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Para qué seguir engañándonos. La única tarea que resta es burlarme de ti, Lector. Ya sé que no tomas esta afirmación como una prueba de valentía. Me conoces y sabes que no soy valiente. Pero desde que uno de tus inferiores me encargó el trabajo y, lo podemos decir así, me obsequió con un hermoso adelanto económico, supe que me estabas planteando un ardid. Desde entonces hemos jugado al gato y al ratón en espirales, mientras nos acecha el Temible Perro Verde. Mis extrañas pesquisas por los tugurios más sombríos de la ciudad ya han conseguido que en las claras oficinas tengan distintas versiones de las actividades pasadas y presentes de José Felipe Neyra. Porque a la gente le gusta hablar, y tiene boca donde los ojos, y donde las orejas. Además, y como si mis días tuvieran más horas que los del resto de la gente, voy completando este Informe en el que me he fingido el escritor que nunca pretendí ser ni por lo más remoto. ¡Escritor cómico, además! Cómico, sí. Ríe, Lector. Los hechos dan risa cuando los repaso en sus conclusiones e impongo su verdadera importancia al magma general. Y en los últimos veinticinco años sólo encuentro tartas estrellándose contra estupefacciones, bobos resbalando en una piel de plátano y dentaduras con resorte claqueteando hasta el borde de la mesa. Al menos, ésa es la conclusión que Elsa hubiera extraído de los acontecimientos.
Durante los años 30, unos distribuidores cinematográficos españoles encargaron a un escritor de mucha fama unos guiones que iban a llamarse Celuloides rancios. La novedad del cine sonoro se encontraba en pleno auge y de pronto existían kilómetros inútiles de película «muda». A alguien se le ocurrió la idea de rescatar viejos dramones y doblarlos con agudezas del escritor para conseguir un efecto, sí, cómico. De este gracioso modo, Prisionera del destino, un despliegue de ridículo histrionismo melodramático, se volvía, con los diálogos añadidos de la banda sonora, en Remigio tiene un litigio. Aunque este último dato parezca superfluo, el famoso escritor que ideó el Celuloides rancios pasó los últimos días de vida oculto en su hogar, abandonado del éxito y de la ilusión de lo verdaderamente cómico. Se golpeaba una y otra vez, los brazos en cruz, por las paredes en la creencia de ser un ave de tamaño medio que corretea con mucha voluntad de levantar el vuelo sin lograrlo nunca; estaba convencido, además, de que le rodeaban enemigos y conjuras intrincadas. Tomemos nota los dos, tú, Lector, y yo, del penoso final de aquellos que se empeñan en doblar ficciones. Celuloides rancios es algo más que el cruel comentario de que hemos acabado majaretas: cierta visión de nuestro pasado cuando ya no podemos sacar de él ningún provecho. Y revoloteo entre mis ficciones con vocación de artefacto sincero, dándome con las frases en las paredes, sin levantar el vuelo, el aire cargado de electricidad por otros hechos quizá verosímiles que lanzas al espacio, Lector. Y doblas. Y yo recojo. Y devuelvo.
Algo muy diferente es acercarse a esos mismos hechos y a un análisis microscópico de cada momento. De ahí que pida perdón por mis solos sentimentales, o por tomarlos prestados: sé lo gastadas que están las palabras, los gestos, los amaneceres, los trucos. Lo gastada que está la muerte. Sólo el que la amapola comió con los muertos, de ella su melodía más imperceptible, ya nunca perderá. Yo tenía que comer una rosa y no lo hice. Por ese motivo, no por dignidad, seré siempre muerto en Elsa.
A veces llueve y otras veces el viento arrastra papeles y avisos en calles resguardadas. A veces hay apagones y las llamas tiemblan entre sombras de cortinas. Pero casi siempre, la luz cruda con polillas en su órbita malilumina callejones de adoquines gastados y esquinas romas, y la costumbre no siente el hedor a basura, ni las marcas de los muros, ni el aviso miccioso de los gatos. Uno camina porque tiene prisa y zumba y sacude el tiempo hecho pedazos.
Un botín de piel de serpiente. Uno va con prisa y no se detiene en uno de esos enormes portales de la ciudad vieja, ideados para estacionar coches de caballos y que ahora sólo guardan oscuridad y el aliento húmedo de lo malogrado. Dentro de uno de esos portales, en el claro tenue que dibuja una farola, se adivina el arranque de la escalera, fragmentos de peldaños de mármol sucio y la lenta inspección que un gato hace de un tacón de aguja. Uno, que tiene prisa, ve la escena y llega a pensar: «La tirada de ahí dentro lleva unos botines como los de Elsa». Y cuando el portal queda atrás, la cabeza se ladea un poco en un amago de regreso y uno cree que piensa: «No puede ser Elsa». Y ya ha abandonado el callejón y enfila otro cuando sus labios musitan: «No es Elsa».
