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¿Es esto un Informe, Lector?

Década de los veinte: Durante una guardia nocturna, al contemplar en el cielo señales mágicas que resultan ser aviones, un soldado de origen aldeano deserta del ejército español que lucha en Marruecos.

Década de los treinta: El desertor huye a París, donde descubre el baile moderno. Queda más hechizado aún con «el vuelo sincopado sobre cielos de madera» (V. Huidobro) que con los aeroplanos. El encantamiento lo lleva a la vocación, y ésta, a la dedicación exclusiva. Se pasa el día bailando. Primero por nada, luego por unos pocos francos, más adelante por unos francos considerables y el amor de las bellas. Al cabo de unos años, con nombre supuesto y el título de El Rey del Claqué se instala en Madrid, ciudad que le recibe con los brazos abiertos y afectuosas palmadas en la espalda. Al proclamarse la república se convertirá en El Presidente del Claqué. Durante la guerra civil será Camarada Claqué. Su fama, de la mano de la moda impía y conforme a las circunstancias, va menguando. Existen pruebas de que un conocido literato y cineasta francés entabla amistad con el antiguo desertor y éste protagoniza un documental de su nuevo amigo. Al terminar la guerra, Camarada Claqué se exilia con su joven esposa, encinta de siete meses, para localizar al cineasta y promocionarse en los círculos artísticos gracias al documental. La pareja deberá permanecer en un campo de refugiados donde nace el hijo Sin nombre. Estalla la Segunda Guerra Mundial.

Segunda Guerra Mundial: Camarada Claqué, refugiado en un pequeño pueblo de la Francia ocupada, confunde unos aviones de nacionalidad indefinida con señales en el cielo. Fiel a lo que considera una llamada del destino, un cerrarse el círculo que se abriera en la atónita guardia marroquí, sale a la calle desafiando la alarma antiaérea con su hijo en brazos, para mostrar al pequeño los «metálicos pájaros del horizonte» (V. Huidobro) que cambiaron el curso de su vida. Quizá ahora, cuando los tiempos se habían oscurecido tanto, mejorasen la del bebé. Un centinela alemán, confundiendo a Camarada Claqué con un miembro de la Resistencia, y al pequeño envuelto en una toquilla con un arma larga o una bomba, dispara sobre ambos y mueren en el acto. La viuda Claqué espera desolada el fin de la guerra. Cuando ésta termina, la mujer consigue pasar a España. Un año antes, en 1944, el poeta Vicente Huidobro, corresponsal de la emisora La Voz de América en el París liberado, conoce la trágica muerte de Camarada Claqué y, en su crónica diaria, recita emocionado este poema, nunca recogido en antología:

CAMARADA CLAQUÉ ESTÁ

MIRANDO EL CIELO

André lo supo esta mañana

entre la confusión del café.

No son niños las bombas

y sí guadañas los hombres

y las calles vacías cuando suena la sirena

de la muerte.

La muerte que no recuerda

el vuelo sincopado sobre cielos de madera

tango, Cake walk, Black-bottom.

Hablo de Montparnasse hace un milenio.

Yo amé esos bailes

yo amé los metálicos pájaros del horizonte

yo amé la vida una vez, americanos.

Y ahora sólo admiro a Camarada Claqué

con su bebé en brazos.

Está mirando el cielo entre la sangre.

el cielo y la sangre:

lo que pudo hacerme humano.

Década de los cuarenta: Antes del final de la guerra, la futura madre del Watusi pasa a España, se instala en Barcelona y vuelve a quedar encinta en circunstancias no aclaradas, pero sin duda comunes. En una fecha desconocida, nace el Watusi. La mala fortuna lleva a que madre e hijo vivan en un grupo de chabolas de la montaña de Montjuïc. Quizá convivan con familiares o gente peor. El hecho de ser padre y madre a un tiempo, perder a su primer hijo y a su marido, tragedias capitales en una sucesión de ellas, hace que esa madre forme al Watusi en medio de la mugre como si se tratara de un príncipe destronado, método didáctico muy discutible. De hecho, al niño se le dice que es hijo de El Rey del Claqué. Cuando el muchacho averigua la verdad, su alma solitaria se anega en confusión y rabia. Dejando aparte esa decisión educativa, poco o nada se sabe de la infancia y primera adolescencia del que con el tiempo iba a ser llamado Watusi. Tampoco se conocen su nombre y apellidos.

