12
Año y medio después de mi entrada en el Banco Ciudadano, me hallaba de nuevo frente al untuoso empleado que el día de mi bautizo laboral me había sugerido abrir la cuenta para el ingreso de nómina en otra entidad. Luego, deslizando las gafas por el puente anómalo de su nariz, había añadido, a través del vericueto de una sonrisa ladina, que era broma; otras sonrisas y murmullos se añadieron al juego y revolotearon sobre mi candidez como una bandada de cuervos. Ese día de finales de enero del setenta y siete, con una carta del director general temblando en la mano izquierda del empleado, no habría guasa. En ese año y medio, Fernando Atienza Picazo había ascendido de botones a oficial primera adjunto a dirección. Mi traje, mi corte de pelo, la manicura, mi saber hacer entre aquellos monigotes, daban una idea de la distancia que se abría entre ellos y yo. Las reverencias, el tuteo, el gesto servil del jefe de personal guiándome del brazo hacia el chupatintas a cargo del papeleo, los imaginarios pétalos de rosa que espolvoreó sobre mi trayectoria intachable, inundaron el aire de una callada ovación. El hecho de que todos supieran que sólo era el chófer del Varón Dandy ya me habría hecho merecedor de mi propio mote, que desconocía, y sujeto de alguna obscena anécdota, cuya magnitud ignoraba. Daba igual. Aquellas caras de impotencia lo decían todo: las vísceras chirriando para que emergiera por la boca de aquellos adefesios bancarios una palabra de felicitación, o un hilillo de bilis, o quizá el definitivo estertor. Yo representaba otra injusticia absurda, otra paletada en su fosa, otro vendido a un precio más alto del que se habían vendido ellos. Ellos, los demás, muy ocupados ese día, por cierto, en la paulatina sustitución de máquinas de calcular manuales por nuevas invenciones eléctricas. Las cajas de cartón, destripadas tan sólo en papeleras privilegiadas, y algún semblante mohíno, significaban que el cambio no había llegado a todos: miradas fulminantes presagiaban disputas. ¿Hay ocupación más mezquina? En el papel que me era tendido vi mi nuevo sueldo, mi derecho a dietas y hasta una pequeña cuenta de gastos de representación. No entendía por qué, pero estaba muy bien, y hasta me despedí con un saludo cariñoso y desenvuelto, como si aquellos oficinistas me conociesen de toda la vida, me hubieran salvado de las aguas siendo cachorro. Abandoné la planta de personal entre vítores para volver a la irrealidad de habituales pasos en el vacío.
Otra de las prerrogativas de mi inexistente antigüedad o competencia era asistir, aunque desde una prudente distancia, a «la hora de los tiburones» en Les Feuilles Mortes, una vez finalizado el habitual recorrido por foros públicos y privados que Ballesta, en otro hallazgo poético, denominaba «la ruta del opio». Ya no era necesario que me fuera a casa cuando Ballesta pedía una segunda copa, sino obligatoria la permanencia en mi puesto, sin hacer nada, sin decir nada, meditando sobre qué podía esperar esa gente de mí. Nada más solicitada la nueva consumición, Ballesta garabateaba en una receta y me ordenaba ir a la farmacia. Debía ir cada día a una farmacia distinta, aparcar el Mercedes sobre la acera en un lugar visible para el farmacéutico y decir, si me preguntaban, que los medicamentos no eran para mí, sino para el jefe. Todo me hacía pensar que las recetas habían sido requisadas a los botones despedidos con idéntico objeto estimulante al que ellos buscaban. No era mi problema. Cuando volvía a Les Feuilles Mortes, la presencia en la puerta de los chóferes de don Tomás y don Carlos intentando resolver el misterio de las W con el útil auxilio de un denodado rascar en el cuero cabelludo, me advertía que «la hora de los tiburones» había empezado. Aquellos chóferes impedían la entrada a cualquier persona ajena a lo que allí se cocía. En el interior, Ballesta hablaba con dos o tres chicas atrapadas en el pecado, pero con un aliciente social que todos aquellos, y sus descendientes en el tiempo, siempre han llamado saber estar. Y saber estar es tan sólo callar, sonreír y, si no hay más remedio, utilizar con dominio aceptable el habla nasal, algo gangosa, que las clases inferiores imaginan a la alta, y una voz para emitirla que, sin ser cristalina por obligación, no llegue a revelar un denso