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Aquella madrugada del Watusi, me acomodé al paso de Pepito mientras abandonábamos la sombra de la Grúa, un esqueleto de hierro oxidado en los límites de la zona portuaria. Entre vigas, rieles y maromas, empezamos a perder el olor a salitre y a café de cantina y nos cruzamos con estibadores envueltos en bostezos y humo. No nos preguntábamos por qué trabajaban en día festivo: en parajes de tanta evidencia no había lugar para la sospecha. El graznido de las gaviotas volando bajo, revueltas bajo la leve lluvia, se enmascaró con el ruido de coches que bordeaban el cementerio. Cruzamos la carretera del puerto franco, tomamos atajos, encaramos empinadas cuestas, saltamos vallas y cruzamos jardines municipales con la falsa percepción de inminencia bajo la súbita vegetación. De pronto, he recordado una de las razones por las que solíamos ir a pescar aquel verano y ahora vuelve como una náusea al evocar mi figura entre las sendas embarradas. Porque hago memoria y no encuentro el aroma combinado de tilos, arces y plantas exóticas cuajadas de lluvia, sino un potente, soez, olor a basura que asfixia como el abrazo de un oso. Cada noche los camiones llevaban su carga al vertedero abierto en mitad de la montaña, y ahí se pudría, flotando a nuestro alrededor como niebla invisible, el nauseabundo excedente ciudadano para que nos asfixiáramos de una vez los que no teníamos sitio en la ciudad. Ese Alguien tantas veces mencionado y al parecer omnipotente parecía dar prisa a los muchos que se estaban yendo aquel verano, a los que aún dudaban y, sobre todo, a los que habían hallado un refugio seguro en la miseria. Los diligentes habían empezado a irse años antes, pero otros llegaban; ahora parecía que sólo existiese una dirección única, la de la fuga: carromatos atestados de muebles bajaban cada día la montaña flanqueados por niños llorosos y viejas reumáticas avisando calamidades, la furgoneta de un amigo esperando en el pavimento. En las puertas de las casas se hablaba del «Plan parcial», del «piso», del «polígono», se nombraban con dificultad fonética lugares donde previo pago de todos sus ahorros, los más, decían, favorecidos iban a ser depositados en cuanto accedieran a determinar el sitio donde habían venido a morir, se aclarasen de una vez, aprendieran a pronunciar el nombre difícil donde los destinaban, terreno para verdaderos juegos, casas de diez pisos o más como en la tele, no se cagará en el monte. «Matas, algarrobos y para de contar», comentaba sobre la Tierra Prometida alguna avanzadilla que volvía de visita. Cundían el desánimo y la alarma cuando se filtraba entre los agujeros de las chabolas, de las coreas, de los grupos de discutidores, que el año que viene iban a tirarlo todo: el que no hubiese conseguido piso, y los pisos ya escaseaban, se podía ir disponiendo para la absoluta indigencia. Los debates sobre el problema inmobiliario daban vergüenza ajena. El Orondo Poseedor de la Verdad, aleccionado por el Funcionario con quien mantenía provechosa relación de vasallaje, el sobaco exudando diligencia y la faria mascada añadiendo al ambiente viciado el humo de la sabiduría, desencajaba de la oreja un resto de lápiz y se ponía a hacer números, seguro de impresionar con su cábala a quien de pronto formulaba la pregunta cargada de razón. Entonces se cogían unos a otros de las solapas, se clavaban los lápices, volaban los papeles, se estrangulaba la gente, se volvía a empezar. Lo importante, lo triste, es que nadie iba a domiciliarse en ese decorado que ahora surgía a nuestro lado para que Pepito y yo observáramos como cada día los lejanos avances de un rascacielos a medio construir frente al puerto, el laberinto con intenciones racionales desde el que todos aquellos enviaban al campo, al pueblo, fotografías tomadas en los paseos principales, endomingados, para que rabiaran por no haberse venido los que se quedaron allá contando ovejas de otro, o seguían esperando bajo un sol caníbal un turno de bracero. Los expulsados iban a ir mucho más lejos, a otro pueblo, donde de no empezar a ganar el dinero que ni a tiros ganaban en los años que llevaban de elementos urbanos de difícil adopción darían origen a una de esas paradojas, salir de un pueblo para acabar en otro peor, que siempre termina en una tasca entre jaculatorias beodas. Inalcanzable paisaje ciudadano, la extensión cúbica entre montañas con parque de atracciones, salpicada de monumentos financieros de cristal rematados por estatuas y torres eclesiásticas como zarpas, que aparecía a nuestros pies y se extendía hasta el horizonte para que cada día Pepito levantase los brazos ante ella y pronunciara solemne:

—¡Cuánta puta y yo qué viejo!

Mi madre, ante el mismo panorama, imbuida de lo contemplativo del momento, solía realizar el mismo ademán trágico de cara al cielo infinito para avisar:

—¡Barcelona es una ciudad peligrosísima!

En cualquier caso, el momento tenía la misma solemnidad. Y a las frases históricas seguía un respetuoso examen del anfiteatro. El silencio ritual propició que ese 15 de agosto oyésemos las voces desgarradas procedentes de El Molino.

El día del Watusi
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