Inicio de los sesenta: El adolescente Watusi lleva la vida normal de cualquier delincuente juvenil de su edad. En palabras de un testigo (Topoyiyo) «era más del baile y de las tías y eso», de lo cual se deduce que su vocación obedecía más a una curiosa llamada de la sangre que a la afición criminal del entorno. Un marino de la VI Flota, de probable origen hispano, le enseña la canción conocida como «El Watusi». La euforia que le provoca ese hallazgo consigue que sus compañeros, aficionados a utilizar sobrenombres, le llamen así a partir de entonces. El Watusi adopta el nombre con simpatía y sigue bailando. Esa intuición del vivir ligero se trunca en el incidente conocido como el Lío Grande de la Playa, una pelea entre bandas rivales en la Barceloneta (barrio marítimo). Parece ser que disparó varias veces, y de modo ritual, sobre un elemento de la banda contraria por orden de Celso, un jefe del hampa. El Watusi se ve obligado a huir del país. Se alista en la legión francesa y, tras una breve estancia en ese cuerpo, enlaza con un grupo de soldados de fortuna.

Década de los sesenta: (Se distribuye en varios apartados en correspondencia a las estancias en distintos países).

África: actuación mercenaria en una o varias guerras coloniales. Es muy posible que una de ellas sea la del Congo; aunque lo pintoresco y musical de la palabra hace que los testigos suelan designar con ese nombre el conjunto del África negra.

Nueva York: oficio desconocido. Gran afición por el baile y el sexo opuesto.

Francia: asesino a sueldo de la mafia marsellesa.

Barcelona: tras sus estancias en África y Nueva York y entre los numerosos viajes a Francia, el Watusi pasa temporadas de diversa duración en su ciudad natal. Según unas fuentes, lleva una vida criminal nunca demostrada; según otras, predica la bondad del baile y del sexo como medio de conocimiento. «Radiante. El que cuando camina parece que ya baile y cuando entra por una calle ésa es la calle del Watusi».

15 de agosto de 1971: Acusan injustamente al Watusi de la violación y asesinato de Julia (se desconocen los apellidos), hija del «capo» suburbial llamado Celso. El Watusi se niega a huir y, posiblemente, a luchar, como si fuese consciente de antemano del día de su muerte. No se arrepiente de un solo instante de su vida. Lo que le impide entablar batalla es la repugnancia frente a la acusación y otro factor que está muy por encima del entendimiento de los testigos. La madrugada del 16, el Watusi es asesinado. Su cadáver aparece flotando en las aguas del puerto franco de Barcelona. Una W trazada con pintura en un muro de contención de la montaña de Montjuïc es el único acto que conmemora su deceso.

Repito lo que quise creer, Lector de este Informe bien pagado, para imaginar el gesto en su cara de rasgos desdibujados. No para inventarla, sino para revelarla. Quizá llegue el momento, llegará, en que el mismo Lector ocupe un papel principal en este Informe. «¿Qué es esto?», dices. Tranquilo, te estoy descubriendo, mientras te digo que, desde luego, no fue esta cronología la que esbocé en aquel tiempo; aunque el contenido, algunos añadidos aportados por la casualidad, y, sobre todo, el concepto, respondan a esos años de adolescencia. La única frase que he mantenido de aquel primer original es «Quizá convivan con familiares o gente peor». Durante muchos meses supe de memoria mi pequeña anotación biográfica y un día me di cuenta de un bobo error que quizá no lo fuese tanto. En un esfuerzo por ordenar los datos conocidos sobre el Watusi, por darles un sentido, empezó mi anómala formación autodidacta. Mi escolarización, si no había cimentado una base sólida donde poder relacionar y vertebrar aquellos datos, ayudó a saber que existen lugares llamados bibliotecas.

