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La madrugada del 15 de agosto de 1971 llovía, yo tenía trece años y mi único orgullo sobre esta Tierra consistía en la caña de pescar de mi padre (que me recordaba de forma absurda su presencia física), un colgante con una cabeza de jefe indio, simular que engullía los cigarros encendidos y el manual Piense y prospere. Una notable habilidad para abrir coches y guiarlos con prudencia entre la multitud hasta hacerme invisible era mi virtud secreta. El resto, la radio de galena, el catalejo, hasta mi madre y el orgullo que me inculcó, parecía secundario por cercano y falto de misterio.

Pepito y yo decidimos dejar de pescar, de no pescar, en cuanto dominó una tímida claridad. Se iban apagando las luces del puerto, del rompeolas, del faro, como si una gran mano recogiera una baza de luz. A lo lejos, majestuosa, zarpaba entre una neblina difusa la masa gris de un buque de guerra americano. Llevábamos todo el mes bajando hasta la Grúa y no habíamos tenido ni la intuición remota de lo que era hacerse con una pieza. Pero lo importante, nuestro acuerdo tácito, era saber que existía algo así como una ventana. No se confunda el Lector y evoque a dos niños-pollo con el pico-nariz pegado al cristal, un mundo floreciendo al otro lado: imagine a dementes echando aliento a ese cristal para que el vaho lo cubra todo. Quizá sólo hablo por mí, pero aquel 15 de agosto había concluido el tiempo de sorprenderse al recoger piedras de colores en la playa sin saber que eran la erosión de botellas rotas. Si fui niño de verdad, sería después y en raras ocasiones. Pescar sin cebo y sin esperanza era un modo de mostrar indignación; no imaginarnos en el otro lado de esa ventana, sino complacernos en la mutua aceptación de un gesto inútil: una forma de ensueño mucho más elevada.

Desde hacía unos años, el verano invitaba a la mentira con la misma fuerza que en otras estaciones me era impuesta la disciplina. Mentirme a mí mismo creyéndome a salvo en una región de polvo y peligro con la seguridad que otorga la ignorancia, y mentir a mi atareada madre. No tengo retenida una sola imagen de esa época en la que ella no sudara, no se remangase, o se palpara los riñones y me gritara: «¡Estudia!», el imperativo didáctico que zanjaba cualquier petición, al tiempo que suspiraba con violencia y, envuelta en sofocos, recorría cientos de veces nuestro escueto hogar sobre chanclas trepidantes. Ella no me permitía ir con nadie del barrio, ni de «las Casitas», ni mucho menos de las chabolas, el patético resto humano de aquella montaña, en su mayoría miradas y juegos feroces que terminaban a los diez años para saltar sobre asuntos más graves que simulaban ser otra casilla de la rayuela y se descubrían como la ilegalidad en cualquiera de sus formas.

Aún puedo pasear por la región de uralita en la edad de cartón y oír el chasquido sincopado de las palmas de niñas frente a frente, los brazos moviéndose cada vez a mayor velocidad, una coordinación inaudita, suprema, que ahora me enorgullece: «Bonnie and Clyde, qué linda parejita, tan bella y tan bonita, pero qué malvada…». Y veo un revuelo de faldas entre las vueltas de la comba, y más allá el remolque abandonado con algunos chicos encima. Ahí estoy yo. Jugamos a las cuatro esquinas, nos movemos como reptiles de un lado a otro, alerta para ocupar un puesto; las carreras hunden la chapa, el remolque se tambalea. Me toca parar con frecuencia: no soy rápido y me siento inseguro sobre el tenue equilibrio. Una niña sin bragas y sin edad ha querido jugar con nosotros. Ocupa uno de los rincones sin moverse y la llaman tonta. Los melenudos se arrodillan, agachan la cabeza y miran y se miran entre ellos y ríen sin dientes, mientras con una mano se rascan la cabeza y sacuden en el aire la otra. Satisfecho en mi esquina recién conquistada, recupero el aliento y me sorprendo porque el juego se ha interrumpido entre risas. Miro también y ahí está la rajita, inmaculada, un poco más grande que la boca de mi hucha, apenas oculta por la falda sucia que alisan manos sucias. Un hombre con un saco baja de un grupo de chabolas. Un perro va tras él con el hocico pegado a la carga. El hombre llama a la niña con muy mal genio y la niña abandona el remolque y le sigue hasta la ciudad; el perro brinca a su alrededor, mancha aún más la falda con sus pezuñas y olisquea eufórico.

La innegable cercanía de la ciudad, de la industria, del puerto franco, la existencia en la montaña de jardines y monumentos que nada tenían que ver con la vida que allí discurría, y se justificaba con la vaga noticia de un acontecimiento remoto, la Exposición Universal, que había llenado la montaña de palacios para abandonarlos enseguida a la ruina, propiciaba más juegos. Mansiones perdidas en medio del bosque, un estadio olímpico ruinoso que a la luz de la luna, después de saltar verjas y muros, resplandecía en la pista arenosa para oscurecerse en las gradas hundidas como si el lugar fuese dominio de una Antigüedad inasible o el tejido de un utópico porvenir, un resto de sombra soñado por un Platón quinqui. Las estatuas ejercían un poder de seducción inmenso entre los muchachos en edad de abandonar la maravilla y calcular su ganancia, acostumbrados desde siempre a topar con la irrealidad: ascender un repecho y descubrir un poblado de tiendas de campaña con toldos de bares sustraídos en la ciudad cuyos letreros recortados formaban un idioma imposible, o a fumar un pitillo y escupir cáscaras de pipa sobre Minervas y Apolos de hormigón sin por ello desdeñar su estética y su valor. Avisado de la noticia de la existencia de un almacén junto al estadio donde se guardaban las esculturas que el municipio consideraba más valiosas, uno de aquellos muchachos desafió la oscuridad de la noche. Al día siguiente, encontraron su cuerpo ensartado en las lanzas de una cancela. A las estatuas tutelares del recinto, con la cabeza en el saco del ladrón, no les fue dado contemplar la más clásica de las muertes. La noticia del suceso se propagó como un incendio en las chabolas y con idéntica velocidad se extinguió. Los muchachos siguieron saltando al estadio o al remolque de camiones en marcha del que de pronto fluían en surtidor hacia la cuneta verduras y cajas de refrescos y helados, y siguieron hablando de aquellas ruinas y de su exótico misterio como hablaban del misterio más prosaico de Tierra Negra, último reducto de las putas más tiradas, o de las Cuevas de Alí Babá, una antigua mina, escondite de malhechores.

