5
En menos de un año mi madre y Carmelo se estaban casando en una discreta ermita a las afueras de un pueblo del interior. Un domingo de paellas y barbacoas, de partido de fútbol entre solteros y casados y anuncios en los cruces: «Adquiera ahora su residencia a todo lujo», «Disfrute un paraíso de montaña». Los lugareños miran escépticos la jauría ciudadana y pulsan la tecla que abre la caja registradora. Los mosquitos afilan su trompa y zumban de puro gozo. Los niños se patean bajo un pino y los ancianos se rompen la cadera. En ese «paraíso de montaña», con los ahorros de una vida de mesura, Carmelo había adquirido lo que con mucho enigma denominaba «el terreno», hasta que nos llevó un día en su Ochocientos cincuenta Sport y descubrí que ese hombre llamaba «terreno» ni más ni menos que a un terreno: un cuadrilátero yermo con estacas en los vértices y, según amarga confesión, «cuando me decidí, ya no pillé ninguno con derecho a árbol». No importa: mi madre y Carmelo, mientras disponían sobre un mantel a cuadros un frugal picnic hablaban del terreno y se desenvolvían por el terreno como si en éste ya se hubiese construido a principios de siglo un espléndido palacete mediterráneo, hubiésemos dado fiesta al servicio, jugáramos a ser pobres, pero felices, y Manet nos estuviese pintando. No como la familia numerosa del terreno de la derecha, que se comunica mediante el grito y mediante el grito nos pide un sacacorchos; no como los de la izquierda al que lo barroco de su acampada les hace parecer tuaregs, y como vuelvan a tirarnos la pelota se la pincho. Tras el almuerzo, fuimos a tomar café a un restaurante con piscina, y mi madre y Carmelo mantuvieron una misteriosa charla con el encargado. Ya de vuelta en nuestro hogar, y en las mejillas el arrebol de un soleado día de campo, Flora se dirigió a mí con toda seriedad:
—Fernando, siéntate. Carmelo no ha podido quedarse y…
—Me parece muy bien.
—¿Qué es lo que te parece tan bien? ¿Que Carmelo se haya marchado?
—No, que os caséis.
—¿Y quién te ha dicho a ti que nos vamos a casar? —mi madre, asustada, se había llevado una mano al pecho, repicó la bisutería—: Hijo mío, a ver cómo puedo… Ya sé que te acuerdas mucho de tu padre, pero reflexiona un momento…
—Yo no me acuerdo de mi padre.
—Fernando, no lo pongas difícil. Yo sé que no va a ser sencillo vivir con alguien más y en otro sitio.
—Joder, será estupendo.
—¡No digas palabrotas! Yo nunca he dicho palabrotas en esta casa.
—Joder, que no.
Si Flora hubiese fumado, ése era el momento de encender un cigarrillo, cargarse de paciencia y elegir las palabras adecuadas entre el humo y un léxico que, como habrá visto el paciente Lector de este Informe, mejoraba día a día.
—Piensa que tenemos que seguir adelante y que Carmelo es muy buena persona y nos quiere.
—No, si ya…
—Vale, es lógico que tengas celos. Pero pasarán. Además, ya eres un hombre.
—Pero si no tengo celos…
—Pues me da igual. Digas lo que digas, me voy a casar y asunto concluido.
