosa profesional para decirme:
—Los pascualistas están extendidos por todo el mundo. No hay un centro, una iglesia, unas, no sé, leyes, órdenes que vengan de un sitio determinado y se las invente un obispo, un Papa, cualquiera de ésos… Como dice el hermano José es una especie de red con nudos. Y las ideas buenas, la caridad, la alegría y el amor por Jesús van de un sitio a otro. En lo demás, somos como cualquier cristiano. Seguimos las enseñanzas de Jesús, su modo de vida… —no era el de Dora un modo de hablar robótico. Más allá de la intención de transmitirlas, sentía la necesidad de repetir aquellas palabras para creérselas—: Nos dividimos en Hermano Único, Hermano Pastor y Hermano Obrero. El Hermano Único es el que ha tenido, en un momento de su vida, la visión de la Suave Luz. Antes o después, otro Hermano Único del mundo le encontrará y le entenderá. O los pascualistas sabrán de él a través de un Hermano Pastor, que sabe de la visión de la luz por boca del Hermano Único. Los Hermanos Obreros expiamos nuestra vida anterior, nuestro engaño, y tratamos de entender poco a poco las enseñanzas del Hermano Único a través de las obras del Buen Trabajo. Luego, con las enseñanzas del Hermano Único adivinamos el fulgor de la Suave Luz.
—¿Y cuándo se asciende en el organigrama? ¿Se asciende? ¿Usted será Hermana Pastora o Hermana Única alguna vez?
—Nunca. Siempre seré yo.
Respuesta profunda, aunque incierta.
—Claro… —fue todo lo que pude decir. Hojeé el catálogo. Improvisé—: ¿Los pascualistas de todo el mundo siguen las enseñanzas de la hermana Jeanette? Quiero decir ¿creen que Jesús bailaba y eso?
—¿Usted no toma notas?
—Pues no. La memoria me funciona muy bien.
—Entonces acuérdese de esto. Cada sede pascualista tiene su camino. El camino que señala su Hermano Único o el Hermano Pastor que ha conocido al Hermano Único. Todo camino es bueno, si es pascualista. Unos pascualistas nos mostramos a otros cuál es nuestro camino y tomamos unos de otros las enseñanzas que nos puedan ayudar. Lo único que en principio nos une es el Día Único. La creencia en un Día de la Revelación. Jesús se revela un día al Hermano Único: en su grandeza, en su esplendor, en sus cambios, en su eternidad. Aquí es el hermano José el que se encarga de mostrar nuestro camino. Fue el hermano José el que conoció a la Hermana Única Jeanette. Él es el que transmite sus explicaciones. Él fue el que me enseñó que existe una Suave Luz. Que Jesús bailaba porque era la alegría de la luz. Radiante…
Dora, la del perista, lo había dicho diecinueve años después: radiante…
—¿Qué quiere decir? —pregunté, aunque sabía perfectamente cuál era el significado de tanta iluminación. Yo tenía aún entre manos historietas japonesas en las que Watman era radiante también. Y guardaba el límite, y bailaba. Y Matwan era la oscuridad, y también guardaba el límite, y engañaba.
—Yo era una extraviada. Y el hermano José me habló. Y luego me dio la responsabilidad para que lucha se contra el falso tiempo y la luz envenenada aquí, en medio de la calle del engaño. Que ésa era la fuente de mi alegría.
En la cocina, la hermana Toñi seguía silbando y tarareando una canción que no había vuelto a oír desde una lejana mañana del año 77 en el blanco apartamento de Tina, poco antes de que descubriera a la mujer que tenía delante ejerciendo la carrera en un local que se llamaba Avida Dollars. Ahora, la misma mujer me hablaba de redención:
—El hermano José me dijo que ayudase, que ayudase hasta que al menos fuera la que tenía que ser… Mire… Damos de comer a los pobres, arreglamos los papeles de la gente que no sabe ni leer, ni escribir, para que el gobierno les dé ayudas, echamos una mano… —la boca de Dora, que habría viajado a los más recónditos recovecos del cuerpo humano, ensayó por fin una sonrisa natural inmersa ahora en la salvación de sí misma. Lo razonable, lo correcto, era que yo esbozase alguna mentira piadosa y emprendiera una retirada para que esa mujer siguiera con su vida, aunque todo lo escrito en esos folletos resultase familiar hasta el exceso, aunque la mujer de la cocina silbara la canción del Watusi, aunque aquello fuera también parte de mi vida, algo a lo que yo tenía también derecho. Si había subido a aquel piso mugriento para adivinar si yo seguía siendo yo, la respuesta era no. Ni ellos eran ellos, aunque Dora se empeñase en decir «Siempre seré yo». No eran los mismos para mí, dejaría de verlos y dejarían de existir para siempre. Por otra parte, había que dejar las cosas como estaban, porque los profundos surcos en torno a la boca de Dora, sus ojeras, su cuerpo malogrado, me hacían pensar que la dignidad de aquellas palabras inventadas era su única posesión y caminaba de puntillas por un campo minado. Yo, en cambio, no me jugaba nada en una cómoda vida de aburrimiento. Fue entonces cuando Dora tuvo ese impulso de una alegría y admiración que, como la de todos los pascualistas, era radiante. Y tuvo que decirme:
—Gracias a él, al hermano José. Espere…
Dora se levantó, abrió un cajón del aparador que estaba bajo las estanterías y sacó una fotografía enmarcada que sujetaba con ambas manos como si fuese de una fragilidad extrema.
—Ahora viene poco por aquí. Está mucho en Sudamérica. Le gusta que todos los pascualistas sepan las explicaciones de la hermana Jeanette. Y, bueno… A nosotros nos gusta la idea de que ahora haya muchos pascualistas en Sudamérica que sean pascualistas de la hermana Jeanette. Él les convence para seguir nuestro camino. Es que tiene una labia… Y no sólo a los que hablan español, sino también a los que hablan inglés. Igual que los apóstoles cuando salieron a predicar el evangelio, la palabra de Jesús, que hablaban en un idioma extraño, pero que allí donde fueran todos les entendían como si hablase su propia madre, el hermano José canta y dice palabras raras, pero todos le entienden allá donde vaya. En Boston o en Chicago. Donde sea…
Y me enseñó la fotografía de ese hermano José que tanto la encandilaba. Desde que le conocí, el hermano José no parecía haber crecido mucho, pero había engordado unos cuantos kilos, y lo que fueron las líneas afiladas de su cara, casi siempre cubiertas por aquella melena sucia, se habían convertido en una luna calva. La fidelidad a las camisas horribles era tanta como la que había demostrado años antes a su mentora, la que ya se me antojaba como hermana única Jeanette, alias la Cupé. Ante un micrófono, quizá bailando, quizá soltando un emocionado sermón en el idioma imposible, Pepito el Yeyé me miraba a través del torrente burlón de un tiempo que quizá enflaquecía, o quizá era continuo, o quizá fuera pegajoso y recurrente. La imagen no permitía comprobar si gastaba aún bota ortopédica, aunque suponía que no. Y mi suposición se basaba en que ahora Pepito podía acompañar el cuello mastodóntico de sus fascinantes y radiantes camisas con un colgante de oro en el que hasta un ciego podía leer a kilómetros de distancia la palabra «JESUCRISTO».
—A usted le pasa como a mucha gente. Mira la foto y parece que le conozca…
—Ya… —le devolví la fotografía, mientras sin poder más, calibrando todo el mal que me habían hecho ese gitano y ese día, preguntaba—: Y tú, Dora, la del perista, ¿conoces a Pepito el Yeyé y no me conoces a mí?
