13

Llegué hecho un «figurín etoniano» a los apartamentos Plutón la menos idílica de las mañanas memorables: amenaza de lluvia, desconcierto de pájaros en los árboles, miradas más grises que el aire donde, a lo lejos y a cierta altura, flotaba el helicóptero chivato que vigilaba una manifestación de la que apenas se oía un vago rumor de bocinas y lemas coreados. Llamé con ademán de petimetre, seguro de que la doncella, dispuesta, vigila su enagua, ensaliva sus medias, espera ansiosa el timbrazo. Tina, la cara lavada toda pecas, bajó al cabo de media hora vestida de atracadora de bancos de los años veinte: una boina de la que asomaba por todas partes su selva de rizos, suéter, traje de chaqueta con falda de tubo muy ajustada y zapatos de medio tacón con una tira en el tobillo. El uniforme ideal para la conducción si efectivamente uno acaba de atracar un banco y sólo existe en la imaginación del celuloide. Unos libros de marketing, publicidad, inglés y relaciones públicas que llevaba bajo el brazo añadían a su porte un aire de estudiante juguetona. Nada era muy natural, pero nada importaba. Con una sonrisa invencible quiso excusar su retraso, cuando ya estaba excusado. Añadió con fastidio «es que hasta que no se me seca el pelo…», mientras me daba las llaves del coche que debía buscar en el aparcamiento. Cuando detuve el vehículo ante la puerta quise que el mundo me admirara, porque ella subió y por sus muslos ascendió la ajustada falda de tubo, y toda Tina se contorsionó al dejar los libros y el bolso en el asiento de atrás, no con la pereza invitadora con que evolucionaba en Les Feuilles Mortes, sino con la naturalidad de una niña malcriada que acaba aceptando su retraso, y no sabe que tiene cuerpo, y grupa en ese cuerpo, y hay poses que exaltan. Le sugerí que fuéramos a hacer las prácticas a la montaña de mi infancia. Le podría enseñar los rudimentos de la conducción sin poner en peligro la seguridad pública. Además, muy cerca de allí, se encontraban los obstáculos de prueba donde sería examinada de prácticas. Tina me confesó que ella no iba a hacer ningún examen de prácticas: un amigo ya le había conseguido un permiso de conducir en Gibraltar; pero, de todos modos, aprender tenía que aprender, y no le pareció mala idea ir hasta allí. Tina se puso unas gafas de leer, me rogó que vigilase que ningún bestia rayara el coche y se concentró en el estudio. Llegamos a la montaña esquivando atascos, manifestaciones de huelguistas y de asociaciones vecinales, comunistas y penenes, que de reparar en vehículo tan reaccionario, lo hubieran deshecho a martillazos. Tina repasaba uno de sus libros y de tanto en tanto me hablaba de su odio a madrugar (¡a mediodía!) y fruncía el ceño reflexionando antes de comentar las citas de los grandes hombres que venían en su libro de marketing:

—«Actúa sólo cuando sea beneficioso. En caso contrario, desiste». ¿Qué te parece? Esto lo dice un chino que se llama Sun Tzu y seguro que sigue tan pancho. Como si los chinos se estuvieran dando de capones todo el día hasta que viene Sun Tzu a decirles —cambió su tono de voz por otro fantasmal—: «¡Actúa sólo en tu propio beneficio!». «¡Actúa sólo en tu propio beneficio!». Aunque si te pones a darle vueltas a estas chorradas que no significan nada, pues le vas encontrando sentido. Porque a veces uno actúa sólo para fastidiarla, porque es así de cafre y no lo puede remediar. Como tú ahora, que me estás mirando las piernas, no te fijas, y nos vamos a escoñar contra ese camión.

Desde luego, Tina no veía necesario utilizar conmigo un mesurado «saber estar».

—«Actúa sólo en tu propio beneficio» —me repitió con voz lúgubre y me dio un beso en la mejilla—: Te has puesto rojo. No había para tanto. Pero mira hacia delante, porque ya ves cómo está todo.