Mi madre no tuvo la deferencia de invitar a su boda a nadie que hubiese conocido en los dieciséis años y varios meses de estancia en la ciudad, excepto a su hijo y, no había más remedio, al cándido Carmelo. Al novio lo acompañaron una treintena de ruidosos paisanos y varios compañeros de trabajo. Durante la ceremonia y el banquete me persiguió la idea de que todos me miraban cuchicheando, mientras yo no podía apartar la vista de mi madre. Ella resplandecía. Poco a poco había vuelto a tomar conciencia de su cuerpo. Pero ya no se trataba de adelgazar o protegerse del tiempo, sino de florecer de una vez bajo el cuidado de las esperanzas cumplidas. Gestos delicados matizando movimientos llenos de naturalidad bajo su vestido crema y un brillo de los ojos que delataba victoria, satisfacción definitiva. Por eso los invitados la felicitan y besan, y besan y felicitan a Carmelo, y bailan multiplicándose en los espejos del salón de banquetes, solicitan canciones gallegas a los músicos, imaginan tocar la gaita, aparentan triscar por el monte, mutilan la corbata del novio, se hacen, no sin resistencia, con la liga de la novia, el vocalista de la orquesta reconoce a uno de los invitados como El Grosero de Redondela, le asegura ser El Ronco Enmascarado, y en medio de la pista rememoran ante el júbilo general el combate de catch que antaño les enfrentara. Todos hacen corro en torno suyo, menos el pío Carmelo, que sale a la terraza y al jardín, al fresco silencio de la noche, con el sofoco, la lividez y la boca colgante desafinando el estribillo de la conga, y se ciega con el último destello de un vaso en la hierba, mientras orina tambaleante junto a la piscina. Luego vuelve a sumergirse en el tumulto en mi busca para presentarme gordas niñas con bigote. Pero yo no estoy en el salón de bodas, porque soy el dueño del vaso en la hierba. Bajo un árbol, al otro lado del terraplén que conduce a la planicie dominguera, miro los estertores del día contra el fondo del humo de una fábrica lejana, padres avisando a niños que corren entre sillas de lona volcadas, y pienso si alguna vez ese paisaje a esa hora, ese algarrobo y ese sol poniente hundiéndose en el llano agujereado por topos, será para esos niños un paraíso perdido. Me detengo a considerar mi estado, la pus de las heridas abiertas, los años escolares, el bachiller. Docentes compitiendo en bostezos con el bostezo general. A ver quién abre más la boca diciendo Tananarive, Calatañazor, Kandinski. La incompetencia educativa oculta de modo involuntario una verdadera instrucción para la irrealidad futura, pero yo lo ignoro. Me pregunto cuándo acaba todo esto. No puedo entablar amistad con esa turba variada de adolescentes que ríen y lloran por menudencias, que desconocen la emoción del momento verdadero, la verdad de la vergüenza decisiva, la decisión ante el ultraje infinito, la infinitud de un día de agosto, de su resolución, de su desolación. Todos ven en ti a un solitario sin interés, que es la peor clase de solitarios, y te tratan en consecuencia, o sea, no te tratan. Tú respondes a eso con más soledad que aún genera menos trato, y sólo piensas en salir de allí, que eso acabe de una vez, olvidar, obviar a esa chusma inalcanzable; ser en cualquier punto del planeta menos ése el tipo frío que las conquista, el último recurso. Muy pronto, lo dice mamá, me ensancharé; y muy pronto, lo digo yo, ganaré dinero. Necesito trabajar. El trabajo dignifica. Quiero trabajar, madre. ¡Mira qué bien hablo! ¡Mira cómo escribo a máquina! ¡Mira qué progreso desde el tiempo innombrable! No seré el duquesito que anhelas, eso no, porque no estoy tan loco como tú, o lo estoy mucho más. Debo y debo y debo y debo dejar de mirar, dejar de pensar en espiral. Es necesario que palpe la carne inocente y la carne experta; besar el tobillo grueso, la nalga dura, la boca ávida, lamer los dientes, comerme esa lengua, entrar dentro como dicen que se entra dentro, pero no se entra, porque ya se sale, y se entra, medio sale, medio entra. Debo dejar de cascármela, pero no hoy, no ahora, mientras ya es de noche y apenas llega la música, y apenas llegan las voces y el resplandor y las sombras que siguen dando vueltas y más vueltas, y sigo, y le doy, y pego, y entro y salgo como dicen que entran y salen. Busco y rebusco en la memoria, y ya sé, señora, que no ha conocido nada igual, y eso que parecía tímido, ni los amigos de su marido, los oficiales jóvenes, los ministros. Yo chupo, y ella chupa, lamo, lame. Es morena y rubia, alta y baja, serena, loca, es. Y ya no es.
«Cesó todo y dejéme entre las azucenas olvidado».
Y al día siguiente, nos fuimos los tres de luna de miel. En el mismo barco que había de llevarnos a Mallorca para que mi madre y Carmelo se solazaran de lo lindo, volví a ver la W.