La hermana Toñi dejó de silbar en la cocina, Dora me miró y no tuve más remedio que reconocer que el momento de armonía espiritual había desaparecido. Yo tenía que seguir hablando porque intuía que las sucias inmanencias que en los últimos tiempos surgían de mí y de mi pasado para quedarse revoloteando a mi alrededor iban a encontrar su verdadero destino. Y no bromeo, Lector. Ni mi aspecto era tampoco el de un bromista cuando le decía a Dora:
—Porque éste es Pepito el Yeyé. Y la hermana única Jeanette debe de ser la Cupé. Y, si me apuras mucho, Jesús es el Watusi.
La hermana Dorotea, con todo su tiempo encima, con sus kilos de más, se llevó la montura de sus gafas hasta el final del puente de la nariz, donde aguardaba toda la estupefacción de unos ojos miopes, y luego me ordenó:
—Váyase de aquí.
—No, aún no. Acuérdate, Dora. Hace años, nos vimos una vez en un topless donde trabajabas. Yo acompañaba a un ricacho que os hacía posar como si estuvierais en un cuadro de Julio Romero de Torres. El viejo se mareó. Fuimos todos al lavabo a ver si se reponía. Yo ya te pregunté ahí qué pasó aquel día, pero tú no me quisiste contar… Para ti era agua pasada, estabas en otro mundo. Vale… Y ahora me encuentro con esto, que parece… —iba a decir un «chiste», pero no lo dije—: Por eso te pregunto: ¿qué pasó, Dora? ¿Por qué esa señora de la cocina silba la canción del Watusi? ¿Por qué estamos todos locos desde ese día? Desde el día que mataron a tu amiga…
—¡Toñi! ¡Llama a la policía!
La vieja abrió la puerta de la cocina y se quedó mirándome, porque yo seguía hablando, mientras intentaba que mi excitación no se disparase, que no se asustaran:
—Yo también viví ese día, Dora. El quince de agosto de 1971. Durante veinte años me he estado preguntando qué pasó. Yo también he escuchado las palabras del Watusi. Y de la Cupé. Yo los conocí también…
—Tú no sabes lo que dices —me dijo entonces la tal Toñi de camino al teléfono.
—Eran gente excepcional. Me refiero a Pepito y la Cupé. Estoy de acuerdo. Tenían algo que nosotros no teníamos. Y eran buenos. Eso lo sé yo también. Pero yo no me refugio en la mentira de pensar que eran una especie de profetas o de santos. Yo sólo quiero saber la verdad. Yo también he sufrido. Ese día es para mí como una carga. No me lo saco de encima.
Dora había dejado caer la cabeza entre los brazos. Se incorporó con la cara enrojecida, se sacó las gafas y miró a la anciana Toñi, que ya levantaba el tubo del teléfono, para decirle:
—Cuelga, Toñi…
Y Toñi, mientras colgaba, me decía:
—Tú no sabes lo que es sufrir, pijo de mierda. Te paseas un par de días por esta calle y te crees que lo sabes todo. Si supieras la mitad de lo que yo sé de esta mujer, por lo que ha pasado esta criatura…
—Calla, Toñi… —y Dora, poniéndose de nuevo las gafas, me miró por fin—: Tú eres el hijo de la viuda. Os dieron una portería para que os fuerais de allí.
—Sí…
—Tu madre se llamaba…
—Flora.
Contra todo pronóstico, Dora extendió los brazos en mi dirección y abrió las manos para que yo las cogiese con las mías. Pues bueno… Las manos eran ásperas. Dora volvió a llorar y a negar con la cabeza:
—¿Y has estado pensando de verdad en ese día durante todos estos años?
—Cada día he vuelto allí, a la montaña, como si sólo con pensar en eso fuera a enterarme de algo nuevo. Y acabé pensando en otras cosas. Unas buenas, otras malas… Pero ahora mismo ganan las malas. Ya te lo dije una vez, Dora. Allí, en el Avida Dollars, se llamaba así, me parece. Pero me dijiste que…
Dora cerró los ojos y negó con la cabeza para que no siguiera recordándole su pasado, para que me callase. Y, no sin cierta sobreactuación, me dijo:
—Yo no era yo… —¿En qué quedábamos? ¿Siempre sería ella, o no fue ella durante un tiempo? Ahora parecía quedar claro que ninguno era ninguno—: Yo no fui yo durante mucho tiempo. Pero… No te voy a decir nada…
Dora me soltó las manos. La anciana Toñi se había sentado junto a ella y apoyaba una mano en su hombro. Toñi me miraba insinuando que no siguiera con la tortura del recuerdo de la hermana Dora. Pero mis intuiciones aumentaban, las sombras se alargaban, yo no me iba a ir de allí sin saber… Porque había algo que debía saber y me era negado. Cuando entré en aquel piso, vi cómo la tal Toñi manejaba los impresos con pericia de funcionario, se notaba que bajo esa espiritualidad había una mujer fría con la que era posible negociar, una mente práctica en la que yo iba a instalar de nuevo la semilla de la fabulación interesada:
—Mirad… A mí las cosas me han ido bastante bien en la vida —pensé entonces en el saldo de mi cuenta corriente. Tortosa acababa de pagarme el último plazo de El Guardián del Límite y durante las últimas semanas no me había entregado a los excesos que solían aniquilar mi situación económica—: Os invito a cenar y os doy un donativo. El que pueda ahora… Calculo que unas cien mil pesetas… Y prometo volver para ayudar. Supongo que hay más de una persona con dinero que os ayuda…
Ante mi suposición, Dora, algo ausente, afirmó con la cabeza, mientras Toñi me miraba a los ojos como diciendo: «A ti te voy a decir si nos ayudan o no…». Pues ya me lo has dicho, Toñi. Y bajé el volumen de la voz hasta convertirla en susurro:
—Y, desde luego, nadie sabrá nunca nada de todo esto.
—No puede ser… —dijo Dora.
—Di que sí, Dorotea, no seas tonta —la sabia Toñi enmarcaba con su exhortación el retrato que acababa de hacerle, y recamaba el marco a ese retrato con los adornos de su malicia al decirle—: Si se empeña el muchacho… Y hasta que vuelva el hermano José estamos tiesas…
Y ahora Toñi me explicaba sin desearlo que era Pepito el Yeyé quien se encargaba de sacarles dinero a los cuatro pringados que, en vez de irse a la discoteca, se ponían a bailar en la habitación de al lado por el módico precio de toda su fortuna. O quizá no. Pero mi escepticismo tenía que armarse porque me estaban diciendo:
—No te va a gustar… Lo que te cuente, no te va a gustar.
Y cuando abría la puerta de la calle para salir en busca de dinero:
—No te va a gustar nada…
Fui a un cajero automático y volví a la sede de los pascualistas con cien mil pesetas. Le di el dinero a Toñi con sonrisa de fariseo, y ella, sin inmutar la cara de granito, dio a entender que entendía:
—Yo también voy a cenar. No pienso dejar a ésta sola ni un minuto.
—¿Y Dora?
—Ahora viene. Y se llama Dorotea. Hermana Dorotea.
Dora apareció al fin, ligeramente arreglada para la ocasión, sin gafas, un poco pintada y con un pañuelo de gasa azul adornado con estrellas doradas y lunas de plata que hacía juego con unos ojos que apenas veían. Dora se me antojaba una astróloga en el último grado de la chifladura. Hacía tiempo que no dedicaba ni un segundo a gustar a los hombres, a gustarse ella misma siquiera, si hubiera tenido alguna vez una idea en la cabeza que no fuese la caza interesada que le inculcaron, o la imposición comercial a que le había condenado la vida, o el talante que yo, algo astrólogo también, me había empeñado siempre en adivinarle. Recordé lo que en un tiempo pasaba por sagacidad arrogante entre chabolas. El taconeo, el vaivén de la minifalda. Una carne que estaba hecha para utilizar, no para ser utilizada. Y algo me hacía intuir que el de Dora no era el peor de los destinos.