Llegamos a la montaña. Nos ubicamos en una explanada entre campos de fútbol vallados donde otros futuros conductores eran instruidos en miserables utilitarios con un cartel en el techo. Aprendí de una indiferente Tina a no dar pábulo a los envidiosos. Tina se ajustó en el asiento del piloto con una cómica concentración e incesante movimiento de cadera y omoplato previos a una aventura inolvidable. Pulsó un botón, descapotó el Jaguar y pensé que los ciudadanos que nos rodeaban y contemplaban con ira mal disimulada iniciarían una lapidación en cualquier momento.

—Esto de subir y bajar la capota lo traía aprendido de casa. ¿Mucho mejor, no? Ahora, si quieres, me puedes mirar las piernas, pero me vas diciendo.

Saqué del bolsillo una hoja donde la noche anterior había detallado los pasos a seguir en mi singladura didáctica.

—Lo trae apuntado. Qué tierno… —escuché a mi lado.

Le advertí que esa máquina era un Jaguar, un ingenio muy potente y muy delicado a un tiempo. Tenía que tratarlo como a un cachorro, pero sabiendo que era un león con garras muy afiladas. Cualquier descuido podía ser muy grave.

—¿Quieres decir que no es coche para mí? Mirana, el de la tienda, me llama cada dos por tres para decirme lo mismo, y a ver si se lo vendo. Me dice que es mucho coche. Lo mismo que me estás diciendo tú.

—Yo me refería a que si aprietas el acelerador más de la cuenta, no lo cuentas.

—¡Qué bobo! Parece un chiste de Tomás. Pero ya sé qué quieres decir. Vamos allá.

Ese primer día le enseñé los fundamentos de la conducción, las peculiaridades de su automóvil respecto a esos fundamentos y hasta le hice dar una vuelta alrededor de la explanada. Un momento que para ella, a tenor de su expresión, fue el más emocionante de su vida.

—Arranque, gas, embrague, marcha, suelto el embrague despacio y acelerador, no mucho, porque si le doy más de la cuenta no lo cuento. —No me miraba, claro, se mordía la lengua y acercaba la cabeza al parabrisas como si el arranque del coche dependiera del impulso de su cuerpo, o como si la graduación de sus gafas no fuera suficiente para abarcar todo el mundo que pensaba recorrer con su bólido y estaba ahí delante, virgen y amplio, y aún más adelante. No quise advertirla sobre su postura, la dama era susceptible y ya habría tiempo; además, era ella la que ahora me enternecía a mí. Sonrió cuando el coche empezó a moverse y musitó un placentero «¡Ah…!» para regresar de modo fulminante al silencio y a la seriedad en cuanto hubo recorrido el primer metro.

Tras la vuelta, mi alumna dio por finalizada la lección y me ordenó, sugiriéndolo, un paseo descapotado por aquella montaña. Después, la dejaría en la postinera academia donde cursaba sus estudios y, ya sin su presencia, llevaría el coche hasta el aparcamiento. Encendió la radio, sonaba una canción de melodía no apta para diabéticos:

—Anda, como tú. La canción habla de un tío que se llama Fernando.

—¿Y cómo lo sabes?

Un silencio tenso se hizo a mi lado. Miré a mi alumna. Se mordía los labios.

—«Hay algo en el aire esta noche. Las estrellas brillan, Fernando». —Y recibí un golpe con un libro, que resultó ser su manual de inglés—: No sirve de nada que te hagas el chulo —me dijo al poco, ante mi evidente exhibición de dominio y familiaridad por aquellos parajes reconocidos, mientras sustituía sus gafas graduadas por otras de sol, enormes e inútiles aquella mañana, y se enlazaba un pañuelo de flores al cuello. En la radio, una voz anunciaba que la canción que oíamos se llamaba «Fernando» y la cantaba el grupo Abba. Decidí dejar de hacerme el chulo, y Tina me dijo:

—Conoces muy bien todo esto.

—Me crié aquí.

