4
Regreso aparente a este verano de 1995. Y a veces llueve, y a veces el viento arrastra papeles en calles protegidas, se apagan luces, tiemblan sombras. La masa nacional descubre el efecto dominó y, como un niño que vuelca soldaditos de plomo, se entusiasma con la corrupción, el desfalco y la guerra sucia al mirar las llagas que la arrogancia se hace a sí misma. Se indigna al tener de nuevo conciencia de que no ha vivido la vida que le contaban, que viscosas mutaciones de la franqueza y de la vocación de servicio y del sentido del Estado serpentean en la atmósfera de secreto. Y se contagia la masa nacional de esa arrogancia desbordada al intuir un realismo superior, de mayor reputación, aunque gaste la joroba del sensacionalismo, del odio y del miedo. Los asesinos oficiales de terroristas entran y salen de la cárcel: muñecas rusas que se abren para descubrir en su seno a un superior sonriente y con los hombros encogidos, y a otro, y otro, hacia el interior de la cadena de mando, que es lo más alto. Ha dimitido el vicepresidente de pie pequeño y oscuro, el lánguido pianista. Las manos se retiran de un teclado que abrasa. Entraban en un bar y disparaban, se les morían y los calcinaban. El alarido aquella noche interminable de ruegos y solicitudes. El fantasma está allá para apaciguar y ocultar el fantasma de la noche. La línea que nunca hay que cruzar. La tarea no consiste ya en no equivocarse, sino en ocultarte. Todo está al revés, loco. Y lo que hay de locura en este mundo, Dios lo ha escogido para confundir a los sabios. No hay mártir sin una religión enfrentada a otra religión, sin un querer poder enfrentado a un poder. Nadie sabe nunca la verdad.
Y otra vez el alarido en la noche, el portazo metálico, las luces largas, los neumáticos aplastan la grava crujiente del desmonte. Un ex espía oficial, el tal Perote, recibe amenazas de un espía oficioso, el tal Paesa. Los secretos de Estado revolotean en el aire caliente de las calles protegidas, tiemblan sombras cuando papeles perdidos doblan esquinas vacías y se elevan con movimiento de halcón, y bailan con la estraza y las servilletas y buscan el cartón del vagabundo, que los arruga para que calienten el pecho o los aleja de un manotazo. Y los secretos de Estado siguen su camino de ascenso: más alto que las cornisas están ya, más alto que las nubes. El ex espía oficial, el tal Perote, abre el fuego de la amenaza y habla de muchas cosas, quizá insinúe pronto informaciones sobre el «Caso Amparito», y sonría al mencionar a un tal Neyra para enseguida pasarlo por alto. Aún. Mi madre se muere. El reconocimiento de sombras más largas que las sombras. El gobierno secreto, la doble contabilidad o la doble dominación, excita el ansia de nihilismo de la masa, prepara su cinismo. Creen en espirales, los que creen, la impunidad genera ruina en su dinámica de hélice. Sin embargo, deben reconocerlo y suspiran aliviados, la mayoría piensa sólo en el sol, lo mismo en lo que ha pensado siempre, y desprecia a la turba política sin hacerle demasiado caso. Sólo falta una buena crisis que rompa las piernas y el sol se apague y la masa pida orden y todos deseen como locos sin párpados destruir y pulverizar la ruina.
Mi madre se muere, mientras un reservado de escalofrío me acoge de los dolores ajenos, de sus trampas. Una gruta de moqueta quemada, rebosante de seres ojerosos, chicas y chicos sencillos equilibran con su entrega la balanza de pagos de Colombia en el aire lleno de humo. En otra sala, como en otra vida, entrechocan bolas de billar y vasos, se habla a gritos, y desde la barra llegan la música spaghetti-disco y el tintineo de una máquina tragaperras. Allí me esperan, para luego seguir mis andanzas con ánimo profesional, el tatuado de siempre, al que ahora se suma, sin que exista relación entre ellos, uno de esos guardias civiles jubilados a quienes las empresas de seguridad utilizan por su capacidad mimética. Como si esto fuera poco, alguien cree conocer mi punto flaco, una vampiresa, muy incómoda en este ambiente de pre y ex convictos que no disimulan ni un encendido repaso visual, ni un comentario obsceno ante los muslos apenas ocultos por una minifalda, se contonea de tanto en tanto hasta aquí a ver qué hago, por si me liga. Y esa Mata-Hari desespera, porque tú, Olga, que en realidad te llamas Paca, no dejas de hablar a la funda de mi calavera, a mi mueca de falsa atención.
