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La imagen repetida de mis vueltas al hogar es ver cómo mi madre embarazada solloza frente al televisor. Carmelo, que siempre llega antes que yo, repara sillas, forra mis antiguos libros de texto, estudia la mecánica de aparatos fallecidos y acompaña su «Qué hay, hombre…» con una muda seña de resignación. Flora no deja de llorar mientras la beso y sigue llorando en esa imagen imposible durante todo un año, porque en la televisión una multitud desfila ante el ataúd de Franco, y mi madre llora de pena o de alegría, o llora porque cuando iba a volver a ser joven, superadas las desventuras que trajo la muerte de mi padre, un suceso emblemático la ha devuelto a la convicción de que ha dejado de ser joven. Pero entonces, enfadado con el mundo, sin querer aceptar que la normalidad es media vida en un archivo visitado por locos, y la otra media el llanto frente al televisor, presiento en cada gesto y en cada palabra un miedo que se me antoja vicioso, adictivo, aprovecho que mis clases teóricas para sacarse el carnet de conducir requieren una incuestionable práctica y me dedico a robar coches. Ésa es mi resolución, mi adelantar sin saber adónde ir. En Mallorca, durante la luna de miel, cogí y perdí un rastro que iba a devolver un sentido a mi momento de autenticidad, a la experiencia originaria; y eso es lo que ahora, de la forma más enfermiza que uno pueda concebir, intento recuperar.
Mi vieja habilidad y una desesperación absurda, porque mi vida, ya lo has visto, era fenomenal, me empujaban hasta la parada de metro, a una estación cualquiera, y ya en la calle desconocida, al mejor coche que estuviera a mi alcance. Evitaba los que tuvieran pegatinas detonantes en los cristales, perros mecánicos saludadores o cualquier distintivo de fácil reconocimiento. Miraba hacia todos lados como si buscase una dirección, abría el automóvil al viejo estilo, lo puenteaba sin descaro pero sin mucho sigilo y arrancaba con toda parsimonia, uniéndome alegremente al tráfico. Supongo que era mi aspecto bobo, pero ya de jovencito, el que impedía levantar sospechas cuando recaía en mi afición de niño. Además, por aquel entonces, no me importaba nada más que saber huir, sin saber huir, sin saber de qué huía, pero sí hacia dónde.
Buscaba el día del Watusi, pero el día del Watusi no estaba allí.
Daba vueltas por la calle y no encontraba una ciudad demasiado cambiada desde mis tumbos infantiles; pero sabía que erraba por culpa de una armonía excesiva con el ambiente, y a la vez un rotundo rechazo hacia cada una de las personas y situaciones. Todos respirábamos un combinado de miedo y liberación: yo era, quizá, un adolescente hipersensible; los demás, lo parecían. La gente y las situaciones formaban garabatos en un pentagrama, pero yo no sabía solfeo y no podía interpretarlos. A lo mejor los lugares donde podía encerrarse la emoción eran esos bares de rótulos de colores que formaban palabras en inglés, o en los grupos de jóvenes riendo, tensos, pavoneándose, sesgando la pelea o persiguiendo al gordo en la plaza de una zona elegante o de barrio medio; o las motos rugiendo y haciendo cabriolas en un descampado entre bloques ya vencidos, ignorantes del poniente de colores rabiosos que humilla sus perfiles. También percibía la emoción detenido en un semáforo; captaba el cruce de miradas de un hombre y una mujer que se gustan, que se hablan y reconocen en su desesperación o su hedonismo aventurero y cambian de planes, amortiguando la cansada acritud de ese atardecer de ceniza fría con un polvo rápido y una ducha en hotel barato. La emoción estaba en un grupo perseguido por la policía, en la misma policía recogiendo con parsimonia casquillos y pancartas abandonados en una calle desierta; en las octavillas que revolotean como mariposas entre los automóviles hasta que de un chasquido mueren aplastadas contra el parabrisas; en las colas frente a un quiosco para ver la primera teta libre, oficial, satinada, en una revista; en el giro unánime, repentino y asustado de los transeúntes, el estremecimiento colectivo, al reventar una rueda, y los niños se abrazan a las piernas de las madres, porque ésa es la bomba que todos temen y se palpa el fin de lo cotidiano.
