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El Yeyé dice que no ha oído el grito. El Yeyé no responde cuando le pregunto dónde ha pasado la noche, ni cuando le pregunto si no tiene miedo, ni cuando le pregunto para qué son ese cubo, esa brocha, ese fondo de pintura. El Yeyé no habla mientras bajamos por El Molino vacío, ni cuando le digo que a lo mejor mi madre y yo nos vamos de allí cualquier día. El Yeyé se queja del olor a basura entre las plantas exóticas cuajadas de lluvia, en los senderos que ayer eran inminencia. El Yeyé se detiene ante el muro de contención. Toma la brocha, la moja en pintura. Me pide que le aúpe a la mona. Oigo el sonido de la brocha rasgando el muro. Le escucho cantando la canción del Watusi, la bota ortopédica que sigue el ritmo dándome en el hombro, ridículo y puro, sagaz y olvidado. Me tambaleo porque el Yeyé mira en todas direcciones y se mueve. Caen gotas de pintura negra en el suelo, otra, otra… Caen la brocha y el cubo… El Yeyé deja de cantar, me ordena que le baje y obedezco. Comprendo.
El Yeyé recupera la brocha, remata la faena: una enorme W para que la vean los marinos cuando observan los jardines, el cementerio, los restos de vida alrededor del vertedero, en la montaña, cuando fuman y meditan antes de que el barco llegue a la ciudad. Comprendo.
Cruzamos por última vez la carretera. Al día siguiente, me asomaría a la ventana y Pepito, el Yeyé, no estaría sentado en la piedra jugando a bombas. El día siguiente sería el Día de Mañana. No habría una vida peligrosa para mí, sólo una peligrosa convicción. A lo mejor se había dejado matar para salvarnos de esa vida. A lo mejor había muerto por nosotros. A lo mejor su invisibilidad nos había guiado ayer y lo seguiría haciendo toda la vida. Estaba en el pie renco y bailarín de Pepito, en el hueco del buque americano en el puerto, en el aliento frío de las casetas y en el curso desarticulado del tiempo cuando me perdí en el bosque con mi madre, en las olas del malecón, en la boca amarga del Topoyiyo contando historias, en la cicatriz de mi mejilla, en los ojos de las lechuzas en la oscuridad, en la boca cerrada de todas las putas, en la quemadura del dorso de mi mano, en una habitación de La Alameda, en mi jefe indio cuando lo ocultaba para siempre el puño de la Francesa, entre la lluvia, en las llamas de los bidones en El Molino, en la mentira, salta frente a mi casa. Comprendo.
En el muelle se ha restablecido el movimiento de un día laborable. Caminamos bajo nubes de tormenta entre estibadores y capataces, sus toses, sus gemidos esforzados, sus blasfemias. Llegamos a una zona solitaria, al dique derrumbado, a la Grúa. Preparamos la caña, nos acercamos al agua, asomamos la cabeza, nos miramos. Miramos.
Parece un animal blanco y azul, sin destellos, pálido. La cazadora de béisbol con la W, con la inscripción Watusi 65. Se mece. Empieza a llover de nuevo.
Los dos en cuclillas, muy juntos. Seguimos intentando pescar. Escuchamos el tenaz crepitar del agua en el saco que nos mantiene al resguardo de la lluvia. El Yeyé vuelve la cabeza en todas direcciones, levanta el saco para cerciorarse de que su W sigue pintada en la montaña, sorbe los mocos con fuerza, me mira, filosofa:
—Te mueres. Te entierran. Sale un árbol de donde te han enterrado. Un manzano, te imaginas. Si te comes la manzana, te has comido parte del muerto, claro. ¿Te empiezas a portar como él?
—Si me he muerto, no puedo ir otra vez y coger la manzana.
—No empieces. El que se muere es otro. ¿Te portas como el tío de la manzana, o no?
—A lo mejor.
El Yeyé chasquea la lengua, se resigna a la incertidumbre. Vuelve a mirar el agua turbia. Dice:
—Hoy, por lo menos, tenemos un buen cebo.
Y la cadencia del cuerpo. Le han rapado, le han sacado los zapatos y los pantalones, han dejado la cazadora con la inicial y el lema Watusi 65 cosido a la espalda.