La noche siempre acaba, y hoy también, deprisa, mientras hablas y hablas, Olga. Y no te conozco de nada, ni quiero nada de ti. Antes de que la enfermedad de mi madre acabara de secar mi corazón y la redacción de este Informe paralizase mis instintos, saciaba mis apetencias naturales con el automatismo del burócrata Victoriano: siempre entraba en el burdel donde tenía mi casa con el mismo poema, hecho canción, en los labios, y salía siempre con la misma indiferencia y la convicción de que todo lo que viene se va a las putas y los bares. No sé si me explico, Olga-Paca, pero no esperes como colofón a tu interminable monólogo una ternura macabra de película barata; aunque en razón de lo mucho que narras y lo poco que entiendo, ahora te ame con la hermandad de la mutua desesperación y finja interesarme por tu completo existir y espere, me gustaría, es pura vanidad, lo sé, que al salir de esta caverna anduvieras por una calle nueva iluminada de olvido, te cayese dinero del cielo y esa luz y esa lluvia te hicieran sentir mejor. Saca la mano de mi rodilla, Olga, porque sólo espero a que concluyan tus penas para incorporarme con lo que me resta de cuerpo y hendir la excesiva claridad de un mediodía cualquiera, ya por siempre corrupto, en una ciudad demasiado conocida. Decir «Bueno, está bien, ganáis de nuevo» y pasarme un día postrado en la cama mascullando «Nunca más, nunca más…», visitar a mi madre, seguir con mi Informe. Si sólo interrumpieras un segundo tu monólogo, Olga, te diría, quizá insistiendo en que no te conozco de nada, lo que Stendhal afirmó una vez: «Es necio dar cuenta de las pasiones extremas». Pero no te puedo decir eso, porque iba a caer mal a tus amigos, o quien sea la fauna salvaje que rodea la mesa, se restriega la nariz y, a buen seguro, desconfía de las citas. Además, soy el primero que lleva desde hace tiempo un registro de esas mismas pasiones, o de su vocación, cuando le han pedido un Informe sobre las actividades en mi ciudad, las sombras y los comentarios, de José Felipe Neyra, el espía, el intermediario político, el amigo de los árabes, de los suizos y de otra gente, que desentierre unos hechos confusos, quizá importantes. No puedo ordenarte callar, porque hace demasiado tiempo, Olga, antes Paca, que atravesaste en tu relato el umbral de lo prudente para que yo pudiera cambiar de conversación sin ser grosero. Tu marido, Paco, se murió por yonqui, tú casi te vas también si no llegas a separarte, que el hermano al que más querías, Paco también, falleció después de caerse de una moto y de que en el centro médico donde había acudido no le diagnosticaran el derrame cerebral por donde se le fugaba la vida, que odias a tu madre, también Paca, que odias donde yo sólo veo envidia y resentimiento (los defectos preferidos de la madurez, o como se llame esto nuestro) a tu otro hermano, Manolo, que acaba de comprar un juguete demasiado caro a su hija, Vanessa, cuando tú no puedes costearle nada igual a tu niño, Paquito. Y sigues hablando de las maravillas electrónicas que tu hijo sólo conocerá cuando se las pida sólo un rato, venga, porfa, a tu sobrina, mientras pienso qué demonios ha sido de mi noche libre una vez cumplida la misión de enfrentar mi sordidez y mi dolor a lo razonable que le quede al mundo, y acabar perseguido por unos espectros a sueldo en el peor de los lugares imposibles a las seis de la mañana.
