8
Aquella mañana del Watusi, en mi casa seguía el debate:
—Y Celso no está —Juan.
—Tú, calla —Juana.
—Yo los vi bajar ayer —mi madre.
—Como llegue y vea que a su hija le han partido la cabeza… —Juan.
—Si fuera eso… —mi madre.
—Casi no se le notaba el golpe —yo.
—¡Estudia! —adivinen.
—Deja al chico… —Juana.
—Pero ¿cómo voy a dejarle? ¿Y si creen que ha visto algo? ¿Y si lo llama Celso? Que hoy tenemos que hacer la aseguradora…
Mi madre se refería a que ella, Juana y alguna fregona más tenían que limpiar de punta a cabo una céntrica compañía de seguros. No eran sólo estibadores dudosos y criminales los que dedicaban el día festivo a trabajar.
—Yo no he visto nada… —tranquilicé.
—¡Que estudies!
Mientras me trasladaba a la «terracita», un piadoso modo de seguir nombrando al repecho lleno de macetas que conducía al depósito de agua, me di cuenta, y no sin inquietud, de que no me había pasado por la mente la eventualidad de ser requerido por Celso. ¿Por qué? Su mayor secuaz nos había torturado a placer y sin resultado. Pero nunca se sabía. «Nunca se sabe». «¡Y lo que no sabemos…!». Mi relativa sed de conocimientos era una trampa en cuanto rozaba la concisa práctica del barrio. ¿Qué era «lo que no sabemos»? ¿O «lo que trajinan ésos»? ¿O ese «apaga y cierra» en cuanto se oía un ruido anómalo cerca de casa? A mí Celso no me había hecho nunca nada, ni a mi madre, ni a mis vecinos, y lo que es más importante, era su fama de peligroso lo que evitaba que tuviéramos problemas. «Tú, siempre correcto, y ya puedes estar tranquilo…», me había dicho Juan una vez, enunciando con la solemnidad que toleraba su perpetua nube alcohólica un consejo de padre sustituto. Juan no es que fuera un modelo de corrección, pero eso no importaba; tampoco lo hacía el que yo fuera un repertorio de maneras impecables y casi me cuadrara militarmente en cuanto la figura de Celso asomaba en el horizonte. La «corrección», eso sí lo intuía, era un conjunto de reglas no escritas que se modificaban en cualquier momento según el capricho del más fuerte. Eso generaba miedo.
Como en todos nosotros, en Celso, el físico y las tradiciones rurales empapaban cada uno de sus gestos, y su figura se mezclaba con la ciudadanía a nuestros pies como el agua y el aceite. Tenía el escaso pelo blanco lleno de remolinos, y se pasaba una y otra vez la mano por la cabeza en un intento maniático de sostener cierta dignidad capilar. Exhibía los andares torpes de alguien que fue delgado un día y aún no ha reparado en que carga con setenta kilos de más; la voz rasposa surgía de una vasta extensión de cara donde no destacaban unos ojos pequeñísimos y sí las bolsas negras que colgaban debajo, como también colgaban sus mofletes, los hombros y la barriga. El perfecto perro pachón. Esos atributos desmerecían su fama de cabecilla, del mismo modo que la mitigaba una adoración sin límites hacia su hija y su hermana; un prestigio que, sin dejar de ser un secreto a voces, no era concluyente; nadie veía nunca nada y la costumbre volvía el flujo delictivo en algo trivial. Quizá el no saber fuera la mayor causa de inquietud. Por eso ahora todos estábamos nerviosos porque sabíamos y no sabíamos. Sabíamos que a su alrededor pululaban secuaces que se desvivían por cumplir cualquier orden que saliera de su boca, gentuza que pasaba de la apatía a la violencia sin comportamientos transitorios como el enfado o la advertencia. Sabíamos que habían matado a la niña de sus ojos. Sabíamos que quizá aún no lo supiera. No sabíamos qué iba a hacer cuando se enterase, cuánto terror nos podría salpicar.
Desde la casa seguía llegando el murmullo, tan temeroso como mis fantasías, de mujeres que, pese a todo, debían ir a trabajar. «¿Qué dices tú que también el día de la Virgen tengamos que salir tirando?». El sol había vuelto, tras el bochorno insoportable y el olor a basura que desde hacía un rato llenaban de nuevo el aire. Dentro de muy poco, los sonidos del parque de atracciones, las sirenas de la noria y de los autos de choque, marcarían el paso del tiempo, extraño relevo de las campanas de una iglesia. Del pequeño nicho de la «terracita» donde guardaba mis posesiones (un catalejo, el libro Piense y prospere, recortes de revistas con fotos de chicas Bond y automóviles de lujo y Fórmula 1) cogí mi radio de galena y la conecté.