Un coche que nada tiene que ver con aquello se detiene a mi lado, lleno de humo, de ritmo y de quinquis mirando con urgencia en todas direcciones, aunque no por la supuesta bomba, sino porque es su forma de mirar. Enseguida, los del pelo negro, largo y aceitoso, chafado contra la cara, dirigen su desafío hacia mí sin darse cuenta de que me dedico a su mismo oficio, aunque yo, hortera y temerario, prefiera las marcas poco habituales a su Seat 1430. En mis paseos motorizados siento la fealdad de todo, las fachadas grises, tiendas anodinas al lado de bodegas rancias con toneles; y tengo nostalgia de un tiempo no vivido y pienso que sólo a mí me ocurre eso, mientras a través del cristal, doblando la esquina, miro a seres desencajados, sin rumbo, figuras veladas por la luz de los escaparates, y averiguo que esas personas proliferan en todos los barrios, sin distinción de clase, y, tonto que era, hice mías sin saber su significado, tan sólo por el modo desgarrado en que eran vertidas las expresiones pintadas en las paredes, que se multiplican día a día: libertad, libertad Huertas, a follar que el mundo se acaba, libertad, huelga metal, asesinos, asesinos, Seat readmisión, pce-i, viva la república, fóllame, viva el divorcio, viva el aborto, huelga, huelga, abstención, psan-p, fraga cabrón, pte, poum, sé dónde vives, cnt-fai, libertad presos comunes, readmisiones ya, asesinos, libertad sexual, libertad total, libertad, amnistía, estatut d’autonomia, yo también soy madre soltera, huelga, muera el rey, abajo los fachas, viva cristo rey, menchu te quiero, 20-n madrid, fuerza nueva.
Todo se inundaba de motivos y de símbolos que no lograban aclarar las discusiones y monólogos que oía en el archivo del banco o las extrañas frases de mi madre ante el televisor: «Nos han tenido engañados», «Dan ganas de que vuelvan los comunistas y les ajusten las cuentas», «Mira, ya se han cargado a otro», «Los mismos perros con distintos collares». Uno quería entender un cambio esperado o temido durante mucho tiempo; pero ese cambio era tan simultáneo a mi propio cambio, y esa alteración mía, su forma, me gustaba tan poco, que me empeñaba en no entender nada. Lo único que quería era ver entre todo aquel espontáneo marasmo pictórico una W en cualquier pared como la que vi en los barcos. Por eso tomé la decisión de volver a mi antiguo barrio. Escogí para la ceremonia un Seat 1500: poco estridente y con cierto señorío. Tampoco era cuestión de regresar a la montaña como un pingajo. En el «Papá, no corras», tres niñas muy guapas me obsequiaban con una sonrisa nada lúbrica.
Anduve todo el trayecto con un nudo en la garganta, y, desde luego, no era el miedo a que me pillasen con un coche que no era mío. No quería saludar a nadie, ni siquiera a Pepito. ¿Qué podíamos decirnos? Sólo quería mirar, no recordar los años pasados allí, o las costumbres y personas de los días sucesivos consumidos en aquella ladera. Sólo quería aprehender un día y su noche, el fragor. Por eso esperé a que oscureciera, para mirar a través de lo negro como en un cine. Mirar.
Pero por mucho que miré, no vi nada. Porque no había nada.
Casi nada. Porque nada más asomarme a la recta del parque de atracciones, reconocí a Tomás, el perista, el padre de Dora. Salía del parque con un mono de trabajo grasiento, una caja de herramientas en la mano y un cigarrillo bajo el bigote. Saludó a otros obreros que le animaban a tomar algo en el bar junto a la entrada, rechazó la propuesta con un mínimo de amabilidad, pasó ante mi coche sin mirar, con aire abatido, la cabeza gacha, el frondoso bigote ya blanco, las gafas caídas en mitad de la nariz. Aquel hombre no sólo había sido el padre de Dora, la amiga de Julia, la otra belleza del barrio que se había peleado con su amiga y luego competidora vestida de Escarlata O’Hara, la que aún estaba más guapa con los ojos llorosos y la mirada cargada de odio el día del Watusi. Aquel hombre había sido el perista, nada menos. Alguien. Un personaje. El que nos llamaba idiotas por quedarnos embobados en el televisor del bar la noche del primer alunizaje, porque aquello no hacía más que distraernos. El hombre del que se decía que contaba todo el dinero que pasaba por allí. «Y lo que no sabemos…». Aún puedo oír a mi madre diciendo eso en un susurro. Y lo que nunca llegaríamos a saber… Ahora el que parecía pisar la Luna era él. No era un anciano, no podía serlo, pero bajaba las escaleras hacia la oscuridad con una lentitud desfallecida del que no quiere ir a donde va, ni quiere volver de donde viene.