Bajamos a la calle, evité la mirada desequilibrada de un viudo Tarsans que empezó a arrear codazos a sus compañeros de acampada, y a partir de la primera esquina, buscamos un restaurante decente cerca de las Ramblas. Nos dieron una mesa entre estudiantes, jóvenes noctámbulos y asiduos a los espectáculos del entorno. Como si fuese una cena de negocios, Dora, Toñi y yo aplazamos el momento de la verdad hasta la hora de los cafés. Mientras ellas hablaban de casos de emigrantes a quienes había que acompañar a algún despacho, o de delincuentes redimidos que tenían que ir a sellar la libertad provisional, pero se encontraban en paradero desconocido, me puse a rememorar fríamente lo que recordaba del día del Watusi: el cadáver de Julia ante la mirada fría de Emiliano, el baile de Pepito el Yeyé frente a dos policías comprados, el miedo del Superman, la banda del Soplagaitas, el relato del Topoyiyo, el muelle barrido por la lluvia, y otra vez la lluvia, las putas y la lluvia, la Francesa y la lluvia, el arreglo y la lluvia, el sonido del misterioso baile entre las chabolas, la otra cara del ritmo, la W entre las sombras, los gritos en la noche, mi madre y la lluvia. La lluvia. Dos chavales aplastados por la Historia en un basurero de ficciones. Un muerto flotando entre dos aguas. Y otra vez la lluvia. Y, mientras manejaba los cubiertos, y fingía sonreír, y las palabras de aquellas mujeres se alejaban de mí, se cubrían de bruma, y dudaba de que del interior de una de ellas fueran a salir dentro de poco ruidos articulados que fueran a significar los misterios de la memoria y las agonías del anhelo, me aseguraba contra catástrofes y me decía que el día del Watusi no fue más que las conclusiones que yo saqué de su transcurso. Aunque me sorprendieran con cualquier otra verdad, yo aún podría decirme que, como decía el viejo Llinàs hablando del Renacimiento, de chispas imaginarias habían salido llamas verdaderas, para bien y para mal. Que yo era el dueño de mi biografía. Y me repetí que pertenecía a una raza tosca, pero fuerte, aguda, curiosa, con disposición práctica, con inventiva, rápida para encontrar soluciones, enérgica, nerviosa, individualista, llena de júbilo, de exuberancia. No, no fue lo que pasó, sino cómo se solucionó, lo que aprendí. Me vino a la memoria, no sé muy bien por qué, el vestíbulo del Palace. Yo le tomaba el pelo a un periodista que difundió la noticia de un falso golpe de estado en algún lugar de Centroamérica. Y al ver el horrible pañuelo de Dora, acudió a mi mente el pañuelo de Tina aleteando cuando íbamos en el Jaguar descapotable camino de la Costa Brava tras la estela de los hijos de Del Escudo y Del Yelmo. Recordé a Elsa cantando y a Elsa alisando la hoja de una revista musical que me mostraba con su raro espíritu crítico. Y lo mejor de Victoria cuando estaba desnuda: su cara iluminada. Todo eso era yo y no lo iban a cambiar ahora cuatro modificaciones sobre un día del pasado al que ya había dado demasiada importancia.
Cuando emergí del baño de memoria reflexiva, Dora y Toñi se estaban entusiasmando con las correrías por América del hermano José. Siempre bailando, siempre rezando, siempre arengando a la batalla contra el Mal. Entre cordilleras andinas, bajo techados de paja, caudalosos ríos remontando entre silenciosos nativos y el griterío del exotismo amazónico. En Boston y en Chicago… Mientras hablaban entre ellas, porque a mí me excluyeron de la conversación desde el primer momento, las hermanas del hermano José comían como limas ahí mismo, en la ciudad de siempre. Por fin, después de los postres, atravesaron un par de difíciles minutos que desembocaron en el silencio necesario para la gravedad. Entonces, Dora dijo:
—Necesito un whisky, pero hace mil años que no me tomo uno… —su voz había cambiado del gazmoño entusiasmo con que relataba los éxitos del hermano José a una soltura mundana, ramera, que desentonaba con su nuevo aspecto. Parecía poseída por la que fue, la misma a quien, en imitación de las actividades del hermano José, había arengado para que la ayudase a ganar cien mil pesetas para los pascualistas del Único Día. Temí que hubiera sido una borrachuza, se tomara el whisky y se me cayera de bruces en medio de aquel salón sin haber abierto la boca sobre el asunto del máximo interés. Ése fue el motivo de que, ladeando la cabeza, yo dijera con la boca pequeña:
—Si no te conviene…
—Sí que le conviene, sí. Y a mí también. A ver si te has pensado que somos unas borrachas… —Toñi no me tenía mucho respeto.
—¿Yo? —ni yo mismo me tenía demasiado.
—Lo mío no fue del whisky, criatura… —me dijo Dora al primer, y único sorbo, de su primer, y no único, whisky—: A mí lo que me tumbó fue el caballo.
Como yo estaba rezando en silencio, por retener el espíritu de la velada, me limité a afirmar con la cabeza cuando ellas, alzando el vaso al unísono me pedían el visto bueno para una nueva solicitud. Un día es un día, claro que sí. O había que amortiguar como fuera el dolor que suponía relatar el día del Watusi desde su punto de vista, o yo era un primo de campeonato. Pero Dora empezó a hablar, y en una entonación que aún arrastraba el empalago del alcohol y se aliviaba de un silencio intolerable de años, sentenció:
—Julita me había contado la verdad mucho antes de que Celso se creyera que la había matado…
La primera en la frente. Ninguna de las especulaciones sobre ese día integraban esa frase en su relato. Aquella misma mañana del 71, Pepito había especulado con la idea de que la misma Dora, por despecho, fuera la asesina de su amiga Julia, la hija de Celso. Luego, en mis íntimas cavilaciones, no encontré más asesino que el propio Watusi, su lado negro, destructor. Con el tiempo hasta llegué a convencerme de lo que Elsa me había sugerido entre cabeceos opiáceos: en realidad, Julia no había muerto ese día; todo era una excusa para acabar con el Watusi. Y ahora, la noticia de que su padre…
—¿Qué quieres decirme? ¿Que Celso asesinó y violó a su hija? ¿O que le hicieron creer eso?