—¿Aquí? ¡No me digas! ¿Dónde? —El tono de su voz era todo compasión.

—En un barrio que ya no existe.

Pareció comprender. Tras un silencio, entre vegetación, palacios y museos desiertos y miradas torvas de gitanos feroces, atletas, pedófilos, ciclistas y ancianos perdidos, Tina se quitó las gafas y acercó sus expresivos ojos miopes a un centímetro del reloj:

—Tengo tiempo. Si quieres, podemos tomar algo por aquí. Nos tenemos que conocer. Somos profesor y alumna. Pero no me lleves ni al castillo, ni a una terraza de horteras, ni nada de eso. No quiero encontrarme con nadie. Vamos a un sitio donde te conozcan y puedas hacerte el chulo de verdad. ¡Pero tampoco me lleves a un garito de quinquis!

Con aquellas explicaciones no había hecho más que confundirme; así que la acabé llevando a La Parra, el lugar donde años antes Pepito y yo pasábamos las horas muertas mirando cómo jugaban al millón, la terraza con un emparrado donde el día del Watusi una pareja de policía se negó a saber nada de lo que estaba pasando. Recordé que el camarero de La Parra me había advertido, cuando Pepito se enfrentaba a la pasma, de que no volviéramos nunca por allí. A ver si me decía algo ahora.

Entré el coche hasta la misma terraza. El lugar, desierto como esperaba, seguía igual, quizá algo más insignificante y desolado de lo que mi fantasía me había hecho recordar. La ausencia de chapas en la gravilla delataba que no venía casi nadie. Al oír el ruido del coche, el dueño, avejentado, salió hecho una furia, pero su corazón se ablandó en cuanto el pasmo dio paso a la evidencia: lo que ese hombre veía no era fruto de los caprichos imaginativos del mucho coñac. La manera exclusiva en que su mirada sumisa se posaba en Tina hizo que el dueño no reparara en mí. Ni cuando nos sentamos, ni cuando veloz como el rayo, trajo las consumiciones y preguntó:

—¿Están haciendo una película por aquí?

Y Tina rió. Sin afirmar, ni negar, sólo reír: era una invitación a hacer creer lo que uno quiere creer, la primera lección de la mucha ciencia de aquella chica. Yo reí también, pero no le importó a nadie. El dueño de La Parra volvió a las sombras de su reducto caminando hacia atrás.

—¿Sabes que me gustaría ser actriz? Pero está muy difícil. Además, ya ves lo que hay en los cines: destape y marranadas. Que el único camino para que te den un papel y ser conocida lo tengas entre las piernas, ya se sabe. Pero que encima tengas que enseñárselo a todo el mundo, eso no.

La misma Teresa de Ávila me transmite esa opinión y no me convence tan rápido.

—Ya viste mi casa. Hago de modelo publicitaria y me va muy bien. Además, con el tiempo quiero dedicarme a oso. Pero no de chica mona, sino de publicista de verdad. Ahora he dejado un tiempo el trabajo para estudiar. Estoy estudiando mucho. Dentro de nada, vas a ver, la publicidad y los seguros serán lo mejor. Me lo han dicho.

Luchaba contra la elocuencia de mis silencios. No quería imaginar quién, cómo y dónde podría haberle soplado ese dato primordial. Tras un carraspeo, dije:

—¿Te gusta esto? Ya ves que es un sitio…

—Me encanta, de verdad. Además… —me cogió del brazo y acercó su cabeza a la mía en actitud confidencial— el hombre ese de ahí dentro te ha reconocido.

—¿Seguro?

—Clarísimo. Se lo estará contando a todo el mundo.

—Me parece que ahí dentro no hay nadie más.

—Pues se lo va a contar a todo el mundo, ya verás… —sentenció, mientras me palmeaba un muslo.

Captaba la adulación y quería seguir siendo adulado. Por otra parte, que el dueño de La Parra me reconociera y lo contase me daba igual. Casi lo temía.

—¿Dónde estaba tu barrio?