Y eso fue hace mucho. Cuando he entrado en el local, estabas contando una historia que ocurría en una discoteca a la orilla del mar durante esa bola confusa de tiempo a la que podríamos llamar «antes de que pasara todo y mucho antes de que empezase a pasar nada». No me acuerdo a quién se lo contabas, pero ya entonces aquel quien fuese estaba harto, y he tenido la idea absurda, porque me estoy refiriendo a esos años en mi Informe y por caer bien, de confesar que conocí ese lugar esa misma noche, que había estado en la fiesta, bajo las palmeras, en la espléndida terraza. Sí, Olga, sabía muy bien de qué estabas hablando; eran fiestas itinerantes, este jueves aquí, el otro jueves allá, todo el mundo, claro, porque entonces todo el mundo no eran muchos. Te enterabas por correo o preguntando. Eran raves antes de que se llamaran raves. ¿En qué debería estar yo pensando, Olga, para decir: «Vaya, qué casualidad, ya habíamos estado antes la misma noche en el mismo sitio»? Y para añadir que era Jueves Santo.
—¡Qué pasote! Nunca en toda mi vida he visto junta tanta gente ciega. Pero mucha gente muy ciega mucho rato, ¿no?
—Sí.
—Me llamo Olga. Bueno, Paca. Pero mi familia está llena de Pacos por todas partes y yo, si me llaman Paca, parezco una especie de fallo, ¿no? Y tú, ¿cómo te llamas?
—Te estás cayendo del taburete, Olga. En el reservado no hay nadie. ¿Quieres que nos sentemos ahí?
Y en el reservado has empezado a hablar de tu desgracia, sin pausa, todo el tiempo, y despejabas cualquier duda sobre lo bobo de mi primer impulso. Y, mientras hablabas, me he dejado llevar por el recuerdo de aquella fiesta de Jueves Santo del año 85. En verdad, tendría que pensar mucho para acordarme de cosa igual. Durante esa semana abundaron micropuntos para todos aquellos que habían decidido pasar las vacaciones en Barcelona; algún camello aficionado debió de engancharse en un negocio y fue repartiendo los ácidos, casi regalados, por toda la ciudad. Aquella noche, los desconocidos, exaltados ante la afortunada coincidencia, se reconocían en su delirio como si compartieran el secreto de una magia antigua entre sintéticos resplandores celestiales, se sonreían hasta el desprendimiento dental, y si hubieran podido quedarse quietos más de un segundo, se hubieran besado. Y eso es lo único que recuerdo, Olga. También fue ésa la noche en que gracias a una señal emergí del baño de autocompasión donde buceaba. Y de que más tarde, cerrada ya la discoteca y en espera del amanecer, acabé frente al mar, aprisionado en el asiento de atrás de un coche ínfimo, con unos amigos a los que me unía un vínculo tan superficial como para no tener que verlos más, aunque no tan leve como para no ir sabiendo de ellos.
Estábamos junto a la playa, amontonados, aún era de noche y se mantenía la distorsión de formas y colores, reflexiones y respuestas sobre uno mismo y sobre el mundo. Fue entonces cuando alguien entrevió en la arena unos cilindros negros ordenados de modo equidistante a lo largo de la playa y dijo: «Ya están aquí…». Sólo dijo eso: «Ya están aquí…». Todos los del coche, al ver los cilindros a la luz de la luna (siempre hay luna llena en Semana Santa), irreales en su inquietante formación como un cuadro de De Chirico, llegamos a la misma evidencia y vociferamos un «¡Aaahh!» con el espanto y el asombro de seres inferiores en presencia de lo fabuloso. Y pensé, sin llegar a emitir en voz alta mi pensamiento para no romper el hechizo, porque al fin y al cabo también veía la muda invasión galáctica, que no era la primera vez que me enfrentaba a una situación semejante. El tiempo dibujaba una espiral; me pasaba lo mismo que en otro amanecer distinto al que ilustras, Olga, con la minuciosa relación de tus zozobras biográficas.