idilio con el orujo. A eso hay que añadir la práctica de unas pocas reglas de urbanidad: limpieza de cuerpo, no comer con las manos, no blasfemar cuando el alcohol ingerido y los altos tacones obligan a avanzar apoyándose en el mobiliario y medir con astucia el límite de insinuación que evite a cualquier peatón audaz abordar a esas muchachas en medio de la calle y pedir precio. Melenas ondulantes que podían ocultar o descubrir a voluntad un escote de vértigo; polos de cuello alto ajustados hasta la demencia (mi propia demencia), y elásticas y frescas y firmes abundancias anatómicas ocultas hasta llegar al local por un abrigo de piel, obsequio de cualquier don Tomás capturado en una pecera como aquélla; blusas con encaje, faldas de pastorcilla con anómalos cortes hasta el muslo; afilados tacones, vestidos blancos, floreados, labios rojos, sonrisas instantáneas para el poderoso, miradas prometedoras, y ese lascivo caminar hacia el fuego eterno, incandescencia de la carne. Seguiría varias cuartillas más. A mí, que nunca había cambiado más de dos palabras con una chica de mi edad, me gustaban aquellas mujeres malas, y en el diario ambiente de Les Feuilles Mortes aspiraba a un trato natural con ellas al modo en que lo hacía Ballesta. De momento, asumía y hasta agradecía mi condición de individuo transparente: no dominar la situación me llevaba a concentrarme únicamente en su estudio. Y todo lo que tenía que aprender se hallaba al fondo del local, en torno a una mesa baja. Don Tomás del Yelmo, en un cómodo sofá, y don Carlos del Escudo, en su bruñida silla de ruedas, vestidos de idéntico modo, gesticulando igual, susurraban a la vez, reían hermanados, guardaban silencio al unísono, mientras todos en la barra intentábamos cazar sus palabras.
Algún día, cuando «la hora de los tiburones» estaba pronta a concluir, llegaban más chicas. Eran aquellas a las que había correspondido el regalo de un deportivo por Navidad. Se sentaban entre besos con los magnates. Nada más llegar esa segunda tanda, las chicas del mostrador, como si la cosa no fuera con ellas, siguiendo el libreto de una comedia bien ensayada, se despedían con venérea cordialidad de los allegados, mientras se enfundaban los visones, y se iban sin más ceremonia ni reproche. Si las amigas íntimas no habían llegado cuando don Tomás y don Carlos daban fin a su plática, don Tomás empujaba la silla de ruedas de su amigo hasta la barra, el barman corría a avisar a los chóferes, otro camarero se precipitaba al teléfono para reservar mesa en un restaurante postinero, y el director general, fiel a la caricatura que Ballesta me había dibujado, se llevaba la mano al pecho, contaba un chiste malo, y todos reíamos como si fuéramos presa de algún alucinógeno.
—Se encuentran dos amigos. Espera, espera… —Y don Tomás empezaba a reír—: Se encuentran y uno va con cara de mustio. El otro le pregunta: «¿Qué te pasa, chico?». «Nada, una cosa muy rara, que me tiene muy preocupado». Eso lo dice el otro, el mustio. Espera, espera… —Y se volvía a reír y entre nosotros unos reían, y otros abrían la boca y afirmaban con la cabeza, expectantes, como un hebreo preguntando «¿Qué te ha dicho?» cada vez que Moisés venía de una conversación con Jehová—. «Pues estoy muy mustio porque últimamente me gustan todas las mujeres menos la mía». «¡Anda! ¿Es eso? ¡No te preocupes!», le dice el otro. «A mí me pasa lo mismo: me gustan todas las mujeres menos la tuya».
Y mientras don Tomás repetía «¡menos la tuya!, ¿eh?, ¿vale?, la tuya, ¿eh?», y se llevaba la mano al pecho, y el resto de nosotros también, a la espera del seguro ataque cardíaco, me daba tiempo de observar de reojo a Ballesta y darme cuenta de que no seguía sus propios consejos en lo referente a la actitud ideal a cada expansión de don Tomás: se encogía de hombros con ademán impasible, sacudía la ceniza de los pantalones, daba vuelta al taburete y fingía contemplar el brillo del licor en los estantes. Don Tomás no se disgustaba por ello, sino que le apretaba afectuosamente un hombro antes de despedirse. Los gerifaltes se iban con las chicas, y ellas, henchidas de caridad y juguetonas a un tiempo, casi se arañaban por empujar la silla de don Carlos, mientras yo me preguntaba qué podía hacer ese inválido con ellas y de nuevo me respondía que no era asunto mío.