—Él sabía que la había violado. Cómo no iba a saberlo. Se acostaba con ella desde que le apuntaron las tetas… Pero no era su hija. Ni tampoco la mató. Se lo hicieron creer. Por gilipollas…
Dejé que Dora se siguiera explicando por si lograba situarme. Y Dora siguió:
—Mi padre había conocido a Celso en el penal de Ocaña. Mi padre estaba allí por rebotón. Mi abuelo era de la CNT y, después de la guerra, cuando llegaba Navidad, venía la policía y se lo llevaban para adentro, y por lo visto venía fino de la paliza que le habían dado. Y lo mismo cuando llegaba Franco a Barcelona. Los encerraban a todos. Así que no sé qué pasó que cuando mi padre hizo la mili acabó en el penal de Ocaña del rebote que llevaba y de lo quemado que iba. Allí se hizo amigo de Celso, que era una especie de sargento o así de los de Franco, que después de la guerra, ya de civil, se había cargado a alguien. Un cabrón. Pero se hizo amigo de mi padre y quedaron en encontrarse en Barcelona, que mi padre vivía aquí de normal, y aquí, siendo esto lo que era, aún se podía respirar algo en comparación con otros sitios. A Celso lo trasladaron a la cárcel de Valencia, y mi padre, que mucho amigo, y mucho hablar, y mucho rollo, estaba convencido de que ya no le iba a ver más. Pero al cabo del tiempo Celso se plantifica aquí, en la montaña, con algo de dinero y con el rollo de que conoce a unos franceses. Se presenta con la Pilar, que dice que es su hermana, con la niña, el Emiliano y dos o tres más de la parroquia esa. Todos unos hijos de puta. El caso era que Celso, y estas cosas se saben, se acostaba con la Pilar, que a lo mejor era su hermana o a lo mejor no. Hasta que se cansó de ella. Luego empezó con la sobrina, si lo era. Porque Julia era hija de Pilar, no de Celso. Eso me lo dijo la niña, la Julia. Y Celso estaba encoñado con la Julia como yo no he visto encoñado a ningún hombre. Y mira que habré visto… Hombres que pagando pueden conseguir cualquier cosa… Pero acaban por no encontrarle gusto a eso, no les da vicio. Y miran entonces lo que tienen cerca, miran a las niñas. Y primero piensan… Primero piensan mucho hasta que el pensamiento les sale por la baba de la boca. Y luego ya se vuelven locos como hijos de puta. Julia obedecía. Luego se acercaba a mi casa y se quedaba en un rincón, con el dolor de coño y dolor de presencia de ánimo y dolor de todo, como un pajarillo. Y mi padre sabía, y mi pobre madre, que era sordomuda, me lo decía todo con la mirada. Que Celso mandase todo lo que quisiera, pero que a mí no se me acercara. Y un día Julia me contó todo para pedirme enseguida que le guardara el secreto. Qué infeliz… Eso sí, tenía un genio, un pronto, descargaba en los demás lo que aguantaba en casa… Y con lo cabrona que yo era entonces, una cerda, hacía que de vez en cuando topáramos de mala manera. —Y Dora sonrió como si evocara benéficas nostalgias—: Me acuerdo de una vez…
—Lo de Escarlata O’Hara.
—Eso. ¿Te acuerdas?
—Lo vi. Iba a la escuela y lo vi.
—¿Lo viste? Pues ya sabrás. Con la ilusión que ella tenía, voy y la jodo… Cosas de crías, sí, pero yo sabía lo que sabía… Yo tenía en mente que un día podía pasar cualquier barbaridad… Y mi padre me lo decía también: «Cuanto más lejos, mejor». Y repetía: «Sólo estaremos aquí hasta que cobremos…». Porque ellos nos debían un dineral. Ya te imaginas que ésos tocaban todos los palos. Eran muy malos, sí, pero unos zánganos colmeneros. Con todo lo que sacaban, no tenían más que para juergas y para ir tirando ahí, en el monte, como ratas.
—Pan para hoy, hambre para mañana.
—Eso mismo, filósofo. Pero es que no tenían adónde ir, ni qué hacer. Sólo disimulaban y les dejaban en paz si no daban mucho la nota y se quedaban en su sitio, en la ratonera. Entonces, mi padre, el único que tenía cabeza de verdad, al principio, mitad por miedo, pero mitad también para sacarse una pasta y salir de allí, les dijo cómo irse gastando el dinero para que un día dejaran de robar y todo lo demás de golpe y tuviesen ya para ir tirando sin trabajar. Comprar pisos, abrir libretas. Todo se hacía a nombre de la Pilar, que no tenía antecedentes y firmaba en todo como viuda… En aquellas fechas, cuando pasó lo que pasó, estaban a punto de liquidar todo aquel barrio y nos habían dicho que en cinco o seis meses nos darían el puto dinero y cada uno se iría por su lado… Luego, todo…
Lágrimas. Pañuelo. Limpieza de gafas. Whisky a la bodega:
—Una tontería. Todo fue por una tontería… La Julia se enamoró del Watusi. Le había conocido de niña y luego supo que había vuelto de la misma manera que lo supimos todos. De oídas. Pero a veces ella lo veía de noche. De lejos. De espaldas. Y esa manera suya de ser que se le estaba haciendo por acostarse con la bestia esa. Visto ahora, es normal. Un chico del que todo el mundo habla, pero que sólo conoce de antes de… Que no la toca. Que es misterioso. Que está ahí, lejos… A mí me lo contaba, y hasta yo, que era también una menda idiota, me enamoré un poco del Watusi. Y la gente hablaba del Watusi aquí, y allá, y que si esto, y que si lo otro. Y hablar, todos hablaban mal, muy mal, pero eso aún le daba más aire al muchacho. El caso, la desgracia, porque yo sentía y me decía: «Va a pasar algo, aquí un día pasa algo», el caso, te decía, es que la Julia se puso romántica, y eso le dio caña para ponerse chula. Y Celso dejó de darle miedo. Y una noche, Celso llegó borracho y se le quiso meter en la cama y ella le dijo que se fuera, que no la tocase. Y volvió otra noche, aún más borracho, y ella le dijo lo mismo. Todo eso contándomelo, y yo guardándole el secreto que no sé cómo no me aviaron también aquellos animales… Los unos y los otros. Hijos de puta y animales. Aunque no hacía falta que a mí me hicieran nada. Lo que te decía. Celso lo intenta una vez y nada, dos veces y lo mismo, y a la tercera noche, la niña erre que erre. Y las hostias a saco de aquella bestia. Así que ella se intenta escapar, y Celso la persigue, la coge y se la lleva hasta El Molino. Y allí se desgracia nuestra vida, la de todos.
Dora dio un manotazo en el muslo de Toñi, y Toñi supo enseguida lo que tenía que hacer. Los camareros se hacían cada vez más los remolones a la hora de servir. Supongo que ellos también, por nuestros gestos, por la mezcla de tensión y desconsuelo, pensarían: «Aquí va a pasar algo».
—Y yo lo vi —decía Dora—: Porque Julita me decía que ya no dejaba que Celso la tocara. Que se estaba limpiando, decía. Decía que iba a ser nueva. Pero también me decía que el viejo venía cada noche y dale que dale… Y yo sabía que iba a pasar algo. Por eso, desde mi cama, vigilaba el momento en que el coche del viejo llegaba y se oían voces fuera. El viejo debía de dar vueltas por ahí, bebiendo y mirando a las fulanas, hasta que le entraban ganas de lo que quería de verdad y tenía en su misma casa. Porque desde mi habitación se veía la habitación de Julia. Y los ruidos se oían si abrías la ventana. Y como era verano… Así fue como vi cada noche a Celso entrar en la casa. Y fue también como le vi entrar aquella noche. Y vi cómo Emiliano, aquel que era el más animal de todos los animales, se quedaba fuera echando un cigarro y diciéndole cuando llegaba Celso que se largara a quien estuviera por allí, si quedaba alguien tomando el fresco o escuchando a medias al cantante que actuaba en el Parque de Atracciones… Entonces vi cómo Julia abría su ventana y saltaba a la calle y cómo Emiliano la perseguía y la cogía. Después vi cómo Celso salía a la calle por la puerta con la Pilar detrás, agarrándolo. Hostia para la Pilar… Celso alcanza a Emiliano y a Julia y dice que se la dé y desaparezca. Luego camina con ella en dirección a El Molino. Y ya había gritos, pero nadie salía a las ventanas. Entonces vi cómo la Pilar le decía a Emiliano que entrase, que no hiciera caso, que hablarían ellos dos… Yo, que soy idiota, voy y me visto. Salgo de mi casa y me voy acercando hasta donde se oyen las voces, hasta El Molino mismo. Y me asomo y no veo nada y sólo oigo el «Ay, ay, ay…» de la pobre Julita. No eran ayes de gusto, te lo puedo jurar… Celso acaba, y se pone mariquita, como tierno. Le dice a la otra no sé qué… ¡Un guarro! —y Dora gritó, y los camareros empezaron a mirarnos verdaderamente mal—. Julita le dice que la deje. Celso entonces, cómo no, la llama puta. Que si no sabe que le tiene perdido, que si no se da cuenta. Que por eso la Pilar no le habla desde hace mucho. Que le había vuelto loco. Y se va… Y cuando voy a dar la vuelta a El Molino para ayudar a Julia, porque me había contado que el viejo la desgarraba cada vez y le… ¡No pongas esa cara, tú!
