5

El Molino era un edificio abandonado a media construcción. Pepito decía que lo llamaban igual que al cabaret de la ciudad porque todo el mundo iba allí a follar. Con Pepito llegaban las informaciones y la nomenclatura que a mí me estaban vedadas, y ese «follar» era un término al que solía dar muchas vueltas. Pepito y yo subimos a gatas por una pendiente de lodo. A media ascensión, nos detuvimos un segundo para mirarnos sorprendidos. Más sorprendido yo, porque Pepito, una nota más en la melodía de su excentricidad, llevaba en la cabeza a modo de sombrero el cubo donde hubiéramos guardado lo que no nos era dado pescar. Cara a cara, percibimos que las voces habían callado, como si nos alejáramos en vez de aproximarnos. Sin embargo, en cuanto finalizó la escalada supimos que el vuelo rasante de las gaviotas no era sólo la confirmación de un chubasco veraniego.

Lo primero que recuerdo o creo recordar es a dos viejas, indistintas como tantas otras que merodeaban y parloteaban por aquellos pagos, vestidas de negro y rezando. A su lado, un niño aguanta un enorme paraguas negro mientras, calado hasta los huesos, no deja de tiritar. Recuerdo el suéter azul, cruzado en el pecho por una raya blanca; y recuerdo a ese niño como si fuera yo, la borrosa identidad de un sueño, ya toda la escena como parte de mí mismo. Figuras desiguales se aproximan y miran en todas direcciones como si descubrieran entre los presentes al culpable del suceso que aún desconocen, o pudiesen olfatear el rastro de su fuga. Un coche, el Dos Caballos de Emiliano, irrumpe en la explanada con un gemido en la suspensión tras sortear un repecho. Enseguida se abre la puerta de atrás y dos hombres corren hacia la obra abandonada. Otro hombre sale por la derecha y se enfrenta con los testigos uno a uno. Les mira y se lleva el dedo índice a la boca. De pronto, un cuarto hombre aparece frente a mí, el dedo cruza los labios a un palmo de mi cara, se aparta un instante y, casi imperceptible, escucho: «Cuidao…». Nuevas figuras, que se aproximaban a presenciar el espectáculo, se congelan a lo lejos y enseguida desaparecen al reconocer la espalda de Emiliano, el cuerpo apoyado en la puerta abierta del automóvil. Conozco la cara de Emiliano de un modo tan perfecto como puro es el temor que me inspira. Ahora está rígida como una máscara. Los ojos entreabiertos, pero inmóviles, seguros, fijos en la entrada de El Molino, parecen mirar mucho más allá. Emiliano se aparta muy despacio de la puerta y, sin cerrarla, empieza a caminar. Entonces su gesto varía y adquiere un aire de preocupación, el paso de la amplia zancada se modera. Sigue caminando hasta la ruina sin mirar el cuerpo que sus empleados transportan hasta el coche. Algún murmullo nos hace entender que ha sido él quien ha encontrado a la víctima. Una de sus obligaciones era velar por aquella vida y ahora no quiere enfrentarse a la evidencia de su fracaso.

La habían colocado en uno de los somieres descompuestos que abundaban en la construcción sin darse cuenta de que en el traslado la blusa había subido hasta la nuca y la carne desnuda se apretaba contra los muelles, la espalda cruzada de rombos. Blusa y minifalda amarillas, un pie desnudo, el otro calzado con una sandalia blanca, una tira serpenteando alrededor del tobillo. A su paso, las viejas se arrodillaban y hacían la señal de la cruz en silencio. Una anciana no pudo evitar el grito, pero una mirada de Emiliano paralizó su voz. El niño del suéter azul con raya blanca entrega el paraguas y retrocede hasta la sombra de un chopo. Parece resguardarse de la lluvia, pero enseguida se da la vuelta y mira una franja de bosque. Una columna de humo surge de un chorro minúsculo y los hombros del niño se relajan.

—No me jodas. Es la Julia —informó Pepito.

Yo también sabía que la muerta era la Julia. La Julia de Celso. Me pregunté por qué estaba pasando aquello. Ese accidente no se iba a olvidar como los otros. Las consecuencias sólo podían ser amenazas y mala vida. Ahora me pregunto qué hubiera pasado de no haber ido a pescar, o de no llover y permanecer así más rato en el dique, o de no oír las voces. Me pregunto también acerca de mi suerte si ese día hubiera ocurrido eso y nada más, si no me hubiera dejado llevar por quien repetía a mi lado:

—¡Es la Julia, chaval, no veas, la Julia, qué bestia, la Julia, la que se va a armar con la Julia, chaval! —Parecía que Pepito gritara, aunque en realidad susurrase.

