18
—No sé por qué os he desatado. Os tendría que haber llevado a ver a doña Pilar así mismo como estabais.
Pepito y yo nos miramos. Pepito tuvo que hablar:
—Nos has estado siguiendo, ¿a que sí?
Me sorprendía que aún no hubiera interpretado las palabras del pequeño matón, o que se limitase a ignorarlas. Me asustaba mucho ese jugar al despiste, y más viniendo de la inestabilidad mental de Pepito. Tomé asiento en el mismo suelo, mientras buscaba con la vista mi cadena de jefe indio. La encontré. Yo a mi indio le llamaba Sierracharriba por una de las películas que había visto. ¿Importa eso? No. Me colgué del cuello a Sierracharriba entre temblores de las manos.
—Dile a tu amigo que cierre de una puta vez la boca, que el castañeteo de los dientes me pone malo —le ordenó el Topoyiyo a Pepito. Cerré la boca. El Topoyiyo cambió de asunto—: ¿Cómo cojones os voy a estar siguiendo? Sois vosotros, que la vais cagando todo el rato.
El Topoyiyo bebió un largo trago, y mientras escupía y opinaba que el líquido tenía gusto a gasolina, nos miró:
—¿Qué leches estáis haciendo?
—Tío, qué salero tienes… —elogió al tuntún Pepito en una descarada evasiva. Yo, que ya veía venir el golpe, me protegí la cara con los brazos en espera, otra vez, de lo peor. Sólo llegaron las risas. Reía y bebía el Topoyiyo. Se revolcaba por el suelo un Pepito lleno de júbilo.
—Tu amigo sí que tiene salero —dijo el Topoyiyo, mientras me estudiaba achicando los ojos. El bosque de la barba se abría aquí y allá en claros, líneas y círculos, antiguas cicatrices—: A ti, cojo, te conozco, pero tú… ¿de dónde sales?
—Es el Apache —presentó el Yeyé—. Más listo de lo que parece, el tío. Pero que mucho más. Sólo se hace pajas con las guapas. Y mira qué acento tiene. Parece un primo. Anda, dile algo a este señor…
—Muy buenas —saludé.
¡Vivan los espasmos de alegría! La vida son los muchachos en verano, cobijados entre barcas, mientras fuera, en el muelle plateado, unas veces cae la lluvia y otras no.
—¡Qué salero, cojo!
—Pues anda que tú. Y como me llames cojo, ¡te arranco la cabeza…!
Y Pepito reía para que no cupiese duda sobre lo humorístico de su amenaza, y reía el otro, y yo también:
—¿Y cómo te llamo?
—¡El Yeyé!
Y reían, reían, mientras el Topoyiyo me señalaba:
—¿Éste listo? —Al Topoyiyo, la cara enrojecida de tanto reír, le caía de la boca alcohol metílico o baba—. De listo, nada. Ni tú, cojo. ¿De qué conocéis vosotros al Superman? ¿No veis que al tío ese no se le puede molestar? Pilla a las guiris y se reparte el dinero con el que te dije, que le esconde a las guiris y le esconde a él cuando hay problemas. Joder, es un negocio delicado, porque siempre trabaja por los mismos sitios…
Miré a Pepito, que escuchaba al Topoyiyo con atención de discípulo aventajado. Sólo se volvió un momento, para ladear la cabeza en un gesto condescendiente: «¿Lo ves?».
—El Superman ha subido a la casa… —El Topoyiyo sólo dijo «la casa», pero nosotros sabíamos a qué casa se refería—: Ha dicho que un par de mocosos han ido a las piscinas preguntando por el Watusi. El cojo de la Cupé y otro. Al llamar, le han contado lo que ha pasado: lo del Watusi, la Julia y todo eso… Y han atado cabos ligero, ligero… Parece que doña Pilar ha dicho que sólo faltaría que una rata muerta como tú encontrara al Watusi antes que nosotros, porque del Watusi aún ni rastro, y por eso el Emiliano me ha dicho que bajara a ver si os veía…
—¿Ha dicho así? ¿«Rata muerta»? —interrogó el Yeyé, obsesionado por su prestigio.
—Eso te lo digo yo ahora. Pero la Pilar no te ha tratado de excelentísimo, si vamos a eso. Aquello está muy mal hoy. Y lo estará. Anda todo el mundo de un lado para otro, que a ver dónde está escondido el Watusi, que a ver dónde está Celso, que a ver cuándo vuelve. Que si el Watusi desaparece, vamos a pillar los que le hemos dejado que se fuera, que el Watusi cruza los países como quien cruza una calle, que no se ha ido porque le han visto por aquí y le han visto por allá. Pero luego preguntan y de fijo nadie lo ha visto. A mí me han hecho el encargo de que os buscara. Aquí estáis. Así que ahora nos lo tomamos con suavidad y luego subimos. Cuanto más tardéis en subir, más vais a tardar en pillar. Y yo descanso. Que anoche fue sábado y anduvimos hasta las tantas vacilando por ahí.