Ballesta me obligaba siempre a tomar una tercera copa durante la cual se planificaban los pasos del día siguiente. Jornada a jornada, yo iba notando cómo a Ballesta se le iba desinflando el globo de una esperanza que se hinchaba de nuevo cuando nuestras diligencias concluían y don Tomás peroraba al fondo de Les Feuilles Mortes para agotarse del todo después de su marcha. A Ballesta se le estaba acabando la paciencia, y quizá el ataque de furia desatada, orgiástica, al que había asistido un tiempo antes obedecía a un progresivo desencanto. El humor de Ballesta no mejoraba cuando, durante el transcurso de esa última copa, recibíamos estrambóticas visitas. La misma pareja de policías a quienes yo había burlado un año antes pintando la pared con mi W ante sus narices para decirnos que no había novedades respecto al desconocido autor de la maldad reiterada en las paredes. O la tarde en que un viejo y diminuto sacerdote, con la sotana manchada, asomó la cabeza un instante para cerciorarse de que el local estaba vacío, entró, y le preguntó a Ballesta cómo iba todo. Ante la indiferencia de Ballesta, el cura se zampó de un trago un vasito de Chivas y se despidió con la siguiente perorata: «Guillermito, recuerda lo que leyó san Agustín al oír la voz que le decía: “Toma y lee”. “No viviendo en comilonas y borracheras, no en amancebamiento y libertinaje, no en querellas y envidias, antes vestios del Señor Jesucristo, y no deis a la carne para satisfacer sus concupiscencias”».
—«¡Hazme puro, pero aún no!» —bramó Ballesta, y, luego se dirigió al sacerdote para espetarle—: ¡Eso también lo dijo san Agustín, pollaloca!
Y Ballesta salió a la calle por donde correteaba el curita como un pingüino hacia el primer chaflán para reiterar con voz histriónica: «¡Pollaloca!».
Una visita más asidua, pero no menos extraña y susceptible de provocar la ira de Ballesta, era la de Mirana, el dueño del establecimiento de automóviles de lujo. Al parecer, él y Ballesta tenían concertado un pequeño negocio. Según Mirana, los automóviles que don Tomás había adquirido para sus regalos navideños eran cuatro. De ellos, Mirana sólo había podido recomprar dos. Ballesta, siempre según Mirana, había prometido que las chicas revenderían todos los automóviles y por ese vaticinio recibió una suculenta comisión. Mirana, según Ballesta, era un buitre que ya podía considerarse feliz por las ganancias obtenidas al hacerse con dos coches de lujo a estrenar por un precio ridículo. Ballesta añadía que, de los coches no recomprados, uno era suyo, y el otro de la tal Tina Alarcón; y si la pobre fulana se consideraba con la suficiente clase para ir en un Jaguar por la vida, él, Ballesta, poco podía hacer ante el absurdo fantaseo. Ahí, seguía la deducción de Ballesta, todos habían ganado. Ése y no otro era el espíritu de las sociedades y el comercio; y si Mirana persistía en su actitud codiciosa lo único que iba a lograr era el asesinato de la gallina de los huevos de oro.
—Eres un imbécil, Mirana —remataba Ballesta y Mirana se iba.