—Por ahí. —Señalé con indolencia lo alto de la montaña—. Detrás del parque de atracciones.

—Me alegro de que te hayan ido bien las cosas… Ahora estás con lo mejor. Tomás, Carlos, Guillermo… Son gente extraña. Pero es que a mí, después de lo que he visto por esos mundos, casi todo el mundo me parece extraño. Y puestos a elegir…

—Pues no te creas… A veces echo de menos el barrio. No vivir ahí, eso no. Ni que ya no exista. Eso también me importa un pito. Me echo de menos a mí mismo imaginando que me voy antes de que me fuera.

Si sabía de qué estaba hablando, no lo dio a entender. Guardamos silencio. Bebimos despacio. Ella suspiró, mientras estiraba las piernas, abría los brazos, bostezaba, me miraba y sonreía con sus dientes algo salidos, se mordía un labio sin carmín, miraba el cielo. El cielo seguía nublado, los pájaros permanecían impasibles y mudos en alguna rama discreta. La vista desde aquel lugar ameno era pura maleza: la ruina de una casa en un declive, un somier yacente, un bidón de gasoil entre las piedras, el escorzo de un balcón con un triste geranio oscilando al viento. Yo tenía un ligero constipado que sólo me dejaba verificar que en aquel sitio había dejado de oler a basura, aunque cuando vivía en aquella montaña sólo olía a basura en verano y era su tenaz recuerdo el que te agobiaba durante meses. Sin embargo, en el silencio, en la suavidad con que se empezó a resolver cada minuto y cada gesto, supe que vivía un momento memorable. No tan potente como una nueva disposición o un suceso definitivo, un cambio que no quería serlo, un momento cómodo. Sí, ésa hubiera sido la frase: «El momento más cómodo de mi vida».

—¿No tienes curiosidad por saber una cosa? —me preguntó Tina a medio bostezo.

—¿Qué?

—De qué hablaron anoche Tomás y Guillermo.

El momento empezaba a dejar de ser cómodo.

—No sé si me importa mucho.

—Pues te tendría que importar. Mira, vamos a hacer un pacto. Si tú no cuentas nada de lo que hablamos, yo tampoco cuento nada. ¿Vale?

—No, no vale. Yo no quiero saber nada y tampoco te voy a decir nada.

—Fernando, cariño, no le busques tres pies al gato. Sólo quiero devolverte un favor, de verdad. Tú me enseñas a conducir… Mira, si quieres, hacemos otro pacto: yo soy la que cuenta. Tú no tienes que decirme nada.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque me caes bien y ellos son extraños. Tú y yo no los entendemos. Somos más débiles. Si me entero de algo y te aviso, por lo menos, tú tomas tus medidas.

Ese zorrón me estaba asustando. Además, yo no era débil.

—No, no pongas esa cara. Si es bueno… Lo que te tengo que contar. Es bueno para ti. Ya te digo que esa gente es muy extraña. Pero a lo mejor no es tan extraña y están haciendo lo que tienen que hacer. Son directivos de un banco. Son gente preparada que qué más quisiera yo. Ricos. Y uno no se hace rico porque haga lo que no tiene que hacer. Como dice el chino ese, sólo actúan para sacar beneficio.

—¿Te importaría decirme lo que pasa? —La situación, bombardeada por los meandros discursivos de mi alumna, ya no era nada cómoda. Y yo me convertía en el chico inquieto que siempre he sido.

—Hoy Guillermo está en Madrid. Sondeando. Se van a meter en política. Carlos, Tomás y Guillermo.

—Pero ¿para qué? Son banqueros.

—Sí, y ricos y guapos. Me iba a meter yo en política con su dinero. Todo el día en la piscina me iba a pasar. Pero hoy todo el mundo se mete en política. A lo mejor es por no quedarse atrás… Pisar antes de que te pise otro… Mandar más aún, ganar más dinero aún, ser más guapos.

—Bueno, ¿y a mí eso?