Estaban metiendo el cuerpo de Julia dentro del Dos Caballos. La muerta tenía el pelo rubio, trenzado por costras marronuzcas, pegado a la cara, y la cara de luna manchada de sangre. La nariz respingona, la boca entreabierta, sin aliento. Julia parecía dormida. Me acordé de sus tetas algo más grandes que naranjas, apretadas contra la camiseta de tirantes, muy juntas. Julia, el paso corto y algo vacilante sobre los zapatos de plataforma, cruzando por mi lado sin mirarme, la cabeza erguida, su respiración y su perfume. Y no te volvías por miedo. Y por miedo ni te hacías pajas pensando en la Julia.

Antes de que pudiera escuchar el «¡Vosotros!, ¡venid acá!» unos dedos como tenazas me tenían cogidas las orejas. Y a Pepito. Como una langosta enorme, Emiliano nos sujetaba y, en silencio, los labios apretados, nos miraba por turnos. Pepito aullaba y yo percibía la consistencia de la sangre fluyendo a la cara. Mi ingenuidad tenía un sentido del peligro algo holgazán y no contestaba a lo inminente.

—¿Qué habéis visto? —preguntó Emiliano.

—Nada… —respondió Pepito.

—¿Cómo que nada? ¿Y tú? —«Tú» era yo.

—Nada, nada…

—Habéis salido de ahí atrás. ¿Cuánto lleváis allí? Lo habéis visto y me lo vais a decir, porque si no os desfiguro.

Entre interjecciones, con la serenidad muy lejos y olvidada, Pepito y yo dábamos vueltas en torno a aquel gigante, unas manos encallecidas, acostumbradas a partir árboles a bofetadas, allá, en su campo original. Intentábamos explicarnos: la pesca, el puerto… Era inútil. Y seguíamos girando en torno suyo, la mirada humillada, la bota ortopédica de Pepito resbalando en lodo blanco y mis rodillas en el suelo; una mano sucia aferrando la caña de pescar y otra en el aire, cerca de mi oreja, pero incapaz de rozar la mano de mi agresor. En ese momento, escuché la voz salvadora, en un tono contundente, desabrido, casi afónico, una hembra herida que en aquel tiempo de insalubre convivencia solía esquivar y pensar que soportaba, y a quien durante años tardé en agradecer que se portase así conmigo. Hace tiempo que lamento no haberme dado cuenta de que fomentaba cierta exagerada disciplina como un acto de generosidad. Estoy inventando esa intención. Ella me protegía con su instinto, y se desesperaba ante el reflejo de su ansiedad en mi persona, porque le era imposible mostrarse indefensa ante nadie más.

—¡Oye! ¡Suelta a mi hijo!

Me atreví a levantar los ojos llorosos. Flora Picazo, mi madre, una vieja de treinta años, venía lanzada hacia nosotros. Las manos asobarcaban la falda «de trabajar», saltaba en diagonal en su avance por los charcos, iba a la defensa de su vástago entre la lluvia y el barrizal con movimiento de caballo de ajedrez.

—¡Suelta a mi hijo! —repitió.

Miré hacia lo alto y vi el escorzo del gigante volverse como quien no oye y coordinar ese movimiento con un terrible pellizco de despedida que sus uñas dedicaban a nuestras orejas.

—¡Flaco! ¡Tomate! ¡Venga para acá…! —gritaba a dos secuaces, mientras yo seguía con prevención el movimiento de sus piernas alejándose.

Eso fue algo que vi. Después sólo pude intuir el trote irregular de Pepito, ya bastante lejos, y tuve la absoluta convicción de que una mano de tacto familiar había golpeado mi cara.

—¡Me cago en tu madre! —dijo mi madre—: Me vuelvo un momento y ya me estás haciendo una. Pero, Fernando, hijo, ¿qué me estás haciendo?

En el tiempo en que Flora pronunció la exclamación, la sentencia no del todo cierta, mi nombre y la pregunta crucial, pude percibir la disolución del remolino trágico sobre las voces y sombras que se deshacían en la entrada de El Molino. «Id al puerto y a los pabellones, para gustar de las miserias de la servidumbre: dura es la necesidad». Aquí no ha pasado nada. El Dos Caballos desaparece en el camino. El niño del suéter azul corre entre la huella de los neumáticos en el barro con la sandalia perdida de Julia en la mano alzada como si sujetase el hilo de una cometa. Mi madre tira de mí hacia casa sirviéndose de mi oreja más en forma, mientras Pepito se aleja del centro de peligro, se vuelve un instante y enfrenta sus índices como si se saludasen o pulsaran los mandos de una máquina de millón. Ésa es la señal. Cuando mi madre se fuera a trabajar, nos veríamos en La Parra.

El día del Watusi
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