Yo seguía ahí, aficionándome al Chivas, al tiempo que me convencía de que todo aquello formaba parte de la normalidad del mundo de los negocios. En mi fuero interno, tenía por seguro que el día de la borrachera sentimental, lujuriosa, violenta, Ballesta me había enseñado su corazón. Pilotando su coche aquellos días, víctima de nuevo de su agrio sentido del humor, que no hacía sino reportarme beneficios como a él se lo otorgaban los caprichos de don Tomás del Yelmo, me calmaba la idea de que supiera que yo sabía, y de algún modo deseaba transmitirle que podía contar conmigo para lo que fuese. Porque lo que Ballesta representaba era lo mejor que había conocido nunca. Mi deber era el silencio a la espera del momento en que las distancias se acortaran como, según mi parecer, lo habían hecho el día de la juerga. Entretanto, quería que me hablase, porque anhelaba cualquier enseñanza suya, y para ello necesitaba su disposición más desquiciada. Sobre todo, deseaba que me aleccionase en lo principal: no tener miedo, o sustituir el miedo por ira, o notar un miedo diferente, más atractivo por abstracto. Esa sensación de disponibilidad al vértigo no era el cúmulo de miedos serviles, triviales, pero hirientes como lanzas, que me habían dominado hasta el momento, antes y después del día de agosto de 1971 en que no supe aprender, sino inventar. Era algo nuevo. Se hacía necesario hinchar los pulmones, decir «Aquí estoy», vender la perla que no tenía a quien no la deseaba. Y para ello había que ganarse la confianza de Ballesta.
En una de nuestras visitas a Les Feuilles Mortes creí llegada la ocasión:
—¿Qué, saltimbanqui, aparcas, o estás esperando una señal del cielo?
—No, son esos dos.
Frente a Les Feuilles Mortes, dos elementos lanzaban miradas furtivas a puntos distintos de la calle. Uno, esquelético, disfrazado de lo que supondría normalidad y hasta distinción, obviando lo evidente de un careto que delataba una herencia de generaciones salteadoras de corrales al claro de luna, se aproximó con una mano en el bolsillo hasta un coche aparcado y ensayó su apertura con aire indiferente. El segundo, gordo y sudoroso, medio calvo y con frondoso bigote, cruzó su mirada conmigo un instante, avisó chistando a su compañero y desapareció en el interior del bar.
—Están esperando a ver qué hacemos —le dije a Ballesta.
—A mí me vas a dar tú lecciones, niñato —fue la dulce respuesta.
La convicción de aquella pareja en que vestirse con un traje de segunda mano y una corbata de saldo colgada del cuello era suficiente para pasar desapercibido, me indujo una vaga ternura. La fe en su talento mimético resultaba heroica, cuando, pobres, hasta se habían dejado puestos los anillos y las cadenas. No los conocía, pero podían ser cualquiera de los que habían amenizado mi infancia con su brutalidad; casi eran sangre de mi sangre en la memoria de un día agitado. Medio esqueleto del primero asomó por la puerta del bar y volvió, en un veloz otear la calle, a dirigir la vista hacia ningún sitio, hacia la calzada y su tráfico, y por fin al Mercedes.
—Ni se te ocurra mirar —dijo Ballesta, y fue entonces cuando vi sus ojos con un destello felino en el retrovisor. Era la mirada de alguien nacido para situaciones como aquélla—. Espera aquí. Y no me hagas caso hasta que vuelva.
Ballesta salió del coche. Me hizo señas de que aparcase, que me esperaba dentro. No le hice caso.
Ésa fue la primera vez aquella tarde en que mi vida se concentró en unos minutos. «Todo pasa muy despacio hasta que empieza a pasar muy deprisa: ése es el nombre de la acción», me diría Ballesta semanas después. Las tres veces en que esa tarde mereció convertirse en un asunto memorable, yo le podía haber contestado a Ballesta: «Todo pasa muy despacio hasta que empieza a pasar aún más despacio: ése es el adjetivo de la acción». El delincuente primero volvió a salir a la calle. Lanzó un cigarro a la alcantarilla y el humo al crepúsculo de plomo. Entró en el establecimiento sólo para que enseguida apareciese Número Dos, quizá Uno en su íntimo escalafón, plantado ante el umbral, sorbiendo una jarra de cerveza, los ojos posados de nuevo en los míos. Avisó a su compañero, mientras se palpaba el bolsillo del pantalón. Venían a por mí, aunque para su desgracia ya se aproximaba calle abajo la pareja de policía que solía informar a Ballesta de la falta de novedades en el caso de la W misteriosa. El delincuente gordo, cuando ya enfilaba su trayecto hacia mi persona, detectó a la autoridad con un sexto sentido, y se volvió a meter en el bar con la misma capacidad de disimulo que de aliño indumentario. Un coche de policía, circulando en contradirección, se detuvo frente al bar. Cuando Ballesta, desde la puerta de Les Feuilles Mortes, sorbiendo también su copa, me hacía señas para que aparcase, pero esta vez de verdad, los golfos ya entraban esposados en el auto policial, y protestaban, y hasta miraban el Mercedes con nostalgia y pena.