—A ti eso, mucho. Carlos hace tiempo que es, pero no es, como lo hace todo él, de una de esas asociaciones políticas. Ahora dará la cara, hará un partido, no sé. Ya te digo, Carlos será el que dé la cara, Tomás manejará el cotarro del dinero y Guillermo pone la teoría y se mueve por los pasillos y eso. «No más de tres cuartillas». —Tina imitó la voz de Tomás del Yelmo con tierna ineficacia—: Eso es lo que dijo anoche Tomás. Cuando dice eso de tres folios es que habla en serio. Entonces, y ahí entras tú, le dijo a Guillermo si necesitaba un ayudante, que lo tendría que buscar ahora y tantear a ver qué tal, porque el tiempo apremia. Y Guillermo le contestó que ya tenía uno. «Para lo que me va a hacer falta, ya tengo al niño». —La imitación de Ballesta no fue mucho mejor (¡vaya actriz perdía la farándula!)—. Y espera, que no he acabado. Tomás entendió, o hizo ver que entendía, porque es mucho más zorro de lo que parece y ya lo viste, que me di cuenta, de la contraseña de los chistes que se lleva con Guillermo para que no se entere Carlos, pues Tomás hizo ver que entendía que Guillermo dijo eso porque estaba molesto de que Tomás te hubiera puesto a enseñarme a conducir. Eso delante de mí, pero qué le vamos a hacer… Guillermo dijo que no, que tú valías mucho y que te tenía toda la confianza. Para lo que se iban a embarcar, lo importante era disponer de alguien de confianza, joven, fresco, con actitud positiva, tiempo disponible y poca malicia. Que a él no le importaba que me enseñaras a conducir, si también tenías tiempo para él. Que lo que importaba era tu valía, tus ganas de aprender. Le contó cómo habías averiguado tú solo lo de la W al ver que les preocupaba. «Espero de él lo máximo». —No puedo decir si imitaba a Ballesta o a Del Yelmo. En cualquier caso, esperaban de mí lo máximo—: Así que ya sabes. Llévame a la academia, deja el coche y prepárate, porque no vas a dormir, lo menos, hasta las elecciones, si es que hay elecciones y no nos vamos todos donde tú ya te imaginas.

No nos dijimos nada al cruzar la ciudad camino de la academia. Me sentía tan pletórico como poco dueño de la seguridad en mi eficacia durante los días venideros. Tina, que sabía estar de verdad, se figuraría mi confusión y respetaba mi silencio.

—Ya me adaptaré a tu horario. Bueno, y tú al mío. No te preocupes que todo irá muy bien. Guillermo no quiere otro ayudante y yo tampoco quiero otro profesor. Ah, dile al del aparcamiento que cuidadito con el coche. Es un tío borde.

Y se fue entre el tumulto que a esa hora entraba y salía del edificio de cristal. Era distinta a las otras chicas de la academia en la misma proporción que atraía la atención de los chicos que la miraban de reojo al pasar y fingían seguir su interesante charla: con discreción, pero de forma rotunda. Antes de que su figura me fuese negada por el oscuro pasillo tras el vestíbulo iluminado, viendo cómo miraba un aviso en el tablón de anuncios y anotaba algo, con el miedo de que se volviese y me descubriera, me pregunté cuántos años tendría. Era mayor que yo, pero cuánto, y por qué me hacía sentir esa lástima de mí mismo y de la tarde. Dejé el coche en el aparcamiento de su casa, aleccioné al guarda sobre los cuidados del vehículo, y el guarda, mientras asentía, me miraba como diciendo: «Otro imbécil…». Sí, otro imbécil, pero de la clase de imbécil a que aspiraba convertirme. Y a lo mejor alcanzaba muy pronto esa categoría de imbecilidad falsamente imbécil, o sólo imbécil para los guardas garbanceros, porque mi ascensión profesional seguía sin que hubiera hecho nada por merecerlo. La inercia de las compañías convenientes me llevaba sobre una nube y ahora iba a ser una especie de ayudante político, respaldado por la banca, un ejecutivo, a lo mejor. Algo así tendría que ser, ya era. O nunca sería. Aún estaba viendo a Ballesta acercarse a mí en el archivo y aún no había pasado el tiempo suficiente para que me despertara sudando, porque había soñado con eso.