—Baja un poco la voz, por favor… —supliqué.
—¿No querías oírlo todo por cien mil pesetas? ¿No querías algo especial? ¿Un numerito? ¿Una guarrada? Pues espera, que estoy en ello… Pues que voy a dar la vuelta decía y veo algo, así, como grande… Un tío muy grande. Y veo que entra, coge una piedra y cuando la otra va caminando a gatas, le mete con la piedra en la cabeza, así, una vez, y toma. Y otra vez… Luego coge y se va…
—¿El Watusi? ¿Y cómo sabía el Watusi que estaban allí? ¿Y por qué tenía que hacer eso?
—¡Qué Watusi ni qué Watusi! ¡Emiliano! Y eso no lo supo nadie más hasta que yo se lo conté a mi padre. Porque Pilar no sabía toda la verdad. Ella había tenido la idea de echarle las culpas al Watusi, pero por otra cosa y después… Eran animales, pero no tanto, y la niña era su hija. Aunque sólo de pensar la sangre fría de esa mujer… Con la jeta que aguantó todo el día. Si hubiera sabido que la idea de matarla fue asunto de Emiliano. De su chulo, pero eso ahora ya qué más da… La idea de Emiliano era quedarse con todo el dinero de todos cuando Julita estuviera muerta, Celso idiotizado del todo y la Pilar a su merced… Y eso ya también da lo mismo.
Dora superó el que yo creía momento más duro del recuerdo. Bebió. Compartió nuestro silencio. Cerró los ojos, y las lágrimas le salían de los ojos cerrados. Yo temía que ella temiera a su vez, como yo tantas veces, que al abrirlos estuviera de nuevo en aquel quince de agosto. Pero Dora volvió, nos reconoció y siguió hablando:
—Luego le echaron la culpa al Watusi y montaron todo aquel carnaval. Que se les complicó porque el pobre hermano José quería encontrar a la pobre hermana Jeanette, porque creía que ella estaría buscando al Watusi para decirle lo que pasaba. El hermano José, el pobre. Un gitanillo abandonado por su madre a la que los suyos no querían ver ni en pintura por puta. Mucha puta, mucha… Un alma santa, el hermano José, que se fue con unos y con otros, como un perrillo. Y desde que podía caminar, y mira que entonces caminaba mal, siempre al loro de la pasma para que no le metieran en el orfanato, ni en la prote. Y al loro de todo el mundo para que no se metieran con él. Y la hermana Jeanette… La Virgen María entre nosotros y nosotros sin darnos cuenta… Y tú andabas por ahí en medio, también. Y para mí que hubo un momento de aquel día que os querían matar. Que lo pensaron, seguro. Y que lo hablaron. Si no lo hicieron fue porque ya había demasiados marrones y los franceses les mandaron que a ti no te tocaran. No me preguntes por qué… En el barrio se dijo luego que tu madre era chivata, que si se entendía con un policía… Te lo digo para que lo sepas… Ya te dije que no te iba a gustar lo que ibas a oír…
Como decía el viudo Tarsans, allí, frente a los clubes: «La que fue puta…». La pobre víctima de la ley de la calle, Dora la del perista, se creía que a mi honor le importaba mucho a esas alturas que mi madre fuera la confidente de nadie, o se hubiera acostado con cualquiera. Sólo la malicia con que la bendita hermana Dora me había dicho aquello hizo que me intentara explicar:
—La Francesa… Fue la Francesa, que estaba en La Alameda…
—La Francesa, el francés, el gabacho y su puta madre. Yo nunca les vi. Ni mi padre, no te creas. Sólo daban órdenes a Celso. O a la Pilar, recados. Pues le debiste caer muy bien tú a los franceses, porque también fueron ellos los que dijeron lo de la portería. Eran los dueños de un montón de edificios. Por el barrio se dijo que la condición que le pusieron a tu madre fue que siguiera haciendo de chivata. Y se ve que el policía ya estaba harto de quedar con ella no sé dónde…
Pensé en mi madre fregando la escalera con unas rodilleras de futbolista y me anegó el amor filial que me había eludido durante años. Iba a tardar muy poco en llamarla, muy poco. En cuanto a esa puta, si todo lo que me contaba era tan verdad como lo de mi pobre madre, aún iba a conocer una vertiente violenta de mi existencia que había aguardado mucho en distinguirse.
—Les debiste caer tú muy bien, claro… Porque al hermano José y a la hermana Jeanette sí los siguieron buscando una vez hubo pasado la resaca de lo primero. Porque hubo más… Se había muerto la Julia y no hubo más remedio que llevarse por delante al Superman, el pobre. Ése sí que fue el payaso más grande de aquel carnaval. Y, después, enseguida, más payasos que nosotros ninguno.
—¿El Superman? Pero ¿qué pinta aquí? Al que mataron fue al Watusi. Yo lo vi. En el puerto, flotando…
—Tú qué vas a ver… Págame otro whisky y te lo explico…
—Dora, hija… —hasta la silenciosa Toñi se estaba empezando a preocupar.
—Hermana… Has sido tú la que has querido que contara. Vamos a tener dinero para darle a los pobrecitos y para bailar con alegría. Dinero calentito del hijo de la portera chivata…
La buena hermana Dora se estaba poniendo estupenda, definitivamente instalada en la esencia de su ser, pero con el cuerpo deformado. Nunca han tardado tanto en servirme un whisky. Me lo dieron con la cuenta para que nos fuéramos volando. Pagué al momento y dejé una propina descomunal. El camarero aceptó el reto, no sin bochorno. Pero no sé por qué me acuerdo ahora de eso. Por el color local, por dar ambiente a este Informe Confidencial sobre alguien que no existe.
Dora sorbió y sorbió hasta que al fin dijo:
—El día que mataron a la Julia, nene, el Watusi llevaba muerto por lo menos tres años. No había Watusi. Nunca hubo Watusi. Por lo menos, tal como lo predica el hermano José. La Julia estaba enamorada de alguien que no existía. La hermana Jeanette era yonqui y puta porque esperaba que el Watusi volviese a su lado, alguien que ya estaba muerto. Porque también ella se lo tragó. Por amor, por cuelgue… El hermano José repite como una cotorra…
—¡Dora! —reprendió la anciana Toñi.
—Como una cotorra, que él aún no sabe nada a estas alturas. Que llevo cargando con esto toda la vida. El hermano José repite como una cotorra las palabras de alguien que creyó que había muerto por él. Y si la hermana Jeanette no llega a arrastrarle hasta el consulado de donde era ella, de donde había trabajado su padre, los que flotan en el puerto son ellos. Al lado del Superman…
Podía ser mentira, pero era verdad. Había estado demasiado tiempo en mi cabeza, en mis sentimientos, para que no supiera que me estaban contando la verdad. Y creí saber más cosas:
—Alguien se hacía pasar por el Watusi. Pero ¿por qué?