Entre interferencias de todo tipo, una voz me informó de que el hombre había explorado la Luna en automóvil por primera vez. Los astronautas Scott e Irving, tras plantar la bandera estadounidense y saludarla como se merecía, habían dedicado un rato a dar una vuelta con el vehículo. Declaraban estar muy contentos. «No hay problemas de tráfico aquí arriba», aseguraban. La guerra abierta podría comenzar en Bengala antes de fin de año. Su Excelencia el Jefe del Estado había inaugurado el Primer mercado nacional de ganado en Santiago de Compostela. El tiempo. Pronóstico para hoy. Tiempo inestable con posibles chubascos al atardecer. Vientos del sudoeste y levante. Temperaturas altas. Bochorno. Marejadilla. Una voz se puso a canturrear: «Manda rosas a Sandra, que se va de la ciudad, manda rosas a Sandra, yo no sé si volverá». A simple vista, no podía divisar el esperado tumulto en la puerta de Celso. La casa de Celso con dos pequeños anexos, una fila de coreas frente a ella, y más atrás, siguiendo una pendiente cada vez más abrupta, nuestra diminuta casa casi de chocolate, y la gemela de Juana y Juan, formaban el núcleo de lo que la gente de la zona llamaba «las Casitas», que se completaba con unos cuantos almacenes vacíos para ojos inocentes y la ruina de un antiguo baile. Un grupo humano anómalo desde cualquier punto de vista en una hondonada rodeada de pinos y carteles que proponían ocios y demoliciones. Siguiendo la escarpada cuesta, todo era chapa y adobe en inminente peligro de extinción. Era precisamente aquella fila de coreas entre nuestra casa y la de Celso, el escueto vecindario, la que no me dejaba ver casi nada. Eso y las frondosas ramas de un olmo junto a una fuente que ahora parecía el orgullo de un puñado de viejos, instalados bajo su sombra a perpetuidad para hablar del campo perdido y examinar las corvas tensas y el culo en pompa de aquella que se acercase a por agua. Me tumbé a lo largo del repecho hasta encontrar una visión nítida de mi objetivo. Cogí el catalejo y observé. La óptica del catalejo era muy rudimentaria y solía producirme un dolor de cabeza muy bien localizado entre los ojos. El penoso resultado de una manualidad que, como mi radio de galena, había fabricado siguiendo no muy bien las instrucciones de una doble hoja de Selecciones del Reader’s Digest hallada entre unos matojos: «Haz tu propia estación de espionaje antisoviética». A mí me gustaba mucho espiar. Ahora, en cambio, Lector, cuando no tengo más remedio, me puede la desgana. A través de los lentes descubrí que la serenidad en la puerta de aquella casa era sólo aparente. El enorme Emiliano, medio agazapado en el umbral, se encargaba de introducir en el vestíbulo a alguno de los que se acercaban hasta allí con gesto plañidero. En cambio, a otros, de apariencia no menos afligida, les ordenaba, con ademán de muy fácil alcance, que se dispersasen. Nadie, ante la mano levantada de Emiliano, discutía los criterios de selección. En lo que pude observar, sólo una vieja que debía de ser medio ciega y medio loca se acercó con un cesto de melocotones. Emiliano le dijo que se fuera. La vieja extendió su cesto en ademán de ofrenda y, tras el movimiento relampagueante de una zarpa, la vieja salió disparada. La fruta quedó esparcida por el suelo.
Entonces vino la sorpresa. Uno de aquellos seres sin nombre que he venido llamando secuaces llevaba en vilo a un Pepito que no cesaba de revolverse y zapatear en el aire como un ciclista. Pepito no se sentía a gusto con la situación, eso estaba claro. Otro secuaz, caminando tras ellos, miraba a un lado y a otro y recogía los melocotones. El grupo entró en la casa y Emiliano, surgido otra vez de las sombras, recorrió la calle con la vista.
—Jesús, María y José. ¿Pero se puede saber qué haces ahí tirado? Entra ahora mismo y ponte a estudiar. ¡Y sácate la mierda de los tenis de una vez! ¡Mira las rodillas! ¡Mira cómo estás todo tú!
Me incorporé y enfrenté el cuerpo de mi madre, ya muy próximo al mío en estatura, que obstaculizaba la entrada en la salita. Conocía demasiado bien qué hacía allí, por qué estaba en silencio, por qué me miraba de ese modo. Hice un amago por la derecha, finté de auténtica fantasía y mi magnífica cintura me impulsó hacia la entrada por el lado izquierdo. Fue inútil: el puño cerrado de mi madre percutió con graciosa sonoridad en el centro justo de mi coronilla. Me deslicé veloz hacia el rincón quizá neutral que ocupaban las fotografías de mi difunto padre y de mi primera comunión y, a la espera de acontecimientos, aproveché la tregua para masajearme la cabeza y hacer una buena imitación de ambos retratos. No era la primera vez que utilizaba el recurso desde que una tarde lejana descubriera el impacto que causaba en mi madre ese comportamiento tan artero. Ella cogió su bolso y me informó del orden del día:
—Como te muevas, te mato. Si no te comes el potaje, te mato. Si llama alguien y abres, te mato. Si quieren entrar, que tiren la puerta. Juan está ahí, en el jardín… —el Lector tendría que haber visto el «jardín»—… por si necesitas algo. Que no necesitas nada, porque si lo necesitas, te mato. Y ahora mismo te sientas y estudias.
Asentí con la cabeza y cierto misterio, tan seguro como podía sospechar mi madre de que iba a salir por aquella puerta en cuanto Juan se pusiera a dormir la mona. Hasta las ocho de la tarde, por muy día de la Virgen que fuera, ella no iba a volver, y si Celso quería algo, a mi persona entera para freiría en aceite, por ejemplo, no iba a tener ningún problema. De todos modos, estaba seguro de que mi madre, si me dejaba en casa, era porque pensaba que no corría ningún peligro. El brusco interés de Emiliano había sido fugaz y aleatorio. Asunto concluido. Ella necesitaba pensar eso porque no tenía más remedio. Sin embargo, yo acababa de ver a Pepito haciendo la bicicleta y no las tenía todas conmigo. Lo único que me poseía era una fortísima sensación de libertad inmediata, y un no tan insensato deseo de excluir a mi madre de aquel asunto por su bien. Los lazos eran ya recíprocos, pero desiguales, fuertes, pero imposibles, tan irracionales como anhelantes de que alguien, casi siempre a solas y con dolor, buscara explicaciones una y otra vez.