Caminaba enardecido por los barrios altos sin asustarme de la vanidad adquirida, de una tenue malevolencia. Siempre habían estado ahí dentro, qué demonios. Al descubrirme en el centro de la ciudad, me di cuenta de que seguía sin tener ninguna obligación en lo que restaba de tarde, y la fugaz visión de una mirada que cogía la mía en el aire y se introducía en un establecimiento de bebidas me hizo imitarla. El estruendo de bocinas y de gritos y de cabezas vueltas hacia el final de las calles, mientras se apretaba el paso, eran el aviso de una nueva manifestación. Dentro del bar, no tardé ni dos copas en entablar conversación con la dama, joven, separada, que me había mirado bien. Ella, al fin y al cabo, había dejado extenuados a los camareros con un monólogo sobre los derechos de la mujer. Los pacientes servidores casi entonaron gorgoritos tiroleses cuando la joven dama, separada, se volvió para hablar conmigo. Mi contertulia no era nada del otro mundo salvo por la insistencia en mostrar los secretos de su escote cada vez que se agachaba a coger su copa de la barra, un movimiento frecuente, y la eficacia con que manifestaba sus ganas de compartir lecho conmigo, o tan sólo ceñir un cuerpo: bajita, de cara graciosa si no estuviera trastornada, insistencia en enseñar un hombro huesudo. Yo, por mi parte, quería demostrarle a alguien que yo podía ser más puto que ella puta. Pasó la manifestación por la calle, cerraron las persianas y seguimos bebiendo y esperando. Durante las libaciones, el guiñapo amargo y yo compartimos vaguedades sobre «el cabrón de Mario», personaje al que desconocía, pero que, según palabras de la joven dama, separada, se parecía mucho a mí: un caprichoso hijo de papá, un ejemplo de esa clase social que si muestra su sensibilidad es en el culo. No tuve más remedio que darle la razón a mi compañera. La mala crianza, el juego del tenis, la práctica de la vela, nos hacía volubles a los hijos de bonísima familia. Tanto deporte nos acostumbraba a la igualdad de los cuerpos, a admirar cierta belleza viril. Pero que, en fin, había de todo. Cuando la rutina volvió a la calle, regresó el libre albedrío: una mera coartada para caer una y otra vez en la necesidad. Las últimas copas sólo fueron empujones para subir al apartamento de Elisenda, la dama joven, separada. Eso fue finalmente lo que hicimos ante su promesa de que me iba a desvirgar y mi estoicismo. Y en ese apartamento entramos, dando traspiés y pateando juguetes, hasta que Elisenda se perdió por la casa y la busqué para hallarla en el suelo de una habitación infantil, llorosa y abrazada a un oso de peluche. Me animaba a dejarla sola llamándome a gritos hijoputa y violador.

Me tambaleé hacia mi hogar entre el bullicio del tránsito con una frustración de sexo insatisfecho idéntica a la del sexo satisfecho, pero impropio, y deseando topar en un callejón con el chino que había sentenciado: «Actúa sólo cuando sea beneficioso; en caso contrario, desiste».

Al entrar en casa escuché el quejido de un elefante de goma recién pisado. La visión del juguete en la penumbra del vestíbulo me atemorizó con la sensación de que entraba en el mismo lugar que había abandonado un momento antes.

—Qué hay, hombre… —me saludó Carmelo en el pasillo, tan ocupado en trasladar lo que él llamaba su taller, que no pudo o no quiso hacer deducciones sobre mi caminar. Lo que él llamaba su taller, iba a ser muy pronto la habitación de los niños. Carmelo y mi madre seguían con su vals idílico por los salones de la vida. De pronto, mi padrastro volvió a asomar la cabeza al pasillo y me hizo una inequívoca señal con el pulgar dirigido al salón: Flora, mi madre, quería hablar conmigo.