—Tienes buen ojo —me dijo Ballesta cuando entré. Y al camarero—: Se ha dado cuenta el niño. Los muy cabrones se atreven con cualquiera.
Los policías llegaron cuando, enrojecido, soportaba los elogios de la parroquia. La autoridad solicitó bebida fuerte y la despachó en un santiamén. Con verborrea del que sabe más de lo que dice, escupida a ráfagas de medias frases y entre chasquidos, el estado de la nación fue analizado desde el punto de vista del que no desea parecer impotente, sino sereno, juicioso y activo, ante la sucesión de asesinatos, atentados, huelgas salvajes, atracos y algaradas que estaban teniendo lugar esos días en todo el país. Ese punto de vista había sido aleccionado en el sentido común y la moderación con un aprovechamiento que denotaba grietas y lagunas. Los que habían tiroteado a los abogados laboralistas en Madrid eran los mismos provocadores que los asesinos de guardias civiles; y si eran otros, ése era un precio que había que pagar, porque nada era gratis, ni lo uno, ni lo otro.
—Y aquí, los de primera línea, achantándose. Hay que joderse.
—Ah, y menos mal que pillamos al francés.
—¿Qué francés? —preguntó Ballesta.
—El de las W. ¿No te lo habíamos dicho?
—Pues corría cierta prisa. A ver, ¿qué francés? —Ballesta parecía ansioso.
—Jean Pierre Moreau. Un terrorista internacional. Un segundo Carlos. Lo tienes que conocer.
—Yo no conozco a nadie —dijo Ballesta muy serio—. Y, además, no creo que un terrorista internacional se dedique a pintar paredes. Y las W siguen ahí.
—A lo mejor no era tan terrorista, sino que quería serlo.
—Eso mismo he querido decir yo.
—Pero ¿las W? —insistió Ballesta.
—La cosa viene del francés, que lo pillamos ayer. Ha formado un grupo autónomo con anarquistas de aquí. Tranquilo…
—Yo estoy muy tranquilo —por el tono de voz, Ballesta no parecía tranquilo, sino tétrico. Yo estaba pasmado.
—¿Cómo se llaman? —preguntó un policía a otro.
—El Pato Libre, o algo así.
—Es un poema, parece. En francés. Que esos pelanas se creen qué sé yo.
—¿«Le Bateau Ivre»? —preguntó Ballesta con fino acento.
—¡Eso! De ahí la W. Mira, si lo tengo apuntado. De puño y letra del francés.
El policía extendió una hoja a Ballesta. Ballesta leyó:
—Aquí pone «Watteau Ivre». Watteau borracho. Watteau es un pintor. Bateau va con B de burro. Y significa barco. Y esta W está escrita por otra mano encima de la B.
—El francés al final ya no sabía lo que decía. A lo mejor la W es la forma del barco. Si te fijas, cuando haces un barco de papel… Y lo de la W lo tenía que explicar de alguna forma.
—El caso es que ya hemos pillado a los cuatro hijos de puta del comando autónomo ese. Se juntan cuatro pelanas y se dicen «Vamos a liarla».
—¡Qué casualidad…! —ironizó Ballesta.
—Es que el francés cantó. No se le entendía la mitad de lo que decía, pero la esencia, sí. Y firmar, el tío, firmó.
—Confesó y delató. Luego, en una bullanga de esas que montan en el Chino, pillamos a los otros seis. Porque son seis, los hijos de puta, y no cuatro. Decir cuatro es una forma de hablar. Y todos del Pato Libre a la media hora de preguntarles. El pato mareao.
—Ya me imagino… —dijo Ballesta.
Hasta yo, en el océano de mi pasmo, me lo podía imaginar.
—La putada es que uno de los seis es el hijo de Vendrell.
—¿El catedrático? —preguntó Ballesta.
—Sí, el catedrático en hacer pasta. Tiene fábricas.
—Es su hermano.
—Sí, y el terrorista, hijo del hermano. La familia ya está dando la lata. Ése, en cuatro días, a la calle. Cuando digo cuatro días, no quiero decir cuatro días justos, quiero decir…
—Ya sé, ya sé… —la paciencia de Ballesta se estaba acabando.