Porque antes de empezar el curso en el nuevo colegio del nuevo barrio, salí disparado a una biblioteca pública para enterarme de la historia reciente y dilucidar alguna coherencia entre tantas guerras de Marruecos, guerras civiles, guerras mundiales y guerras de bandas. Ante mi diligencia, los ojos como tizones y la libreta en la mano, dispuesto a pasar horas enteras bajo focos abrasadores, empujado hasta el límite del ahogo por la densa exudación corporal de los sabios que me rodeaban durante horas, mi madre, no sin mosqueo, decidió abandonar el imperativo «¡Estudia!» con el que había bajado el telón a tantas escenas familiares. Los primeros días, cuando me veía partir rumbo a la Cultura sin que nadie encañonase mi espalda, el silencio era completo. Una ceja se alzaba perpleja, mientras las manos suspendían la operación de escurrir la bayeta como señal inequívoca de lo que podía sucederle a mi pescuezo si la engañaba. Y de algún modo averiguó que no lo hacía. «Mamá: no sólo de masturbación vive el mozo», podría haberle dicho. Más adelante, durante épocas en las que mi actitud ante las cosas del mundo se volvió más laxa, ella iba a sentir, y a manifestar con vehemencia, una nostalgia de esas escapadas estudiosas. La mujer había creído que su hijo también estaba dispuesto a hacer vida nueva en el nuevo barrio. De camino a la biblioteca, intenté buscar un disco llamado «El Watusi» entre la menguada oferta fonográfica de aquella zona del mismo modo frenético con que buscaba datos en los libros y la canción en emisoras inaudibles. Desistí enseguida. «Nadie ha grabado eso», me dije. Sin embargo, un día, en un libro encontré:

La horda roja, superior en número y material de combate, pero entregada sin freno a la inmoralidad de los bailes negroides tras el saqueo y el crimen, la corrupción y la infamia, el delirio bolchevique y la ametralladora atea, ofrece con su disipación babilónica la única facilidad para que Tizona restablezca en la Patria, como designio del Altísimo y de su apóstol Santiago, los valores ultrajados por la desvergüenza de la conjura internacional.

Ilustración: «Rojo bailando» (del filme Camarade Claqué, André Malraux, 1938).

Esas frases, en las que ni siquiera distinguía propósito, eran el pie de foto de una nebulosa y diminuta ilustración: una figura con bombín y mono de trabajo, menuda y alegre, suspendida en el aire sobre una tarima rodeada de milicianos eufóricos. El acto de leerlas nos hacía pertenecer a mí, al Watusi, a Pepito el Yeyé, a la Cupé, a la Francesa, a todas mis obsesiones, al mundo real, a lo que había sido escrito, clasificado, como si no fuéramos nada hasta que fuéramos palabras huecas y una imagen borrosa. Lo malo fue que, bastantes años después, cuando mi mujer preparaba su tesis doctoral sobre el poeta Vicente Huidobro y, cosa rara en ella, me dio a leer parte de un hallazgo, la transcripción de las locuciones que Huidobro emitía de viva voz desde una emisora de radio en París, al leer el título del poema «Camarada Claqué está mirando el cielo» fue aún más poderosa la fuerza con que estaba siendo devuelto a un mundo en el que ya no creía, pero poseía mayor solidez que el montón de mentiras sobre las que estaba viviendo.

Pero mejor no hablar de eso ahora. Localizar en un libro olvidado, quizá una enciclopedia de los años cincuenta sobre la guerra civil, aquella foto insignificante que reproducía un momento congelado, anterior en veinte años a mi nacimiento, y treinta y tres al día del Watusi, otorgó un lugar en la Historia a todos aquellos relacionados con la jornada. Una Historia que ya empezaba a descifrar en toda su complejidad. Mis conclusiones:

«En España se ha luchado mucho. Los guerreros españoles ganaban todas las batallas (y luego la guerra de esas batallas) hasta que empezaron a perder unas y a ganar otras. Pero con el tiempo perdían más que ganaban, hasta que las perdían casi todas. Eso no era un buen negocio y la gente se daba cuenta. Los de la ciudad, que los del campo no sabían nada. No sabían ni que había aviones. Los de la ciudad ponían bombas para quejarse y mataban a los curas. Con los curas podían. Al rey lo querían echar. El rey era Alfonso XIII. A Alfonso XIII se le ocurrió que lo mejor era luchar con alguien al que se le pudiera. Se pensó en los moros de Marruecos, que siempre perdían. Ahí está la Edad Media para demostrarlo. Pero algo falló. Los de la ciudad no querían ir a luchar contra los moros ni ganando. Fueron los del campo. Los del campo se escapaban (a París, uno, a bailar) porque eran ignorantes. Ahora van a la ciudad y dejan de ser ignorantes. Pero entonces, a principios de siglo, se escapaban y la guerra de Marruecos duró un tiempo espectacular. Cuando se ganó a los moros se probó con los rojos, que eran los que hacían que los de la ciudad pusiesen bombas y mataran a los curas. También iban a los pueblos y al campo y se aprovechaban de la ignorancia. Y habían echado al rey y proclamado la república. A los rojos se les ganó en menos tiempo que a los moros. Les gustaba la juerga. Cuando acabó la guerra de Liberación o guerra civil, llegó la paz a España. Muy larga. Justo entonces, todo el mundo, imitando a España, se puso a luchar. Ganaron los americanos y los ingleses. En las películas americanas de la guerra no salen españoles. Y eso que hubo casos. En esa guerra y en otras más recientes. Los españoles que salen en las películas americanas son tontos o muy presumidos. Da rabia. Después de todas esas guerras en España siguió habiendo paz hasta el día de hoy. Franco es el Generalísimo y mandan él (sobre todo) y otros con uniforme blanco o traje (muy buenos estudiantes). Sólo luchan las bandas y algún cabrón, pero es por cosas prácticas».

¿He hablado ya de mi instrucción? No recuerdo que en aquel tiempo, y pese al estudio bibliotecario (a fin de cuentas, éste consistía más en un pasar páginas y mirar ilustraciones que en la propia lectura), mi noción sobre la historia reciente fuese más clara, o más coherente mi forma de expresarla. Ese «Les gustaba la juerga», que quizá no sintetice las causas de la derrota republicana, demuestra cómo me habían inculcado lo formal de la palabra escrita, lo solemne: el adolescente hipócrita al que sólo unos meses antes se la chupaba una puta quinceañera en un burdel de las Ramblas convertido, sólo empuñar el bolígrafo, en el más estricto de los puritanos. Ahora debo hablar del fondo. En los trece años que viví junto a las chabolas, jamás oí hablar de política, ni de Historia reciente. Teniendo en cuenta que pese a mi candidez era un radar ambulante, eso quiere decir que nadie decía nada. Tardé poco en darme cuenta de que el olvido que comporta la miseria es absoluto, como lo es el que implica la destrucción. Sólo los que de algún modo, pese al dolor, salen airosos del desastre tienen fuerzas para quejarse, para opinar, para recordar, y les asiste menos derecho que a los que callan. La necesidad de silencio iguala a víctimas y verdugos. Yo ni siquiera me daba cuenta que el obstinado mutismo de los que venían del abstracto «campo», o del «pueblo» indefinido, ocultara más tragedia, ni más secreto, que espabilar, un vago «vivir mejor», «dejar de ser ignorantes». Del pasado de mi familia, de mi propio «campo», de mi propio «pueblo», no sabía nada salvo la historia del pinar y de la orquesta sonando a lo lejos que me había contado mi madre. Una llanura seca, el viento dibujando matices del pardo sobre el trigo maduro. Una carretera sin curvas. Un cubo lleno de agua golpeando las paredes del pozo. Nada más. No tenía abuelos. Los abuelos estaban muertos. Campesinos. Nada más. Un acuerdo conmigo mismo me había obligado a no preguntar según qué cosas: temía el llanto de mi madre. Si ella no contaba nada, así estaba bien. No había historia. Mi familia éramos mi madre y yo, y habíamos empezado a pertenecer a la Historia con mayúscula el 15 de agosto de 1971.

El día del Watusi
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