Era el año 81. No sé si fue esa noche cuando vi a Elsa por primera vez. Seguro que sabía quién era. Por aquel entonces todos nos conocíamos de vista, todos sabíamos de todos, y como es lógico, poseíamos unos de otros una idea equivocada. En ese otro amanecer del 81, a alguien se le ocurrió ir hasta el Rompeolas. El plan era seguir bailando, me parece. Van llegando los recuerdos: los dueños de los tres coches descubrieron que tenían la misma cinta de un grupo musical muy de moda por aquel entonces, y otro alguien pensó que estaría bien ponerlos de modo simultáneo y a todo volumen al final del espigón, las puertas de los coches abiertas, un extraño equipo estéreo. Era una iniciativa absurda, pero original, y en los amaneceres de aquellos años se agradecía un toque brillante: entonces no existían locales para insomnes, ni para aventureros sin aventura, ni para consumidores compulsivos de ciertas sustancias (de las cuales yo aún era diligente proveedor) que le piden a la noche una cantidad de tiempo que la noche no puede dar. Emocionados, supongo, atravesamos el brazo de piedra; digo emocionados, porque reinaba el silencio que requiere un cierto grado de intimidad (y de juventud) para situar las imágenes en la memoria, nutrir la fantasía: enormes grúas y las torres del transbordador se elevaban fantasmales sobre la reverberación de las luces del puerto en el agua. Sigo recordando. En nuestro coche, todo el mundo callaba. El segundo automóvil, que nos adelantó con rechifla de bocinazos, era una olla de grillos cantores. El tercer vehículo tardó en llegar porque había ido no sé dónde a comprar bebida. No suele haber una comunión ni de intenciones ni de emociones en momentos así, ni en un año bastardo como aquel 1981, cuando mucha gente se esforzaba en hacer amigos por afinidades tan leves como una indumentaria semejante, o el gusto por un disco o una droga en particular. La dispersión de objetivos para un proyecto de amanecer se hizo evidente en cuanto llegamos a nuestro destino. Enseguida se establecieron pequeñas jerarquías de poder, silenciadas en los comentarios épicos de las salidas nocturnas, o sólo mencionadas maliciosamente por quien fomenta esa misma situación, que en un calco desquiciado de la vida orienta el provecho de las acciones del grupo hacia el más astuto, al que se empeña en no perder el sentido de la realidad porque teme lo que pueda encontrar allí detrás. Lo que se llama persona práctica: el que utiliza la generosidad de los demás en beneficio propio y luego les llama tontos. Es muy difícil llegar a la armonía en esos amaneceres, y lo probable es que vuelvan, si se fueron, la víctima y el verdugo, el fascinador y el fascinado, el público que ríe con generosidad o de manera forzada.
Dejemos la teoría. Hace ya tiempo que la música suena inarmónica en el Rompeolas y amanece. Una pareja ha hecho suyo uno de los coches y, no sin exhibicionismo, retoza en el asiento de atrás entre gemidos que no logra ocultar la música, el fuego cruzado de los casetes retumbando a todo volumen en los tres vehículos. Otros han bajado hasta el mar a por moluscos siguiendo la dudosa hipótesis gastronómica del que se ha convertido en su líder: terminarán convenciendo a un pescador de que les regale una captura y el pobre bicho va a ser el balón de un improvisado partidillo de fútbol. Otros no gozarán del deporte al aire libre: la convulsión de la danza precipitada les ha llevado al espasmo y ahora vomitan al sol naciente en la escollera. Una chica sigue bailando solitaria, en un frenesí de exhibicionismo y estricto amor propio, y dos chicos la miran para que ella cumpla de modo óptimo el objetivo que se ha marcado. Yo quizá la mire también, sentado en el morro de uno de los coches. Sin embargo, percibir la situación de modo equivocado como siempre, y un sentido del ambiente excesivo desde que moderé mis prácticas de chalado sin futuro, le pueden al disfrute: no me convence ser otra víctima de esa calientapollas. Así que a mi manera hermética me exhibo también, me hago el «contemplador» y hago míos el vuelo de las gaviotas, y la fantasmal quietud de las grúas y los barcos… Los tonos adquieren vivacidad con una luz tan baja; en fuertes contrastes, todo se vuelve exceso de rojo, exceso de verde, nítidas siluetas enfrentadas a la monotonía gris azulada en que se va convirtiendo el día. Aún contemplo más cosas: el silencio unánime de la ciudad ahí al fondo, en verdad un silencio sólido, y el modo en que alguien hace señas a mi lado y musita la necesidad de meterse algo para atenuar la bajada de lo que les ha subido antes, y que se metieron a su vez para paliar una bajada remota. Ese alguno y otro más se cuelan en uno de los coches donde otra chica (la debía de conocer de vista, seguro), la rubia que siempre va vestida de secretaria, como recién salida de la peluquería, y de esa guisa frecuenta como si nada los antros más turbios, sentada de lado en el asiento del copiloto, las piernas (bonitas) colgando hacia fuera, se aparta para dejarlos pasar. Ellos van a lo suyo al fondo del automóvil y la chica regresa a su asiento y sigue mirando la ciudad o el vacío. Lo extraño es que sonríe. A su lado, una botella de whisky mediada. Dicen, pienso, que en la guerra como en la guerra, así que preparo sin mucho ánimo una estrategia. Me acerco, cojo la botella y le doy un trago. Ella me mira sin variar la expresión de aquellos ojos algo saltones, enormes, desproporcionados, de pupilas minúsculas, a veces verdes y otras azules. No eran unos ojos bonitos, que arrebatasen, era lo que hacía con ellos. Siempre los tenía muy abiertos, ávidos, como si después de presenciar algo fantástico lo rastrease en el aire, unos ojos que podrían despertar una ternura infinita o avisar de que la chica estaba algo idiotizada. Después de mirarme como diciendo «Me lo estoy pasando fenómeno», la chica vuelve a su enigmático asunto, a la nada, a la ciudad, o más allá de la ciudad. Ahora, Olga, Paca, la del verbo torrencial, fíjate bien, porque si pudieras callar por un momento y dejar de contar que tu madre te maltrata sin querer darse cuenta del mucho dolor que has superado y del mucho que intentas superar, la inquina materna sólo venganza por el daño que hiciste hace tiempo (aquellos robos, una medalla de oro, unos pendientes, no podías evitarlo, el nacimiento del niño siendo tú una yonqui demasiado vulnerable, la muerte de tu marido), sin detenerse a pensar que el dolor es algo adictivo como tantas otras cosas y no se mide, porque llegado un límite ya no puede haber más dolor, pero uno se ha acostumbrado y el dolor se refleja en todo, y todo, transformado en más dolor, se clava con el aguijón de la paranoia, si dejases, Olga, de contarme eso, yo podría caminar por ese arco de tiempo, el puente que he levantado esta madrugada, y detenerme de nuevo en el año 85 y explicar qué pasó la noche de fin de fiesta junto a la playa, esa fiesta en la que estuvimos los dos, tú y yo, Olga, pero Elsa no estaba, y la noche que ya era de día del año 81 en el Rompeolas, contarte lo que yo le pregunté a Elsa y lo que Elsa me contestó. Ella miraba alucinada al vacío, a la ciudad, o más allá de la ciudad. Por eso le pregunté:
—¿Te pasa algo? —Que fuera un estratega de cierto éxito no implicaba que mis aproximaciones resultasen magníficas.
—¿A mí? Nada…
—Como miras hacia allí… —Señalé la ciudad, y entonces me di cuenta. Lo que mi dedo indicaba, lo que ella estaba mirando, era la carretera del Rompeolas, no la misma ciudad.
—Me estoy imaginando que el Rompeolas se ha roto. Lo parece. Y cuanto más miro, más me doy cuenta de que la ciudad se hace pequeña. Nos estamos yendo.
Gran interés. Me senté a su lado pensando «Sí, hija, sí», como ahora, Olga, cuando no dejas de hablar. Me acomodé contra la puerta abierta del coche. Ahí dentro, uno de los que se pinchaba para rematar la sucesión de subidas-bajadas ya cabeceaba. El otro se ataba una goma alrededor del brazo desnudo. Fingí entonces que miraba el punto donde el Rompeolas se había abierto, la brecha que nos iba separando de la ciudad.
—¿Lo ves?