—Pero los otros se van para dentro. Además, los han pillado en pleno disturbio.
—Y lo de la W les ha caído del cielo —remató Ballesta, dándose unos golpecitos en la esfera del reloj con el dedo.
Los policías apuraron una segunda copa, mientras yo me afianzaba en la lógica de la sociedad adulta. Si había entendido bien, mis W habían hecho que cogieran a un pobre francés; el muchacho, con la inspiración de un estimulante interrogatorio, se había inventado una especie de grupo terrorista. Enseguida, de un bullicio callejero habían aparecido nuevos miembros del grupo recién inventado. Y ahí estábamos nosotros, comentando todo el asunto como quien habla de fútbol, minutos después de que otros dos delincuentes visitaran por nuestra culpa la mazmorra, donde a buen seguro les identificarían como jefes de la mafia. Y nuestro negocio era la banca. Ballesta mentó «la hora de los tiburones». Los policías comprendieron y nos volvimos a quedar solos. Era mi gran momento. Yo también poseía el atributo de la imaginación:
—Guillermo…
Desde la noche famosa, me era permitido tutear a un Ballesta que en ese momento reflexionaba con gesto severo sobre lo que terminaban de comunicarle:
—¿Qué pasa?
No sabía cómo empezar.
—Tengo mucho tiempo libre…
—Felicidades. Haz deporte. Pareces un alambre.
Ballesta regresó a sus asuntos.
—Quiero decir que en vista de la preocupación que veía con el problema de las pintadas, y que yo, vamos, tengo algún contacto…
Ballesta explotó en una carcajada como si don Tomás del Yelmo le acabase de relatar uno de sus altos humorismos.
—Sigue, sigue…
—La W. Sé lo que significa.
La cara de Ballesta se transformó:
—Que oiga violines, chaval. A ese par de payasos no puedo decirles nada, pero tú sabes muy bien, Fernando… ¡Vosotros! ¡A vuestras cosas…!
Los camareros se fueron al otro extremo de la barra con un vaso y un trapo en la mano.
—Lo sé perfectamente. Me he criado en un barrio…
—Sé en qué barrio te has criado. Dónde viviste luego y dónde vives ahora. Quién es tu padrastro y tu madre. Felicita, por cierto, a tu madre por su reciente alumbramiento y su nuevo embarazo, que ya andará en los ocho o nueve meses. Se me había olvidado decírtelo.
El silencio me confundía, el tiempo se dilataba por segunda vez esa tarde. Pedí permiso para ir al lavabo. A mi regreso, Ballesta aún estaba riendo.
—Oye, que no te asustes. Todo eso está en tu ficha de personal. En el banco. Las gestiones que hizo tu padrastro y eso. Ha sido el modo en que lo he dicho. Perdona. Estamos muy contentos contigo, pero hay que hacer averiguaciones sobre la gente de confianza. Es algo lógico. A ver, eres de barrio… Cuéntame.
Carraspeé. Los ojos de Ballesta me miraban con intensidad, pese al rictus burlón de su boca.
—En mi barrio se pintaba mucho esa letra. Era como un juego. Al principio, hacía referencia a una especie de personaje que corría por allí…
—¿Cómo se llamaba?
—Ni me acuerdo. Yo era un crío. Pero cuando alguien se aburría era una especie de moda el pintar la letra en las paredes. Y la moda ha vuelto, pero a lo grande. Es como el yoyó, que se pone de moda un año, desaparece y luego vuelve. Enfrente de mi casa también pusieron una W. Bueno, y en la esquina. Y se ven trenes con W. Vamos, toda la ciudad está llena. Y he visto chavales que no parecen anarquistas, ni terroristas, ni nada, pintándola. Mi conclusión es que la moda ha vuelto y, ahora, coincidiendo con lo de la política, se ha puesto más de moda. Es una moda más grande. Y que lo de esta pared es cosa de un gracioso. Nada más.
—No me había fijado… —Ballesta se sorprendió de que se le hubiera escapado un detalle—. ¿Vosotros os habíais fijado en que todo está lleno de W?
Los camareros, entretenidos en limpiar vasos al otro extremo de la barra, negaron con la cabeza. Quizá lo habían sabido todo el rato, pero les gustaba el juego. Ballesta dejó caer una mano sobre mi hombro.