El nudo seguía en la garganta.
Las luces del parque de atracciones apagándose, cumplido su horario de invierno, y el aroma intenso y frío que venía de los jardines apretaron aún más aquel nudo. Recordé por un momento los efluvios de basura que acompañaron mis últimas semanas en ese barrio, y estaba a punto de llorar cuando enfilé un nuevo camino de tierra que conducía hasta la hondonada donde estaba mi casa, puesto allí, pensaba yo, en honor a la ocasión. Aunque supe bien pronto que ese camino había sido abierto para la excavadora.
Nada quedaba de mi casa, ni de la casa de Juana y Juan, ni de las Casitas, ni del baile abandonado, ni, más extraño aún, de la casa de Celso. Sólo un gran descampado que a esa primera hora de la noche estaba lleno de coches. Pasé entre ellos, temiendo hasta el crujido de los neumáticos en la gravilla, para intuir el resplandor de las hogueras que en invierno, desde la barraca, solían iluminar puntos de la montaña. Nada. Miré en dirección al antiguo bar, la bombilla desnuda rodeada de polillas que dejaba ver un círculo de pared encalada. Ni rastro. Busqué la silueta espectral del Molino, la construcción abandonada donde encontraron el cuerpo de Julia; si estaba allí, yo sólo veía negra vegetación perfilada por el fulgor de la ciudad. Y lo peor de todo era que seguían entrando coches, y entre los coches que ya estaban aparcados se podía ver alguna puta, que se cubría el rostro con una mano, mostrando la palma abierta, cuando la iluminaba algún faro en una maniobra, la luz deslizándose en el acero de la carrocería, y poco a poco se exhibía en los claros una figura femenina alejada de cualquier proporción o simetría. En la penumbra de los automóviles, sombras chupaban sombras con negro movimiento de pistón. Aquel parque móvil, ese embotellamiento de crápulas, estaba en la puerta de mi antigua casa, y hasta sonaban bocinazos de advertencia dirigidos ¡a mí!, exigían que me desplazase ¡yo!, porque estaba entorpeciendo el tráfico. Entonces, para colmo, vi la luz azul de la sirena de la policía y empezaron las carreras, mientras una voz megafónica advertía a los presentes que se estuvieran quietos; pero yo ya no estaba allí, sino jadeando entre los arbustos, y en esa carrera a través de la oscuridad volvieron las sendas reconocidas por mi pie en un alarde de memoria táctil, y gocé en una bola de oscuridad, cada variación del camino en el lugar preciso de la memoria, tomando, recogiendo mis pasos, transportándome a ciegas, mientras el rumor de la redada huía de mí, y no al revés. Volví a atravesar a oscuras jardines de inspiración clásica, tropecé con parterres y descendí sin aliento majestuosas escaleras flanqueadas por estatuas mutiladas; esquivé de nuevo la inquietud de grupos que daban palmas y entonaban aires flamencos en el absurdo de un jardín francés y un surtidor mudo.
Enseguida llegué a la ciudad. Libertad para las adúlteras, yo MPAIAC, conchi qué puta eres, amnistía, amnistía, y reparé en que el dueño del Mil quinientos que había tomado prestado iba a tener que dar muchas explicaciones cuando su mujer y sus tres amorosas hijas se enterasen dónde había sido encontrado el coche. Las mismas explicaciones confusas que yo me daba preguntándome dónde habría ido a parar toda aquella gente, dónde estaba Pepito, por qué y cuándo habían pintado las W en los barcos. Esa lógica trivial siguió rodando y engordando como una esfera que baja la montaña donde había vivido y había visto cosas que nadie había visto antes, y de las que ahora no guardaba más que una ardorosa convicción para creer en ellas.
El dependiente del Servicio-Estación me miró muy mal cuando compré el aerosol de pintura negra, y lo iba a seguir haciendo los meses siguientes cuando volvía a reponer el suministro.