El viaje, pese al ridículo papel de carabina que me habían asignado, me ilusionaba más que abandonar de una vez el sótano, ocupar el piso que Carmelo había adquirido con su previsión insaciable, o cualquier otra novedad de aquellos días. Era la primera vez que salía de la ciudad y se me hacía evidente que uno podía marcharse de allí sólo con proponérselo: era cuestión de ligereza, de no dramatizar las carencias. Me quedé pasmado, era un ingenuo, cuando me fue asignada una cantidad desorbitada para mis gastos de bolsillo. Rico y viajero, no faltaron divagaciones blancas sobre un capitán de dieciséis años: la melena al viento, canto alegre en la proa, y ya en tierra, silbo al volante de un descapotable y palmeo cariñoso la cabezota de un dogo con la lengua fuera y los ojos alegres que se ha colado en la ensoñación sin que nadie lo llamara. Por ese afán de variedad me mostré tan solícito, paciente con el nerviosismo nada contenido de mi madre, porteador de maletas, señalador de muelles y buques, de tablones con horarios y taquillas, guía de la feliz pareja entre el tumulto y las despedidas ajenas hasta enfilar la rampa de embarque bajo la luz de focos portuarios. Abordando el barco, me fijé en la gorra azul de un marinero con una fregona de palo telescópico en la mano y mucha parsimonia en la actitud. Ese arquetipo naval se disponía a borrar una W que alguien había pintado en el casco con evidente audacia. Ya no dije nada en toda la travesía, pese a las especulaciones que mi mutismo despertaba en una Flora mareada, pálida como el papel y con un pañuelo húmedo en la frente, mal reclinada sobre una tumbona, aún reacia a creer que mi felicidad era la suya y algo enfadada, él no se daba cuenta, yo sí, porque Carmelo nos hubiera hecho viajar en cubierta hacia la isla en temporada baja, cruzando la noche negra y húmeda, el hiriente ruido del motor aniquilando la poesía de nubes rasgadas por la uña del cuarto creciente.
Una vez en el hotel, por más que provocaba la situación ideal para dejarles solos, y mataba el tiempo junto a la piscina vacía, entre sombrillas de colores tiradas por el viento, mis papás me llevaron a rincones con mucha historia y mucha anécdota, a rincones sin historia ni anécdota, pero de belleza singular, a páramos sin belleza ninguna, historia nula, ni un alma en varios kilómetros a la redonda, y una anécdota: habíamos pinchado el coche de alquiler. Mi madre, frotándose los brazos cruzados en medio de lo inhóspito, observaba al paciente Carmelo arrodillado. Yo no dejaba de pensar como todos aquellos días en la W. Vi la sombra, vi al Watusi flotando en el mar, vi a Pepito trazando su primera inicial simbólica en el rojo muro de contención. Me sentía una especie de traidor y me preguntaba qué habría sido del Yeyé en todos estos años, una eternidad tan árida como el páramo donde habíamos pinchado. Tuve la certeza de que aquello no era un azar, sino que alguien me observaba desde un lugar desconocido y me enviaba señales. Me decía: «Sé dónde estás». Quizá Pepito no había pintado aquella W, porque no era el Watusi a quien vi flotando aquella madrugada. O sí lo era, y la sombra de ultratumba me seguía, me tenía por un elegido, no había muerto por mí en balde. Inquietantes pensamientos que se trasladaron a mi habitación de hotel y se resolvían en un tránsito de eternidad cuando abría la ventana, me asomaba a la calle solitaria y alguien, un nuevo espíritu, se perdía en la esquina.
Una tarde, Flora y Carmelo decidieron acudir a la feria de la ensaimada, y algo en las sonrisas y en los guiños que se dirigían me hicieron pensar que no querían que les acompañase. Les dije que si no les importaba prefería ir a dar una vuelta por ahí, solo. Flora me advirtió que no hiciese una de las mías, que me conocía. Y me conocía, porque pensaba utilizar la tarde en provocar un acontecimiento, el que fuese.