—No es que haya servido para mucho, porque el bromista va a seguir con sus bromas hasta que lo pillemos. Pero cuando hable con ese par de imbéciles, tendremos una charla sobre competencia y lealtad. No saben cómo hacérselo para que piense que les debo un favor. Como si en el sobre que les paso hubiera hojas de los árboles.
Ballesta siguió pensando. De vez en cuando me miraba y yo bajaba la vista. No sabía si me estaba calibrando, o si lamentaba haberme dicho más de lo necesario al mencionarme lo del sobre. Quizá estuviera impresionado. Quizá pensaba que había fallado. Muchas veces me ha sorprendido el modo en que los perspicaces desdeñan un campo de observación cuando han decidido que no van a sacar en el futuro ningún beneficio de éste. Mi jefe se pasaba el día mirando la calle a través de una ventanilla, mientras yo le conducía de un lugar a otro. Miraba y sacaba sus conclusiones. Pero no miraba las paredes. ¿Qué podían decirle? No había visto ni una sola de aquellas omnipresentes W, ni había dado con lo evidente.
Al cabo de media hora, la irrupción de las chicas de la barra, la de don Tomás y don Carlos, la de Tina Alarcón, la fuga entre besuqueos de las otras chicas y los cambios de temperatura emocional de Ballesta, propiciaron la tercera ocasión de que en esa tarde el tiempo se dilatara y yo fuera feliz y aún más inocente.
Cuando don Tomás, don Carlos y Tina levantaron la reunión y se acercaron hasta nosotros, don Tomás le dijo a Tina:
—Dale las llaves a este muchacho.
Enseguida se dirigió a la audiencia y como un tenor napolitano soltó una risa a modo de prólogo, que ocasionó la exaltación de las víctimas de la inminente humorada. Y don Tomás dijo:
—Resulta que la hija de un comunista de esos que estaban fuera y están volviendo, un exiliado, la hija de un exiliado, sale a dar una vuelta. Cuando llega a casa, todos la ven con una sonrisa de oreja a oreja y le preguntan. «¿Qué?, ¿cómo te ha ido?, ¿cómo lo has visto todo?». «Huy, de maravilla», contesta la chica. «Iba por la calle y me han disparado una bala de goma, me he agachado y me han violado». —Y don Tomás del Yelmo se llevó la mano al pecho, se pinzó la corbata, sus carcajadas desataron la tormenta, y los aduladores adulamos, y convulsionamos al límite la caja torácica, y nos retorcimos bajo las costillas hasta sacar de nuestro cuerpo la última gota de adulación. Como siempre, miré de reojo a Ballesta para calcular su nivel de resentimiento. Pero su rostro estaba iluminado. Cruzaba en ese momento una mirada con don Tomás, y don Tomás, el rostro encendido por la risa, haciendo el papel de idiota, asentía con la cabeza. Yo miraba ahora en todas direcciones con el disimulo que todos mis años me habían otorgado, y vi a los dos chóferes levantando la silla de ruedas de un don Carlos bamboleante y magnífico como una virgen sevillana, a dos camareros riendo, mientras otro, fuera del campo de observación de los poderosos, reservaba mesa para tres con repugnancia; y también Tina Alarcón reía, pero mirándome, ¡mirándome a mí!, y extendiendo sus largos dedos con uñas rojas, y en ellos la misma llave que yo le regalara un tiempo antes, y su boca roja diciendo: «¿Me puedes acercar el coche? Está en el aparcamiento de la esquina». Su mirada haciéndome entender que entendía que yo había entendido, aunque yo no estuviese muy seguro de entender nada. Pero me daba lo mismo, porque iba a conducir lo que iba a conducir.