Se trataba de pintar W por toda la ciudad. Ése era el estúpido grito de socorro. Aunque mi conducta no iba a ser al principio tan desesperada. Ayudándome de un coche robado y atreviéndome a pintar las paredes, lo prudente sería evitar las que estuvieran inmaculadas y añadir mi aportación a alguno de los muros llenos de inscripciones hasta que alguien llegara a fijarse. ¿Quién? ¿Para qué? No lo sabía, la ansiedad me impedía ir más allá en un primer objetivo.
Empecé por las afueras de la ciudad. En los pilares de los puentes de la autopista, en los muros de las fábricas, donde mi W iba a pasar desapercibida entre una nube de llamadas a la huelga; en calles solitarias, con las luces largas y el motor a ralentí, atemoricé a propagandistas furtivos entregados hasta ese momento a encolar y pegar pasquines con la eficiencia que da la frecuentación del trabajo en cadena. Cuando aquellos tipos eran tan sólo puntos a lo lejos, perdido el miedo a lo clandestino, estampaba mi W sobre aquellos dibujos de capitalista con cara de cerdo como quien tacha o suscribe. Ellos decidirían. Esas veredas de farolas siniestras en un polígono industrial y la vía del tren, que nacían en cultivos abandonados y solían morir en cenagales o en un caos de chatarra, habitadas tan sólo por el aullido de los perros guardianes, fueron algunas noches mi dominio hasta que se me ocurrió una nueva idea. Aparcaba mi coche de cualquier modo a la puerta de una estación de cuarto orden. Cruzaba la sala de espera con luz de urinario, silbando y atento, como si fuese a buscar a alguien. Recorría el andén fingiendo inquietud, y poco a poco me iba situando en la penumbra del fondo hasta que el tren arribaba y yo desplegaba mi trazo caligráfico en el último vagón para que el convoy paseara aquella magnífica W por el mundo. A veces el jefe de estación me descubría y no me quedaba más remedio que correr, pero poco, porque me había dejado el coche en marcha y orientado para la fuga. Otras veces tenía que correr mucho más, porque aprovechando mi estancia en el andén, alguien se había atrevido a robar mi coche robado.
Enseguida cedió el hilo de sensatez del que me sujetaba. Calles y avenidas, establecimientos públicos, la fachada de mi propio banco, conocieron la W legendaria. Hasta estudié una maniobra en el aeropuerto para firmar un avión con mi W, y así superar a Pepito el Yeyé, dondequiera que estuviese, a sus W en los barcos que iban a Mallorca. Sin embargo, infiltrarse en el aeropuerto no era tarea fácil y además, uno de aquellos atardeceres, sorprendí dirigiéndose muy decidido hacia mí a un pasma de aspecto familiar. No tuve más remedio que abandonar el coche, reptar entre el resto de automóviles aparcados y acabar tomando, lleno de congoja, un taxi que me costó un pico. En una ocasión, y durante toda una semana, estuve entregado a mosquear al tipo de aire retro que había venido al archivo a decirme que bajara el busto de Franco (Guillermo Ballesta era su nombre) tras sorprenderle en mi deambular entrando en un pub de la zona alta, Les Feuilles Mortes. En una pared junto a la puerta se quedó la W. La tarde siguiente, esa W había sido borrada; pero al hacer su entrada el individuo Ballesta, estaba de nuevo allí y mi extraño superior, porque nadie sabía muy bien cuál era su tarea en el banco, se mantuvo un instante mirando en todas direcciones con una perplejidad feroz. Enseguida un camarero se aprestó a devolver su blancura a la pared. El tercer día, la W en su sitio, aún fresca la pintura, Ballesta ya entró en el local caminando hacia atrás, y al poco salieron todos los empleados y dos dientas muy guapas a inspeccionar la calle. El cuarto día no fui, y al quinto le vi entrar despreocupado, pero en compañía de dos tipos de una catadura policial detonante para un experto. Al rato, la pareja salió y se apostó en el bar de enfrente. Nada más sentarse en su taburete, miraron su objetivo y no dieron crédito a sus ojos: la W. Cuando salieron del bar a toda prisa, yo, que también estaba ahí dentro, les acompañé y hasta miré en ambas direcciones como ellos para cambiar enseguida de vehículo y lanzarme a un frenesí cívico que dejase en todas las paredes de la ciudad lo que ya creía mi inicial.