Si uno era miope a lo mejor veía una franja de luz como una brecha y no distinguía los perfiles. Sí, uno podía hacerse una idea muy vaga de que el Rompeolas se separaba de tierra firme y de que se iba, nos íbamos, a la deriva, adentrándonos en el mar hacia el sol. Pero se suponía que yo era entonces un tipo moderno que se reía de ciertos paisajes y de las conclusiones que esos paisajes ofrecen a las retinas lánguidas. Yo era punzante, mostraba el ridículo de esas situaciones y de esas actitudes, les daba la vuelta.
—Es una tontería —dijo entonces ella y respiré aliviado—: Eso no es lo que estaba pensando de verdad. Lo que estaba pensando es que, si se diera el caso, me daría igual. Que nos separásemos de la ciudad, o que nos hundiéramos. Mejor, que se hundiera la puñetera ciudad y nosotros aquí, locos. Estaba pensando que el desastre me convierte en invencible.
«Sí, niña, sí», pensé como un bobo.
—Aunque de verdad, de verdad, tampoco era eso lo que pensaba. Estaba pensando en que una vez, cuando era pequeña, subí con mi familia al terrado. A ver, no tan pequeña. Sería una verbena de San Juan o así. Subimos y empezamos a ver fuegos artificiales, las luces, las chispas de colores, las explosiones… Pero a eso atendí sólo un momento, porque enseguida me di cuenta de que los vecinos, que también estaban en el terrado, eran diferentes a como los veías cada día en la escalera o cuando te cruzabas con ellos en el portal. Se comportaban distinto: ése tendía la copa y ese otro vaciaba la botella, y se cogían del brazo, y se sofocaban, y gritaban mucho y se daban besos. Los gestos, las miradas, todo era diferente. Y más que los fuegos artificiales veía las zonas oscuras que de pronto dejaban de ser oscuras cuando las iluminaba la luz que se abría en el cielo, y con el resplandor veía una casa en la montaña en la que nunca me había fijado y una fila de coches con gente mirando hacia arriba. Luego dejaba de verlos, desaparecían como si cayese un telón. Me iba entonces al otro extremo del terrado, como para estar sola, y me daba cuenta de lo grande que era la ciudad. La gente hablaba, gritaba, se sofocaba y se besaba, mientras yo iba abrazando la ciudad con la vista. Era de noche. Una tontería, ya, pero fue lo que pensé: «Es de noche». Y también pensé: «No quiero dormir, no quiero dormir nunca más. Quiero salir de noche siempre». Había oído la expresión: «Salir de noche». La gente salía de noche. Mis vecinos, los que ponían discos a todas horas, salían de noche. Yo pegaba la oreja a la pared y escuchaba las canciones que mis vecinos hacían sonar en el tocadiscos. Les oía decir, casi cantando: «¡Esta noche salimos!». Y yo pensaba que, si saliese de noche, me encontraría con mis vecinos y escucharía esas canciones. Por eso, la noche en que me dejaron subir al terrado a ver los fuegos artificiales, me hice una idea muy clara de lo que podría ser salir de noche, de lo que yo haría si saliese de noche. Empezaría a caminar por la calle oyendo las canciones que solía escuchar a través de la pared. Entonces, mientras caminara y oyese las canciones, me iría encontrando con mis vecinos y más gente que conociese y otra que pudiera conocer. Saludaría: «¡Hola! ¿Estáis saliendo de noche?». Y seguiría caminando. Caminaría mucho, escucharía muchas canciones y saludaría a todo el mundo con la mano, moviéndola de lado, como la reina de Inglaterra, mientras les preguntaba a uno y a otro si es que estaban saliendo de noche. Haría todo eso hasta llegar a un sitio, muy lejos, en que ya no fuera de noche. El sitio en que la noche acaba. Eso era salir de noche y así es como sigue siendo. Y más cuando aquella verbena de San Juan acabó a golpes. Algún borracho quiso meterle mano a mi madre. O eso le pareció a mi padre. Mi padre ha sido mago y a veces ve manos donde no las hay. Se las imagina. Otras veces, no quiere verlas. ¿Por qué te cuento esto? ¿Cómo dices que te llamas?