Les despedí en la puerta del hotel con ademán tranquilo y aferrado a la mágica asignación de la que no había empleado ni un céntimo. Consumí un whisky en el salón Valdemosa, mientras el pianista rociaba el ambiente con el tema de amor de El Padrino y dos antiguas doncellas de la reina Victoria Eugenia se volcaban en el peto temblorosas tazas de té. Al salir, el sol de media tarde me estalló en los ojos, y contemplando los dorados y los rosas en lo más alto de los edificios, encaminé el paso levitante hasta el puerto. Sabía que ése era mi deber. Al llegar al muelle donde atracaban los barcos que venían de Barcelona comprobé que las cosas tenían algo que decirme. Me senté en un amarradero. Una sobredosis de brea afectó mi pituitaria y compuse frases sin sentido: «Saluda una vez nada más a los que ya no están aquí», «La piedra de la marea habla a las gaviotas», «Haz como el pino enano y no te muevas». Me enfrenté con el Fernando Atienza que estaba al otro lado del mar hace años, pescando nada, ignorante de estar destinado a una misión. Y llegó el Ciudad de Badajoz, lento, majestuoso, con una W en su casco y todo se corroboró. Y llegó el S. S. Amsterdam tras breve escala en Barcelona, tiempo suficiente para que alguien trazase no una, sino varias W y la evidencia se demostrase una vez más. Me levanté a pasear por el muelle y ahí estaban marineros de todas las nacionalidades baldeando la cubierta, el agua jabonosa venciéndola por la borda, lamiendo más W en el casco del Mersey Flower (Liverpool) y del Stanganah (Panamá City) y del Oggigornia (Monrovia). El viejo espíritu había ganado: en las cosas hay vida, y donde más vida hay es en la audacia de adivinar vida en las cosas. Si alguien no me cree, se lo puede preguntar a la señora Berta que en ese momento, apoyada en un catalejo turístico, me mira y sonríe, detiene mi paseo, me pasma. En cuanto pude me refugié tras un quiosco que olía a azúcar quemado para hacerme con una cerveza y un punto de observación. La señora Berta trazaba con su cadereo un exiguo recorrido entre el muelle y un paseo con palmeras. Volví sobre mis pasos con la vista fija en su presencia pechugona. No era la señora Berta, pero tenía que serlo, hasta ese momento era lo que la señora Berta representaba para mí. En ese estado de excitación no me daba cuenta de que imitaba con poco disimulo los trayectos de la señora Berta arriba y abajo, y todo el paseo, maliciosos en el fondo de las terrazas y taxistas en batería, había empezado a cruzar apuestas. Por fin, mi musa se detuvo y creí morir. La señora Berta se acercó a la estatua con pleno dominio de la situación y me increpó un «¿Buscas novia o estás de mosqueo?». Me llevé la mano al bolsillo y mostré el dinero. Ella alabó mi honestidad.
Con el tiempo he leído diez mil historias de iniciación semejantes y todas tienen un tono sórdido; desamparo y lluvia tras los cristales, rumor de sábanas sucias silbando en el aire clandestino, narcotizado. Una persiana bosteza en tono rasposo y la verdad del crepúsculo aniquila una experiencia ridícula. Qué va, hombre. ¡Viva el pelo! Al entrar en la señora Berta tuve la plena seguridad de que antes ya había estado allí. Ése era mi lugar, mi casa, de donde medio entro, medio salgo, y menos mal que me he tomado el whisky y la cerveza, porque si no me hubiera ido al segundo como un animalito. Y pasé cierta angustia cuando la señora Berta empezó a fingir que se moría de placer y a decirme con deje arrastrado y entre suspiros que yo era su canallita y su marinero en tierra. Y casi salgo de estampida cuando empezó a aullar. Y yo: ¿qué pasa? Y ella: Nada, guapo, dale. Luego me dijo que volviera cuando quisiese y me despidió, en un gesto no exento de sarcasmo, con una cariñosa palmada en el culo.
Entré en el salón Valdemosa y en un rincón del fondo, bajo una esfera verde que proyectaba una luz excesiva para las carantoñas que se prodigaban, Flora y Carmelo contuvieron al verme su ímpetu y la risa como dos chiquillos. Ni siquiera pensé en los posibles efectos afrodisíacos o hilarantes de la ensaimada, pasta que habrían ingerido a carretadas en la feria a la que habían dicho encaminarse, porque ellos ya no eran ellos y al contemplar mi aproximación en hábil pero cauto eslalon por entre las sillas y las mesas de mimbre parecían investidos de una penetración ocular que leía en mi mente: «¡Vengo de follar, mamá!». Sí, sus ojos, los sicomoros y ficus del jardín saludando al viento tras los cristales, las ancianas, ex doncellas de la reina, el pianista, su pajarita aberrante, los camareros displicentes, cada nota de «Ata una cinta en el viejo roble» parecían saberlo todo. Me senté y me encogí de hombros. Rieron alborozados. Dudas.