—Era el Emiliano el que se disfrazaba de Watusi, imbécil. Ese día se cargaron al Superman, porque se parecía, por nada más. Le metieron la cazadora por los tatuajes que tenía, para que la gente no se diera cuenta que era él… Y al agua…
Ése fue el alarido en la noche. Interminable. Y, ahora, enfrente, risas enloquecidas. Y, luego, la perorata:
—La noche del día que mataron a la Julia, mataron también al Superman. Les convenía porque era lo más fácil, porque ese día se enteraron de no sé qué astilla que les estaba haciendo. Se quedaba con dinero. Convencieron a todos de todo, y a Celso de que había matado a la sobrina que se hacía pasar por hija. Y ya lo tenían todo liquidado, todo el dinero en su sitio. Una noche desaparecieron ellos. Yo les vi salir a escape, pero no dije nada… Ya tenía bastante y, además, quién iba a imaginar… Mi padre, que se había quedado sin nada de repente, intentó hablar con los franceses y los franceses se le rieron en la cara. Le avisaron de que si volvía por ahí se lo cargaban. Pero donde fueran Emiliano, Celso y la Pilar, yo ya… Mis hermanos se dedicaron a buscarlos, pero como quien va a buscar setas en agosto… El caso es que mi padre dijo que nos debía una explicación… Entonces fue cuando nos contó, como si le diera vergüenza, que hacía años que los de Marsella trabajaban en Barcelona medio de acuerdo con éste y con el otro y con el de más allá. Eran amigos de los malos, pero también de los buenos, para entendernos… Y nosotros no somos chivatos como tu madre. Y mi padre nunca habló con un policía como aquellos hijos de puta. —Y Dora dio un trago tan furioso como sus palabras, como sus ojos miopes, como la mirada que Toñi me dirigía por haber destapado ese nido de víboras cuando ellas estaban tan serenas y beatas—: Los franceses le dijeron a Celso que necesitaban un «muñeco». Le llamaban un «muñeco» a alguien que cargara con las culpas de cualquier cosa que se les ocurriera. Alguien con el que la mentira pudiera colar. No ibas a echarle las culpas al cura de la parroquia… Para el «muñeco» lo mejor era estar ya muerto. Era mejor que fuera un muerto, claro… Un muerto que a la gente no le constara que estuviera muerto. Los franceses se cargaban a alguien en Francia y las culpas le caían al «muñeco» de aquí, porque ellos dejaban como señales que distinguían la manera de hacer del «muñeco». Y el «muñeco» fue el Watusi. Mi padre se enteró por casualidad de que se había muerto en América. Estaba de marinero y le cayó una carga encima… O eso, o algo parecido le dijeron un día en el puerto. Ya te digo, por casualidad. «¿No era de aquí uno, así, alto, flaco, el Watusi…?». Así mismo fue. Dicen que era alguien que estaba muy loco, pero yo no sé… El caso es que aquí tenía problemas de droga con la hermana Jeanette y se largó. Fueron los primeros de los primeros. Rollos de Ibiza. El caso es que se fue sin decir nada y dejó a la otra tirada por aquí. Que se fue, pero volvió. Y como la gente decía que había visto al Watusi, como le contaban cosas, pues ella a esperarlo. Así que el Watusi se estaba cargando a alguien en Francia tres años después de morirse él mismo, dejaba las W y todos como imbéciles decían: «Ha sido el Watusi». Y, claro, cuando en Francia se ponían a buscar al Watusi les salía barba. Y si lo buscaban aquí, pues la gente hablaba que le había visto de noche, que si esto, que si aquello… La gente, con tal de decir algo, se inventa lo que sea… Y hay otra gente que con tal de creerse algo escucha lo que haga falta. Y eso hay listos que lo saben de siempre. El Watusi era como un cubo de esos grandes de basura para ir tirando toda la mierda. Un invento. El Emiliano a veces se ponía una cazadora como la que llevaba el Watusi en sus tiempos, que ponía un 65 y no sé qué más, y salía por la noche a dar la nota, pero por lo oscuro. Que alguien le llamaba, ni caso. Resultado: el Watusi ya no se habla con nadie. Estaba muy bien pensada la cosa, la verdad… Hasta le hicieron una especie de casa de mentira en la Barceloneta. Y el Emiliano iba por allí de vez en cuando a hacerse pasar por el Watusi. Y la hermana Jeanette poniendo el coño y diciendo «Mi Watusi, mi Watusi…». Y el gitano cojo diciendo «Que no me peguéis, que soy amigo del Watusi…». Y la gente piando de lo amigos que eran, los imbéciles, y lo amigos que habían sido, los medio tontos… Y la Julita se enamora de él. Y la matan. Y desaparecen. Y nos joden. Y mi padre ya no vuelve a ser el mismo. Y meten a mis dos hermanos en el trullo por entrar en un banco. Y mi madre se muere de pena. Y mi padre ya no es nada. Aún debe de estar cuidando de la noria del Parque de Atracciones. Si vive…
Un hombre envejecido sale del Parque de Atracciones una húmeda noche de invierno. Su modo de caminar señala que no desea ir a donde va, ni desea salir de donde viene. Yo le veo desde un 1500 robado y soy imperfecto y no sé nada, pero me esfuerzo aún por ser puro. «No quiero ir a donde voy, no quiero venir de donde vengo». Una expresión que su hija había heredado y me mostraba en ese momento.
—Y nos quedamos sin casa. Y me meto a puta, que bien buena estaba. Y hasta estaba contenta de puta cuando empecé a darme caña. Y hasta…
—Supongo que de alguna manera Pepito, el hermano José, te contó la misma historia, lo de aquel día, pero de otra manera. Y tú, sabiendo eso, sabiéndolo todo ¿cómo es posible que…?
Dora se puso en pie casi de un salto, el brazo, la palma, extendidos. Pide silencio, y tras un tambaleo:
—¡El hermano José me explicó lo que quiso y yo entendí lo que me salió de los ovarios! —me espetó como si fuera a tirarme el vaso que apuraba en posición de firmes.
—¿Por qué has venido? ¿Por qué nos has jodido? —me preguntaba la Toñi, mientras tiraba de Dora y la hacía desaparecer para siempre de mi vida.
¿Por qué yo no entendía nada más que el cabeceo del camarero diciéndome que su paciencia ya estaba agotada?
En la calle. Solo. No hubo Watusi. Eso sí era dolor. El único dolor.
Después de diecinueve años, todas las letras del Nombre habían sido articuladas, Aquiles había alcanzado por fin a la tortuga. O la tortuga había sido alcanzada por Aquiles.