Porque uno se ha endurecido, piensa, y ya no le extraña nada. Elsa estará muy pronto en pie para volver a la noria; a su propia noria, a su desastre, eso que quede bien claro. Antes del encuentro con la dibujante sadomasoquista, un episodio que en ese momento sólo evaluaba como pura anécdota, una tarde de la semana anterior había encontrado a Elsa medio tirada en un banco. Al incorporarla me dijo: «No te lo creerás, pero acabo de morirme». Y tenía los labios morados. «Son los africanos, que la pasan buenísima y hay que ir con cuidado». Esa misma noche, tras la preocupación y la alarma, y el licor y los estimulantes, ella bailaba en un sótano, ahí, justo al lado de casa, su sitio de los domingos. Y bailaba suave, corto, sin ocupar espacio, con ingenio. Así como era ella, era el ritmo. Y estaba loca. Y yo, hirviendo de rencor en la barra, no oía a través de los años las palabras de Pepito el Yeyé, cuando me hablaba sobre el Watusi y el baile, inventando o no, doblando o no ficciones. Ni vi cómo Elsa volaba hasta la empírea esfera, hasta el primer Bien y el primer Perfecto y el primer Justo, cómo desatendía el sentido en círculos vertiginosos. Yo había olvidado y sólo veía a una yonqui aún de buen ver moviendo el culo para que babeara la tropa.
Y la memoria se excusa cuando pasa el portal y cruza calles y batanea boba rutina. «Esta noche pasará lo mismo, porque siempre pasa lo mismo».
Y es a la mañana siguiente, cuando los ojos irritados se desayunan con cerveza y la mano tiembla sujeta al primer cigarro, cuando se acerca alguien, el Xavi, el Matraca, el Polen, caras que son nombres sin una vida detrás, sólo referencias. Se sientan en el taburete de al lado y te lo dicen. La muerte repentina de cualquiera es información corriente en esos tiempos, y uno adopta el estoicismo facial del que ha sobrevivido al mucho dolor y hasta puede llegar a relatar, si la mañana es propicia, que un día, hace muchos años, vio por primera vez un muerto (y hasta dos) y uno de los muertos flotaba en las aguas del puerto y…
Y te lo dicen como si no supieran que la conocías. Que habías vivido con ella como marido y mujer, y cargabas con leve dignidad los cuernos de una situación absurda que todos aquellos presuntos socios del club Amor Libre no tardaban en corromper y tergiversar en cuchicheos y alardes. Con lo sencillo que era follarse a Elsa. Que Elsa te pasase por encima.
—¿Tú conocías a la rubia esa yonqui, la de los sombreritos, la que a veces estaba ahí enfrente de cháchara con las viejas que…?
Y no escuchas.
Finges que no te importa ni el cuándo, ni el porqué, como si de hecho no hubieras sido tú el asesino, y te planteas por primera vez la necesidad de asistir a un entierro porque te obsesiona despedirte de ella, explicarte.
Se supone, desconozco el motivo, que al relatar un entierro lo primero es dar cuenta del tiempo atmosférico. No me acuerdo, la verdad. Sé que no llovía, porque sólo pensaba en lluvia, mientras ascendía mi antigua montaña. En los días de tormenta (como el día del Watusi) siempre corría la voz de que los torrentes precipitaban a la fosa común las chabolas de la Ciudad Sin Ley. Al día siguiente, las chabolas seguían ahí, junto al precipicio, en su sitio. O todo era mentira y los vivos nunca se habían confundido con los muertos, o para burlar las leyes de desalojo, esa misma noche se habían reconstruido las chabolas que el fango y el agua habían derribado durante el día. Al llegar al cementerio, recorrí las calles de nichos, algunos con flores, otros con los nombres y las fechas borrados, en la creencia de que me paseaba con Pepito el Yeyé, esta vez sí, bajo la lluvia, por los pasillos de las casetas de los baños. Al doblar una de las calles, reconocí las caras envejecidas del antiguo mago y de su ayudante, los padres de Elsa, en compañía de cinco o seis personas. Vi a los enterradores ejerciendo su oficio y cómo me miraba un muchacho con un lejano parecido a la difunta. No me dio tiempo ni a sorprenderme cuando casi todo el grupo echó a correr en mi dirección, el puño en alto, emitiendo la inequívoca voz «¡Hijo de puta!».