Durante otra semana, el mosqueado fui yo, porque, una mañana, al salir de casa camino del trabajo, hallé frente a mi casa una W enorme y ondulante en la persiana de la tienda de ultramarinos. Y no era mía, claro. Mi estupidez tenía un límite. Aquella jornada en el archivo la pasé temblando. «El Watusi no ha muerto», pensé, y Pepito, cabrón, le ha dicho dónde vivo. Pero no, yo lo vi flotando. Ya está, es Pepito el Yeyé, que me ha descubierto, y está de broma. Sólo podía ser él. O cualquier otro, un bromista. Quise dar esa conclusión por buena, mientras seguía temblando al salir del trabajo y seguía temblando al volver a casa, al tomar la sopa, temblando aquella tarde en la que no dejé de mirar ni un segundo la tienda de ultramarinos y mi madre me preguntaba si no salía (le tenía dicho a la pobre que iba a la biblioteca «para no perder comba») y yo le contestaba que no me apetecía, mientras observaba cómo el hijo del dueño, bajo la mirada de un padre molesto y algo atemorizado, se dedicaba a eliminar la W que mi futuro asesino había trazado. Seguí en mi puesto de observación cuando todos se acostaron y mientras mi hermana recién nacida lloriqueaba por un instante, y durante un instante más largo la cabecera de la cama de Flora y Carmelo tableteó con energía. Recuperaban el tiempo perdido durante el lloroso embarazo y pude escuchar a mi madre susurrando: «Ya lo sé, cariño, pero es que al otro le estuve dando de mamar cinco años» y se puso a hablar de un reafirmante de senos milagroso hasta que se escucharon los ronquidos de Carmelo. Por fin, hacia las dos de la madrugada, pude ver al hijo del dueño de la tienda, el mismo que había borrado la W unas horas antes, andarse con sigilo hasta la persiana y trazar de nuevo la letra. Sólo tuve que salir a la calle al poco y firmar con la W auténtica (es un decir) para que el muchacho supiera con qué fuego estaba jugando y dejase de atemorizar a su padre. Cumplida mi advertencia, tiré el aerosol a una papelera. Aquella actividad propiciaba el desasosiego. Mis correrías llegaron a su fin.
Pero no era el fin. A partir de ese momento, por toda la ciudad empezaron a proliferar W trazadas con una mano distinta a la mía. Ni una pared en toda la ciudad, el Lector puede recordarlo, se mantuvo libre de la inicial maldita. La moda se extendió y fue utilizada como secreta exigencia popular. Por ejemplo:
¡LIBERTAD! ¡AMNISTÍA! ¡W!
Y la W se convirtió en una fugaz y extraña reivindicación, una más de aquel año del setenta y seis, en el que seguí volviendo a casa cada noche, seguí viendo a Carmelo pintando marcos, atornillando lámparas, encajando enchufes, hurgando con moroso deleite en un bote lleno de cables. Y aquel año seguí besando a mi madre llorosa ante el televisor, mientras ella valoraba pesimista la sucesión de acontecimientos públicos, y le hice carantoñas a Gracia, mi hermana, de la que me separaban demasiados años y todo un acto de la vida de mi madre, embarazada otra vez, que en ese momento, un momento cualquiera de esas repeticiones insignificantes que se convierten en el sustento más cálido de la memoria, hace una pausa de su ansia televisiva, se seca las lágrimas de su propio frenesí cívico y me pregunta:
—¿Por qué estás tanto tiempo fuera de casa? ¿No ves cómo está todo?
Me encojo de hombros.
—¿No estarás celoso de la niña?
—¿Qué? Yo no tengo celos de nadie.
—Ya me lo parecía. Celoso como un pequinés. Si es que te he tenido muy mimado. Es que es eso.
Y me pongo a cenar y el tiempo irá borrando las W de aquel año setenta y seis o transformándolas en barrocas firmas multicolores que muchachos tan furtivos como yo irán desplegando con vocación artística, su gorra de visera, sus pantalones anchos y sus zapatillas aerodinámicas. Las pocas veces que salga de la ciudad en la que fingiré no estar, aún podré ver en las paredes de una caseta de peón caminero, en el muro caído de una taina, junto a la vacía propaganda de Ulloa Óptico, o Lea Tria, o Zaleski Modas, unas W que no sabré si he trazado yo, trazaron los demás, o una mano invisible ya las había trazado en un punto desconocido dentro de la madeja del tiempo. Ni ahora ni antes, con odio o esperanza.