Frente a mí, en el estrecho ahogo de la noche, una plaza con iglesia, bancos cagados por palomas, fuentes de guano, en lugar de los manantiales centrales de la melodía, la calma y el pensamiento. Veo cómo Dora y Toñi se alejan con andar torpe y doblan la esquina hacia calles más estrechas aún. A repartir bocadillos y mentiras… Y yo, en la plaza, como un pasmarote, en el mismo lugar desde donde cada Semana Santa sale la procesión más esperpéntica de la geografía española, la más cierta. Putas, travestís y ladrones se arrodillan y hacen penitencia frente a un Cristo que nunca existió, frente a una Virgen que nunca existió. Isis y Osiris, Dioniso y Diana. Pienso en el Templo del Perro, el lugar donde según la Cupé, el Watusi le había contado que se reunían los canallas para rezarle al Dios de la Fidelidad. Y aquella verdad de la memoria se deshace. Una vez iba con Elsa por la calle cuando nos encontramos ante esa procesión. Ella se quedó a verla, cómo no, a deleitarse en la simpatía por la desesperación de aquellos monstruos que nos enseñan que en la desesperación hay que unir las manos y volver los ojos al cielo. Y Elsa se lo creyó. Cómo pude dudar alguna vez de que no lo hiciera, de que como a esa infame Dora le saliese el fondo de beata, aunque no se creyese nada, sólo por el espanto de tener que ver a diario adónde la había llevado su atracción por el desastre. Sellarse los párpados. Darse golpes en el pecho y seguir creyendo. Y esa noche de infame ruido interior, diecinueve años después, con una verdad más completa en la mano, con un manojo de ortigas en la mano, sólo podía concentrarme en la plaza y recordar saetas esperpénticas emitidas por bocas que sólo contenían la emoción del aguardiente. Como si la borrachera de Dora se me hubiese contagiado en una posible farsa de transubstanciación, porque su mal vino era la única de sus emociones que podía comprender, y había pagado con creces una pausa en la ridícula mentira en la que se había instalado, seguí recordando mi ridícula mentira, mi vida ridícula. Y recordé una pelea de vagabundos en esa misma plaza de los bancos recubiertos de mierda. Los vagabundos se peleaban por un almanaque, y la gente que pasaba por allí se detenía a contemplar la pelea y jaleaba lo que en realidad era un combate inexistente, porque los vagabundos, entre balbuceos de odio, se situaban frente a frente, se abalanzaban el uno contra el otro y, en su borrachera y en su decadencia brutal, en diligente continuación del sentido de su impulso, pasaban de largo y no llegaban a tocarse. Así que, sin mediar un saludo, pero tampoco una bofetada, salían despedidos, eran vencidos por los desórdenes del equilibrio y se rompían «los dientes contra el suelo como antes habían roto los dientes del tiempo». Toda la rabia, pero una pelea inexistente que se agotaba en el frenesí de su pasado. Por un almanaque.
Diecinueve años. El Watusi no existía. Aquel 15 de agosto de 1971, en realidad el 16, yo no le vi flotando en el agua. Sólo oí relatos, algunos con una parte de verdad, otros completamente falsos. Ficciones y escamas de recuerdo que la gente nos sacude. Y se queda más tranquila.
Empecé a caminar sin rumbo por las callejas y durante un instante sereno, el único, pensé que a partir de entonces me quedaba sólo la razón. Y en la respiración del humo de un cigarro, enredado en la bocanada, miraba adelante y atrás sin ver a nadie, y deducía que vivir la vida de un modo inteligente es muy poco emocionante, pero estaba mejor. Llegaría el momento en que con mis pocas fuerzas aplaudiría mi elección por el tedio razonable. Un pensar lógico, sensato, un altar al Dios del sentido común, sin paranoias, sin insectos ilusionistas. Ni buenos ni malos. Sin ángeles. Sin ficciones.
Y ése fue el instante de calma. Lo recordaré cuando muera ahogado y mi vida desfile ante mis ojos por otro instante.
Porque la calma se desvaneció al recordar los azares que me habían llevado a ese vagar sin rumbo. El mero azar. O un azar obligatorio, como el que me hizo oír la música del Watusi, convertida en la sintonía de un anuncio de detergente, mientras huía en un Jaguar una noche de luna apenas menguante. Ese tipo de azar que nos hace creer en una posibilidad superior, en un Gran Ojo, en una Gran Mano. Podía encontrar razones para ese azar seguro en que durante mis años de plaza Real conociese a Elsa y a ninguna otra en la forma en que a ella la conocí, y podía encontrar razones para que años después fuese a Victoria a quien atrajese, y ella a mí, y que su hermana hubiese sido amiga de Elsa y Elsa le hubiese contado mi historia. Pero Elena no podía saber tanto. Nadie podía saber tanto al cabo de los años. Sólo yo tenía el conflicto, la responsabilidad de haber sido.
Era ya momento de que volviese el miedo.
Porque recordé las infantiles claves de Elena en sus casi infantiles poemas, en su «Canción difícil». El modo libresco en que me presentó sus conocimientos sobre mí en el primer poema, cómo se dio a conocer con los restantes, una presentación sincera, cómo me avisó en el poema «Final»:
N adie nada ya
E n la playa rota
Y la arena quema
R isas vacías
A taúdes hinchados
Y, después, en «La canción difícil»:
NE veras Y RA yados verás
con NE gocios Y RA tones detrás
NE cios Y RA posas arriba
con NE gras Y RA streros encima
En una canción absurda que, si hablaba de algo, lo hacía de identidades inventadas.
Pero ¿quién era Neyra? Por un lado entendía, y ahora lo entendía más que nunca, Neyra era alguien que quizá no existiese. «Sacúdete ya, ya, la identidad, da, da». Alguien «disuelto», «falseado», «inventado» y, sobre todo, «difundido». Por otro lado, según la línea de razonamiento de Elena, en el modo de desplegar sus claves ante mis ojos, entendía que ella me avisaba. Yo tenía que conocer a Neyra del mismo modo que conocía a Scott y sus identidades anteriores y luego transformadas. También estaba «… el hombre invisible que me folló entre baldosas azules…».
La conclusión: yo conocía a Neyra y debía tener cuidado.
Y Neyra, de momento, era un nombre. Un nombre lleno de miedo. Porque estaba oculto, por su misma oscuridad. «¿Por qué llamarlo oscuro si es una esfera en el agua marina?».
Un nombre. Miedo. Tu nombre, Lector. Mi nombre.
Claves. Sistemas ocultos. Personas inventadas. Aquiles alcanza a la tortuga. Todas las letras del Nombre han sido articuladas. Y el Nombre no existe. No hubo Watusi. No hubo Watusi como tal Watusi. Se le cayó algo encima y lo aplastó. En medio del mar. Al bailarín. Ahora sólo hay Neyra. El desconocido. El azar es el último factor que regula la construcción de laberintos.
Y seguí caminando aquella noche, sin nadie atrás, sin nadie ante mí, y perforaba las mil versiones de aquel 15 de agosto de 1971, festividad de una Virgen que no existe, antigua festividad en adoración de la diosa Diana, que quizá tampoco existiera así, con su arco y sus flechas. Perforaba la memoria, aplastaba generaciones de mentiras como quien pisa rotas hojas rígidas y llegaba al salón de la Alameda, agrandada por la penumbra de la tarde tormentosa, por las simetrías, por los espejos, por los muchos años, por la soledad, y la escasa luz atravesaba los losanges de las ventanas, y figuras se enredaban en el suelo hasta llegar a la mesa donde la Francesa contaba su dinero:
—Si hoy has oído la historia, sabes que el Watusi se fue y luego volvió y luego se volvió a ir y ahora está aquí. Y esta mañana ha matado a la hija de Celso.
Y la Francesa seguía hablando:
—Yo sólo sé una historia del Watusi. Sólo cuatro o cinco personas pueden decir que han visto al Watusi y yo no soy una de ellas. Verlo, no lo veo. No lo veo. No me preguntes si lo he visto, porque no lo he visto…
Porque el Watusi estaba muerto. El Watusi no existía. El Watusi era un «muñeco». El que expía los pecados del mundo. El chivo, el pharmakos, el «hombre mágico», el de la vida inmortal, el coronado de hiedra o de espinas, Dioniso sacrificado. Lavarse con la sangre del cordero, mientras la policía busca al Watusi y «le sale barba». El Watusi podía ser cualquiera. La relajación de la no existencia. La resurrección como Idea en la mente de los cándidos.