Mi reacción fue la huida. Serpenteé sin mucha reflexión por calles floridas con retratos y por calles desnudas de nichos con nombres borrosos hasta llegar a la zona de las tumbas y los mausoleos para sorprenderme, un desahogo en la carrera, al leer de pasada:
Anita Codina (1878-1922)
Inventora del Corte Rápido Codina
Y mientras los gritos y las carreras se acercaban pensé en que Anita Codina había vivido mucho más que Elsa Basora (1962-1984. Inventora del personaje Scott). Llegué a los góticos panteones, a los ángeles y arcángeles de mármol, convenciéndome poco a poco de la necesidad reparadora de ser culpado y masacrado por una familia vengativa. Ya no podía más y me detuve jadeando. Apoyado en un muro de la eterna vivienda jónica de la familia Caliu-Germanor, me sorprendí de que, al alcanzarme mis perseguidores, el indudable hermano de Elsa gritara:
—¡Espera, papá! ¡Que no es éste! —mientras Pol, antiguo mago, luego vendedor de pisos y ahora especulador inmobiliario, me cogía de las solapas y me atizaba sin que yo ofreciese resistencia.
Yo no era yo.
—¿Tú quién eres? —me preguntaron.
—Un amigo de Elsa. Fernando…
—¿Y por qué corrías?
—El dolor es muy extraño.
Como el dolor es, en efecto, muy extraño, se deshicieron en excusas y hasta me besaron, mientras me acompañaban al nicho que iba a guardar los restos de Elsa. Yo me ajustaba al paso de los que me abrazaban y no dejaban de pedirme perdón, y mi zarandeada cabeza se entretenía en dos pensamientos. El primero era la incomodidad de que un llorón como yo no consiguiese verter una lágrima. El segundo deducía que, por un momento y toda una carrera, había sido confundido con el llamado Picassín 2, yonqui y ladrón, marido oficial de la difunta mediante boda de conveniencia. Allí, en el cementerio, perdidos entre callejones y claros fúnebres, no llegábamos nunca al emplazamiento del nicho. Por eso aún tuve tiempo de explicarles que había trabajado con Elsa en una agencia de viajes que abandoné al poco de que ella se fuera. No, no sabía nada de sus hábitos de vida, de la atrocidad de los tiempos. Quise dar la impresión de ser un discreto enamorado en la distancia.
Llegamos por fin y los enterradores siguieron con su trabajo. Ya he dicho que los dolientes eran cinco o seis y ni se hablaban entre ellos. La madre, mucho menos gorda y fea, menos loro, ésa es la verdad, de como Elsa la había descrito en sus referencias llenas de rencor, escondía la pena tras unas enormes gafas de sol y la cabeza entre los hombros de un anciano, el abuelo gallego, protagonista de un par de relatos de Elsa. Los golpes sucesivos de la noticia y la evidencia de la muerte de su nieta parecían haber asestado la estocada final y aquel hombre ya no se iba a alejar mucho del presagio fúnebre. Me fui sin despedirme. Mis dedos frotaban una brizna de cemento fresco, y yo pensaba que esa historia, la de su propio entierro, hubiera hecho las delicias de Elsa, era digna de ella. Y de vuelta a casa, le fui contando, en una versión algo suavizada, el malentendido y la persecución, el dolor verdadero que había visto.
Elsa aún tardaría un poco en morirse de verdad, porque Fernando Atienza, sujeto del que era prudente desconfiar, no era el único que guardaba su memoria. Volví al cementerio al día siguiente y no pude acercarme a la tumba porque su abuelo, con una mano apoyada en el mármol y la vista clavada en el suelo, pronunciaba letanías con voz tenue. Mientras esperaba que el viejo se marchase, se me ocurrió una idea macabra. Recordé que vivía con la identidad de un fallecido. El hombre que falsificó mis papeles, el Exacto, compañero de la pensión que fue mi escondite entre los años 77 y 79, me había dicho: «Como te cojan y hables ya sabes lo que te puede pasar. Los nombres los cogemos del acta de defunción de los niños muertos. Eso quiere decir que hay gente seria que tiene que ver en el asunto…». Y tan seria. Fui hasta la entrada y pregunté por mi tumba, que resultó ser un nicho con una lápida que parecía nueva, adornada con flores frescas, después de tanto tiempo:
Fernando Ruiz McDonald
(1955-1962)
«Un angelito más»
Los muertos protegen a los muertos. Ella podía seguir contándole a ese angelito los antiguos males con manos de niña; porque la queja ya no aprende y no escucho. Camino por las terrazas vacías de Miramar sin ser nadie. Elsa parece una gota que tiembla en el fleco de un toldo una mañana sin lluvia. Y deja de parecerlo.