Al emerger del estacionamiento, gracias al bendito munícipe que gestionó el sentido de circulación de las calles, pude dar un rodeo hasta aparecer como un sencillo playboy a la puerta de Les Feuilles Mortes. En la calle me decidí a saludar a todo el mundo desde mi máquina. A ellas, sobre todo. Oí cómo sus ligas estallaban, y las medias caían oportunamente a mi paso; vi cómo padres de familia, cargados de problemas venerables, con los ojos fijos en la punta de los zapatos, salían de su marasmo peripatético y me devolvían el saludo, porque a lo mejor yo no me equivocaba, y era alguien conocido, y sin duda, muy importante. Me reverenciaban, me honoraban, los maniquíes de las boutiques de lujo, y las dependientas de esas boutiques al ver el comportamiento de sus maniquíes, deteniendo la excitante postura al bajar la persiana metálica, sonreían al caballero del deportivo, y levantaban unos centímetros la falda. ¡Cuánta verdad en aquel Jaguar amarillo! En un recorrido exiguo, entre la envidia, la adoración, la explosión de burbujas de pecados capitales en el fúnebre invierno del setenta y siete, vi a pequeños salvajes tostados saltando a remolques retumbantes, a otros dos niños cruzando un paseo con un Seiscientos robado bajo la lluvia de agosto, citas clandestinas en mugrientas estaciones de cercanías, mientras un adolescente corre a hacerse con su Gordini agenciado en un polígono industrial, y ya no hay Gordini. El aguafuerte de lo miserable se volvía acuarela. La no vida, vida. La sombra, luz. Cerré la ventanilla y me deslicé con toda la suavidad del mundo hasta la puerta de Les Feuilles Mortes. Don Carlos había desaparecido, y su chófer, y el chófer de don Tomás. Deduje que esa noche Ballesta cenaría con don Tomás y su querida. Obviando la presencia de los jerarcas, entregué las llaves del bólido a mi dama. Don Tomás del Yelmo se las arrebató, me miró, y muy serio me dijo:
—¿Qué te parece, chico? —se refería al Jaguar.
—Un Jaguar tipo E de la Serie III. Quizá no pueda competir con un Ferrari o un Aston Martin de su categoría, pero es mil veces más hermoso. Ha sido un acierto cambiar el volante a la izquierda. Viento y joyas, vamos… —opiné, por estar a la altura. No miré a Ballesta, pero escuché un chasquido de su lengua como un latigazo que me diera ahí mismo, delante de todos.
—¿Lo hacemos, entonces? —ahora don Tomás miraba a Tina Alarcón, que me sonreía y asentía.
—Guillermo… —dijo don Tomás—: No te importa, ¿verdad? Y no será todos los días.
Ballesta afirmaba resignado.
—Claro que no —dijo.
—Pues no se hable más. Fernando, tienes que enseñar a conducir esta maravilla de coche a esta maravilla de chica. Quedáis mañana donde ella te diga —dijo don Tomás, y me sorprendió que se acordase de mi nombre.
—Espera, que te apunto la dirección —me dijo Tina.
Iba a decir que conocía perfectamente esa dirección, pero caí en la cuenta de que si mi trabajo consistía en algo, era en no saber nada, y seguir como un espectador sin opinión cada cuadro de la farsa ligera que se traían entre ellos. Así me lo corroboraron las miradas de Ballesta y don Tomás.
—¿Has crecido, verdad, Fernando? Igual de delgado, pero más fuerte —me dijo don Tomás de pronto, y se puso a imitar a un levantador de pesas, recordándome su poderosa demostración con el busto de Franco, y de paso, que él no olvidaba nada. Y por si esto último no sabía deducirlo yo solo, se llevó el dedo índice a la sien.
Tina Alarcón me extendió una tarjeta.
—Te espero mañana a las once.
—Muy bien —dijo don Tomás—. Y ahora, corriendo para casa.
Eso me lo decía a mí, que en ese momento me acercaba a Ballesta por si ordenaba algo para el día siguiente y comunicarle a un tiempo con la mirada el tremendo esfuerzo que me suponía no tratarle durante unos días. No me dio tiempo a decir nada.
—¿No te han dicho que corras? —preguntó el cabrón de Ballesta, mientras daba dos palmadas.
Y salí corriendo, mientras ellos reían, a la misma velocidad con que volaban mis conjeturas. Y seguía corriendo cuando sus risas, a bordo del Jaguar, me adelantaron. Y no sé si lo que he contado que ocurrió aquella tarde, ocurrió en realidad en dos o tres o cinco días. Pero la memoria concentra los sucesos con una saña esquemática, siguiendo las líneas de una primera plantilla que ordena todos mis recuerdos en una sola jornada llena de acontecimientos. Todo ocurría muy despacio hasta que empezaba a ocurrir muy deprisa y muy despacio a la vez. Y ésos eran el nombre y el adjetivo de la acción: radiante acción.