Y caminaba sin rumbo por las calles más estrechas, sin ganas de volver a casa, a ninguna de ellas. Caminaba bajo los andamios de las obras olímpicas por donde trepan los ladrones, me restregaba por los toldos que ocultan el ascenso de los ladrones. Y caminaba y me sentía ladrón, porque percibía mi camino como un ascenso en espiral, cada peldaño una sorpresa. Y no hay recuerdos. No hay nadie ante mí, nadie corre a mi encuentro. No hay nadie detrás. Sólo te persigue tu nuevo sentido común, tu flamante razón, que piensa:
—Pero yo vi la sombra. Yo vi la W. Yo oí aquel taconeo espectral. Y mi madre también.
Aquel taconeo que se cruzaba ante cada silencio de la noche como si debatiese con todo en contrapunto. Y al ritmo le contestaban espesas orillas de luz, difusos rastros lácteos. El doble golpe, su réplica, la contrarréplica, el cierre y el contracierre. Y el sonido estaba detrás y enseguida a nuestra izquierda y otra vez detrás, y a la derecha. Desde la ventana de mi casa, de aquella casa que construyera mi padre sin permiso de obras, en la ladera ocupada, en la oscuridad flexible del paisaje conocido entonces hasta el menor detalle, y ahora apenas un recuerdo bajo los andamios, ascendiendo en espiral sobre calles mayores y menores, vi cómo la sombra cruzaba un claro. En mi retina estuvo la W, el dorso de su cazadora, el cuerpo ágil. Aquella noche. Antes del grito de un hombre:
—Mamá, Flora, soy Fernando. Tú oíste el taconeo, ¿verdad? Tú viste también la sombra, ¿verdad? Tú te sentaste toda la noche a vigilar las sombras…
—¡Pero Fernando! ¡Hijo mío! ¿Dónde estás? ¿Qué te pasa? ¡Sigue hablándome, por favor!
Cuelgo. Y diecinueve años después, me reconcilio con el grito, perdido en el laberinto de calles, articulo el nombre:
—¡Watusi!
Y seis años después me reconcilio con la imagen de verla muerta en un portal y no hacer nada:
—¡Scott!
La incompetencia extrema sobre todo lo que no fuera el absoluto. La incompetencia extrema:
—¡Watman! ¡Matwan!
La Suave Luz. Lo Radiante. El restallar de un hilo de sol en la cacerola agujereada de un vagabundo.
—¡Neyra! ¡Neyra!
«¿Por qué le llaman oscuro si es una esfera en el agua marina?».
Y sigo caminando cuando se apagan los ecos y se remansan las simetrías. Miro al frente y no veo a nadie. Miro hacia atrás y descubro que me siguen. Los ladrones, las putas, los travestís. La mentira de sentirse mujer y ser hombre y que por eso te apedreen en tu pueblo. Ven conmigo. Querer detener el tiempo y morir en un portal, derrumbado en un banco. Seas rico o pobre. La verdadera democracia completamente gratis. La jeringa igualitaria. Ven conmigo. Los que no pueden soportar las discusiones de sus padres, sus desapariciones, sus vicios, sus miedos, los que quisieron tener la amistad como un culto, el sexo como un culto, la cultura como un culto, los que abrazan becerros de oro que son personajes sin existencia, en portadas de discos, en la oscuridad de los cines, en los susurros de los barrios extremos cuando cierran las tabernas, en papeles manchados de letras. Venid conmigo. Caminamos todos por el lineal laberinto griego como Aquiles y la tortuga, para romper los dientes del tiempo y de su ansiedad, los que sólo encontramos el denso zumbido, el bailoteo de insectos ilusionistas, los que sólo encontramos nuestras propias caras deformadas en el desprecio ajeno. «Miradas dan en mí para perderse». Venid conmigo. Los que murieron en esas guerras secretas. Venid conmigo. Los que no nacieron con el espíritu destruido, resignados, manejables, avaros. Venid conmigo. Los que deseaban la afinación perfecta con el infinito. Venid conmigo. Los que se revolvieron con la pasividad en un país infame. Venid conmigo. «Es lo que hay». Sí, y lo que habrá. Sube conmigo esta escalera espiral, burlaremos al oscuro Guardián del Límite, saludaremos al Guardián Radiante. Y seremos excéntricos en el otro país. Y seremos Nada.
La Suave Luz. ¿Por qué no? Viajar con la música en torno a las cosas con el aire y el crepúsculo, sorprender en las sombras y en los fondos transparentes, con palpitantes colores «de primeras veces», que decía Elsa, y amasar con ellos el centro invisible de una canción que es eterna, difícil y, al fin, silenciosa. No es este mundo, sino el otro, los misteriosos intercambios, las transformaciones, fundidos el sonido y las formas, sin sobresaltos, hasta que reine el nuevo espacio. El único lenguaje posible, el idioma imposible.
Todos me siguen al fin en esta noche de inexistencia en busca del nuevo espacio. Llegamos juntos a las Ramblas, a los quioscos abiertos, a los puestos de flores cerrados y a todos los que el diablo se llevará antes o después. Me sitúo en el centro de la avenida para que todos se den cuenta de que no temo a los grandes paseos. Empiezo con el repique. Y soy la W, el misterio revelado. Soy el Watusi, Scott, Watman y Matwan. El golpe doble del taconeo, su réplica en el suelo y sobre el banco y en la carrocería del coche aparcado, la contrarréplica, el cierre y el contracierre. Y las vueltas, claro. Hasta volar con Platón a la Empírea Esfera, hasta el primer Bien y el primer Justo. Los shingalines se materializan ya en torno a mí bajo las luces. Y ríen, porque son hijos de la alegría. Y dos de ellos se acercan para preguntarme:
—Documentación, por favor.
—El Watusi no existe. Su jefe, sí. Mide dos metros o más. Y no es un simulacro de jefe, porque parece un jefe.
—¿Es usted extranjero? —me pregunta el Guardia 1.
—Soy un shingalín. El primero de ellos. Si soy de Shaolín o de Shangrilá, eso ya es preguntar mucho. Pero, sin duda, es éste mi estilo de baile.
Y bailo.
—No hace falta que se burle de nosotros… —me dice el Guardia 1, mientras el Guardia 2 mira a otro lado como diciendo «Tú hoy pillas…».
—Sin emoción, no hay gloria —sentencio.
—Pero a lo mejor te ganas una hostia si no coges el primer taxi y te vas a casa —el Guardia 2 ha declarado por fin la simpatía que le inspiro.
Fue el quinto taxi, porque el resto valoraba mi desajuste indumentario en el debido contexto. Llegué a casa. Subí la escalera, que si no era espiral, lo parecía. En el reloj de la entrada comprobé que eran las seis, pero no di crédito. Y menos al ver iluminado el salón desde el fondo del pasillo. Quizá entonces recordé las paradas en los bares que he obviado y obvio aquí de nuevo por la dichosa tensión narrativa. En el salón, alguien sollozaba, y francamente, no creí que fuese para tanto.
—No hay para tanto, francamente. Creo… —y lo manifesté en voz alta.
¿Qué hacían abrazadas Victoria y Rebeca, su mejor amiga y mi esporádica amante? ¿Y a media luz? ¿A qué tanto llanto ante tanta caricia?
—Elena… —fue lo que dijo Rebeca, porque la otra ni se dignaba mirarme.
—Sí, ya la he visto. Venía detrás de mí bailando y de pronto ha desaparecido.
—¡Hijo de puta! —Victoria, sin mayor represión fonética. Les das un dedo…
Rebeca se levantó para hacer un aparte en una esquina. La esquina del perro grandote y feo.
—La han encontrado muerta en Madrid.
—Me lo imaginaba.
—¡Tú eres un imbécil!
Aunque Victoria no estuviera sumergida en la tragedia, tampoco hubiese percibido la excesiva y sospechosa familiaridad con que Rebeca me trataba.