Entré en el salón esperando hallar a mi madre sola, embarazadísima y llena de enojo frente a las inquietantes rutinas telediarias, que ella veía entre imágenes como otros leen entre líneas, convencida de que el incidente ocultaba la catástrofe, el atentado, un exterminio, y ese Papa que saludaba era el último de un mundo donde ella se atrevía a parir un nuevo hijo. Lo que me recibió en el salón fue un fogonazo de luz y las esferas sonrientes y permanentadas de unas matronas (una, la que estaba junto a mi madre, no tan matrona) sentadas en sillones en un círculo presidido por mi madre. Si esas señoras de muy mediana alcurnia se dieron cuenta de mi embriaguez, no lo manifestaron. Mi madre, tomándose a sí misma de conejillo de Indias, se embadurnaba el rostro al propio tiempo que en su discurso camuflaba con no poca habilidad las propiedades de la gama cosmética Flaubert, aleccionaba a sus iguales (iguales todas menos una, la de su lado, a la que yo estaba guiñando un ojo) en que la sonrisa de hoy puede ser la arruga de mañana y el surco atroz de pasado. De ahí a la Parca no había más que un paso, y eso si el marido no se había ido antes con otra.

—Y se van, se van… —afirmé, capitalizando mi experiencia reciente. Y todas rieron, menos la que seguía al lado de mi madre, que por fin me reconoció y se acercó a mí con su taca-taca. Era mi hermana Gracia, cruzando a la estela de mi madre y de Carmelo, el primer año de su vida.

—Espérame en la cocina, cariño —dijo mi madre, convencida de mi borrachera, y siguió aleccionando sobre el concepto hidratación durante el día y por la noche nutrición: ése era el lema en el escudo de armas de toda mujer moderna.

—Oye, tú has bebido —me dijo mi madre en la cocina, con la cara llena de crema, el vientre a punto de estallar y los puños cerrados.

—Para celebrar… —fue todo lo que pude decir.

—Ya me estropeaste una vez una reunión y ahora no me vas a estropear otra.

Y se fue.

Me encerré en mi habitación, que sentía tan de mi propiedad como el edificio de enfrente. En las paredes colgaban unos banderines multicolores de diversos clubes deportivos que mi madre había colgado allí por si venían visitas: el horrible papel pintado desnudo (y decidido por ella) no era suficiente para lo que una hipotética visita podía esperar de la alegría juvenil de un muchacho vigoroso y de carrera bancaria meteórica (aunque yo no había informado con mucha exactitud ni de mi sueldo, ni de mis quehaceres laborales). Me tumbé en la cama. El rumor de la cháchara cosmética seguía a lo lejos. Mi madre me acababa de decir que ya le había estropeado una de esas reuniones, cuando yo sólo recordaba que fui víctima de su impotencia, de sus pretensiones ridículas y de su soledad. Los productos Proust, qué lejos y qué cerca. Mi madre, cuya única conversación era el dinero, seguía en las mismas, pero en los últimos tiempos, según mi punto de vista, la necesidad se había vuelto viciosa codicia; como a mí, se le habían abierto nuevos horizontes sociales, y su urgencia era mi urgencia, pero yo sólo buscaba fascinarme, y ella sólo quería seguir desesperándose. Porque la desesperación era su medio, no la felicidad, ni la compañía, ni el sosiego. Ya no podía dar marcha atrás, hundida en la esencia miserable de nuestra anterior vida miserable. Igual que yo, pero de otro modo: si quería tener tres hijos, era porque eso elevaba su estatus, si estaba ahorrando para el chalet, y para un nuevo piso, era porque no podía vivir sin ese horizonte, si comentaba las noticias de la televisión era porque ansiaba que los demás comprobásemos que sus opiniones eran tan buenas como las de cualquiera. Por eso no le había dicho el verdadero grado de mi ascenso, ni cuánto ganaba, porque sabía que ella le podía encontrar una mejor utilidad, porque yo era suyo, su propiedad, su lastre. Si yo fallaba era su evidencia. Y ella había hecho míos sus propios fallos, lo acababa de comprobar. Era yo el chabolista, ella nunca había sido nada, sólo era lo que sería algún día, el Día de Mañana que siempre era mañana. La cháchara cosmética se acercó, se despidió de mi madre, articulada su entonación en el tono más cursi. Se cerró la puerta de la casa. Se abrió la puerta de mi habitación. Carmelo cogía a mi madre por los hombros y la exhortaba a tranquilizarse. Gracia correteaba con su taca-taca, olfateaba el desconsuelo y lloraba.