—¡Qué hay, hombre! —saludó Carmelo.
—¿De dónde vienes? —preguntó Flora.
«¿Adónde va lo que viene? ¡Todo a las putas y los bares!», no tardaría en enseñarme alguien. Eso es lo que podría haber contestado, áspera premonición, pero dije:
—De por ahí.
—Te hemos visto, pero no hemos querido decirte nada. Te has puesto rojo. ¿Te da vergüenza? Si te hubieras visto… —Aquí una pausa de mi madre al tiempo que yo, fundido, me deslizaba silla abajo, y ella le daba un sorbo a un San Francisco decorado con sombrilla y cintas de colores—. ¿Qué le decías?
Tardé unos cuantos fonemas, una Q repetida entre dientes, en articular «¿Quién?».
—Pues tú. Al mar. Levantabas los brazos y parecía que le hablases. Que saludaras a los barcos. Parecías un poeta. Mira…
La imagen de vástago de portera, solitario y ausente, que he ido dibujando al Lector, me ha impedido mencionar algo. Un tanto embriagado por el vértigo de nuestra centelleante ascensión social, de vez en cuando me permitía alguna solicitud que me era negada en favor del bien familiar y con la excusa de que ya me podría permitir los lujos que quisiera una vez me hubiera convertido en un tenaz trepador egoísta, adulador, delator, conspirador, miserable e interesado, un hombre de provecho en definitiva, y que la vida era mucho más extensa de lo que presagiaba. Una de esas reiteradas demandas, surgida de la noción de que un fotógrafo podía tener una vida excitante, rodeado a todas horas de bellas, famosos y temibles fieras (si se iba de safari), era la cámara que en ese momento, en el histórico, porque me acogió, salón Valdemosa, desenvolvía confuso, fingiendo gratitud inmensa, porque la vocación fotográfica había sido arrinconada y ese día mi capacidad emocional no daba más de sí. A partir de ese momento, no tendría más remedio que dedicar mi existencia en la Tierra a hacer fotos de carnet, de pasaporte, recordatorios de todas las focas del barrio, bodas y bautizos, como el triste bigotudo que regentaba el estudio fotográfico de la esquina y, en el plató, corregía la posición de las niñas impúberes más de la cuenta y con excesivo fervor. (Para más información: portera del 104).
Retraté a los recién casados, mejilla contra mejilla, y la óptica los hizo diferentes, ya alejados para siempre de mí, de ese que ahora, con un rápido movimiento conecta el disparador automático y se sitúa entre los dos con cara de recién desvirgado, sacando la lengua a una cámara que, fuera para siempre de mi torpe alcance, copiaría el gesto inane, durmiente, de la pequeña Gracia recién nacida, y a Gracia, mirando atónita el objetivo, babeando semisólidos en las rodillas de una madre embarazada que amenaza con meterle otra vez la cuchara en la boca, y los cimientos de la casa, y la primera semana de construcción, y la casa acabada, en un terreno al que yo nunca volvería, y los lloros de Francisco José, al que todos se empeñaron en llamar Francis, decepcionado de su primera impresión del mundo, y mi partida el primer día de trabajo, tomada desde el balcón de casa (yo, desde la calle, levanto un brazo con la arrogancia que da la timidez y digo: «Déjame en paz…»), los viajes, y los coches, y las transacciones festivas con los hitos de la vida, y yo no estaba allí, sino en otra parte que nunca era la que luego diría, construyendo la Gran Mentira, olvidando una y otra vez lo que esa noche en la habitación, fumando en la ventana, creí llegar a comprender. Me empeñé por pura vanidad ignorante en decidir que por fin tenía acceso a la palabra «Radiante». Creí saber, iluso, que la vida no es dramática y no tenemos, por tanto, que vivirla de una forma dramática. Creí haber conseguido algo que me faltaba cuando en realidad me había liberado de algo que me sobraba. Creí ser otro por un polvo de mil pesetas (de aquel entonces).