Sigo paseando y asomo la cabeza a un simulacro de frontón nacido en un baile abandonado. Los abandonos se sucedían unos sobre otros, simultáneos o sucesivos, continuos hasta que todo fue ruina completa y olvido, y yo paseo. Unos cuantos golpean pelotas de tenis peladas que vuelven de un muro, se inventan reglas que remiten a la ley del más fuerte. Al fondo, entre las sombras, sin pausa y más frenéticos que los jugadores, amontonados espalda contra espalda, un grupo agita unánime lo que mi madre me imponía hasta hace poco llamar pito y ahora no se nombra. Abstraídos, dejan que la mirada se pierda en el cielo, más allá de lo que fueron claraboyas y luego cristales rotos y ahora mero cielo. Apoyado en una columna, las manos a la espalda, sigo el juego con la esperanza de superarme la próxima ocasión para no ser eliminado tan deprisa. Uno de los que están sentados me llama y me ordena que mire, que agache la cabeza, y sólo la agacho un poco porque me da miedo el puño corriendo la piel una vez y otra y esa aceituna gris que asoma con un único ojo. Aquello me escupe en la mejilla y escucho un coro de risas de bocas desdentadas y otro coro de gemidos. A lo lejos, alguien nombra a voces a uno de los que están sentados. Se acabó la risa. El melenudo esconde el arma en los pantalones, se sube los calcetines y salta a través del ventanal abrochándose aún, mientras se oye el ronroneo de una moto que se dirige a la ciudad. Al día siguiente se supo que no volvieron. Pero ¿quién iba a preocuparse? En el descampado siguieron los partidillos de fútbol sobre charcos petrificados y voces destempladas iban llamando a los que jugaban para ir a otros asuntos. A mí me llamaron también para gritarme: «¡Estudia!». Jugué poco con aquéllos y eso me facilitó una prórroga de mi estado beatífico; no sacaba conclusiones de los atisbos, aunque tampoco provecho. Me sentía diferente, porque era diferente. Tenía el pelo rubio casi rapado y muy pronto, en realidad mucho antes de lo que suponía, nos iríamos de allí. Entretanto, el verano y las mentiras. Y andaba casi todo el tiempo con Pepito, el Yeyé, que era gitano y de las barracas, pero poseía el dudoso privilegio de ser un auténtico paria.

En un mundo de tullidos y desdentados parecía que nadie hubiera nacido con una pierna más larga que otra, ni conociera los zapatos ortopédicos. Como si aquella extremidad enana y repentina en un cuerpo de gigante, o la carencia total de manos, ese jugar a las cartas ayudándose con la boca mellada, o el sentarse con mirada crítica a la puerta de casa, las palmas apoyadas en el arranque de los pantalones con actitud de ídolo antiguo, ignorando los muñones en las piernas, fueran un premio ganado en vida y con esfuerzo, un logro que hubiera de llevarse con humildad. Por eso censuraban a Pepito que exhibiera su renqueo de nacimiento arriba y abajo, de las barracas a las Casitas, y viceversa, casi siempre solo, con su melena y sonrisa yeyés. Una camisa mínima con flores enormes y unos pantalones de campana llenos de manchas distinguían desde un kilómetro al garabato, y la diversión se preparaba con malicia. Al pasar Pepito por su lado, un listo lanzaba una agudeza miserable que era correspondida a la velocidad del rayo por una obscenidad, y el listo salía en busca de su presa. Tras brincar desesperado y cojitranco como un animal herido, Pepito era alcanzado y rematado sin piedad, mientras la turba miraba y reía. Yo observaba el desastre a una distancia prudente con mi medalla de jefe indio en la boca para comprobar perplejo cómo Pepito, sin derramar una lágrima, se acercaba hasta mí, sacaba un cigarro suelto del bolsillo de la camisa, exhalaba el humo y una nueva obscenidad entrecortada, se sorbía los mocos, o los lanzaba al espacio con el dorso de la mano, y señalando la bota ortopédica me decía:

—Créetelo, chaval, es «Cuervo y sobrino».

Luego levantaba la bota hasta la altura de mis ojos y yo podía leer en la suela la marca «Cuervo y sobrino» hendida en el cuero, algo desdibujada y rellena de aquel polvo histérico. En la suela, bajo las letras, la arrogancia heráldica de dos botas ortopédicas cruzadas.

—Sí, sí… «Cuervo y sobrino». Eso para que te vayas enterando una miaja.

Así era Pepito. Y mi madre solía hacer la vista gorda si me veía con él, persuadida de que el pequeño gitano pertenecía a una especie inocua de imbécil.

El día del Watusi
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