—¿Sabes que han llamado, miserable? ¿Sabes que han dicho que mañana tienes que estar en el banco a primera hora? ¿Que dónde estabas? Y tú emborrachándote por ahí. Tú jodiéndola cuando mejor podíamos estar. Como el imbécil de tu padre. —Carmelo cogió a la niña y se la llevó al salón—. Justo en el preciso momento en que puedes hacer algo, te echas a beber. Antes, por lo menos, ibas a la biblioteca… y ahora con esas revistas de coches de lujo y bebiendo por ahí. Pero ¿qué te has creído, simple?

Me tiró una tarjeta: Guillermo Ballesta Ballesta. Banco Ciudadano.

Se arrodilló y abrazó como pudo mi cuerpo yacente.

—Yo no te quiero bajo mis faldas, Fernando. Sal por ahí y conoce a una buena chica. Eso es lo que tú necesitas. Que la primera vez sea algo bonito. Pero no te engolfes. No me hagas esto, por favor.

Sólo tenía, ahora lo veo, treinta y seis años, y ni más amor o más odio verdaderos que yo. Y su amor y su odio y sus obsesiones no me estaban dejando amar u odiar, ni simpatizar, ni proseguir en una rutina desaforada más que con la permanencia de un muerto que flotaba y seguía flotando. Cualquier atisbo de una nueva vida, de toda esa vida que brillaba y yo intuía, me la cerraban el Watusi muerto y ella. Los dos seguíamos en ese día y amábamos y odiábamos al otro por seguir en ese día. Yo, transformando la memoria en vida inventada. Ella, amasando el olvido con vida inventada. Me acababa de confesar un secreto de familia. Mi padre se había caído de un andamio por ir borracho, pero eso ya no nos importaba a ninguno de los dos, porque vivíamos la vida inventada. Esa mañana había empezado a desear a una puta con una curiosidad más profunda que el mismo deseo, y quería, pero no podía ni mencionármelo, que el mundo se hundiera para que ella no fuese tan puta, que mi mente se confundiera para considerarla sólo la receptora involuntaria de los favores de un amigo, ser sarcástico contra los otros y no contra mí. Y estaba luchando y seguiría luchando para no reconocerlo. Porque esa otra que me abrazaba esa noche me había enseñado con ferocidad a temer; a no sentir nada que no pudiera pensar, y a no pensar lo que me estaba vedado sentir. Esa otra, la del mundo antiguo que olía a basura, el mundo incómodo, la de los actos hechos para el propio beneficio que no hacían sino causar heridas para abrazarnos y creernos una familia.

Ella seguía llorando y me rodeaba con sus brazos. Olía al perfume de sus muestras cosméticas que con el tiempo, en su tercera o cuarta vida, en su Día de Mañana que seguía apareciendo como un Hoy, para volver a ser espejismo y otra vez Día de Mañana, le darían dinero y respeto y clase y aplomo. Seguía de rodillas en el suelo y acomodaba su postura a las imposiciones de la inmensidad de su embarazo. Carmelo daba leves golpes en la puerta y ella balbuceaba un teatral, sigiloso, «Ahora voy…». Cuando me dormí, ya hacía rato que fingía dormir. Había cerrado los ojos para no mirar los banderines en la pared con un odio y un amor verdaderos, tan inmensos y extraños como el vientre de mi madre.

El día del Watusi
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