—¿Y por dónde? —preguntó el Yeyé con lo que parecía curiosidad sincera. Por eso siempre estaba tan bien informado.
—Te importará a ti mucho dónde estuvimos…
El Topoyiyo dio un nuevo trago. El brebaje de la botella se trasladaba con velocidad a su estómago, y hería con efecto detonante su ruda, pero mínima, constitución. Una gangosidad beoda empezó a deformar su fonética y a multiplicar sus palabras:
—No sé qué van a hacer con vosotros. No… ¿Pero estáis locos? Lo tuyo… —señaló a Pepito— aún lo puedo entender. Que tampoco lo entiendo a menos que seas todo lo tarado que dicen que eres. Pero tú… ¿Tú qué pintas en todo esto? Tú no sabes lo que te juegas. Tú eres un inconsciente. Y eso no es correcto.
Temblé más.
—Dame un cigarrito, por lo menos, compadre, antes de que te nos lleves… —Pepito suplicaba en una cantinela. Y mintió—: Es que ésos me han quitado el mío…
—¿Ésos? ¿Habéis visto? ¡Vaya mierda el Soplagaitas! —El Topoyiyo siguió bebiendo, amagó el tambaleo, bizqueó un tanto…
—No le llames Soplagaitas, hombre. A él le gusta.
Y rió el Topoyiyo al añadir: «¡Qué pedazo maricón!». Y me uní a las risas, mientras pensaba qué estaría tramando Pepito.
El Topoyiyo se acabó la botella y ordenó a Pepito que le buscara otra. Enseguida rectificó: «No, deja…». La botella vacía fue a parar al turista gemidor. Esta vez dio en el blanco, y el extranjero, la frente como un ecce homo, entró en la inconsciencia. El Topoyiyo se levantó y se hizo con una botella enterrada en un amasijo de cebos y corchos, no sin dar unos cuantos pasos vacilantes. Pepito me guiñó un ojo. El Topoyiyo se sentó de nuevo con pesadez y a punto estuvo de perder el equilibrio. Mientras el Topoyiyo nos miraba con cautela, Pepito y yo fingíamos estudiar la sutil labor de las arañas en la oscuridad del techo.
—Antes de entrar me he quedado con lo que contaba el hermano del Galleta. El Galleta… Otro mamonazo.
—¿Y eso del Lío Grande? ¿Tú también estuviste? ¿Qué es lo que pasó? —Pepito seguía en su papel de receptor ideal de epopeyas.
—No sé ni cómo empezó. Estas cosas acaban como acaban. Pero cómo empiezan, vete tú a saber. Pues a uno que le pegarían en el Pinar, o le nombrarían a la madre o le tocarían a la hermana…
—El Pinar era un baile. Un baile de sitio de bailar… —me anotó Pepito en un rápido movimiento de cabeza.
—… y uno le pega al de los otros, y los otros pescan a uno de los nuestros, y otra banda nos pide ayuda y nos juntamos todos a ver quién es más chulo y quién tiene más cojones. Bah… De ésas, hace años, había así… Y aún las hay, pero no son más que críos que no pasan de saltarse un ojo, o poco más. En aquella época se iba hasta el tuétano. La pestaña hacía mucho la vista gorda. Debían pensar: «Si se matan entre ellos, pues mejor». Y en la playa, aquella tarde, nos juntamos un mazo. Nos teníais que haber visto según nos íbamos juntando. Macho… recogíamos basca en la puerta de su casa que le daba la lengua a la niña como si se fuese a la guerra. Y en una plaza se nos juntaban tres o cuatro que sólo vernos tiraban el pitillo al suelo, lo retorcían con la puntera de la bota y se miraban así como diciendo «vamos para allá». En el autobús y en el tranvía, porque nos separábamos para disimular, se los poníamos aquí a la peña. Y en otra plaza ya nos juntábamos una banda con otra y, hala, a saludarnos y a darnos palmadas y «cuidadito, sin vacilar, que te has pasado cuatro calles de cariñoso con la palmada» y «dame un cigarro, hombre, y tranquilo». Tranquilos todos, sí, pero ya íbamos calientes. Y entonces llegamos a la playa.
El Topoyiyo miró la bombilla desnuda como si el hilo incandescente le devolviese el pasado. Bajó la vista y luego la dirigió a un sitio indeterminado entre Pepito y yo como si ese punto estuviese a cien metros.
—Fue justo después de comer. Un sábado. Era invierno y no había nadie pipeando. Al final éramos los de la montaña, toda la montaña, Pueblo Seco incluido, contra los de aquí y los del Campo de la Bota. Llegamos nosotros antes, éramos más de cincuenta, lo juro. Nos decíamos que cuando llegasen los otros se iban a cagar. Y andábamos todos bebiendo y esperando y dándole patadas a la arena. Pero llegaron, joder, si llegaron. Y tapaban la playa. Los veías ahí enfrente, oías la respiración del que tenías al lado y se te iban las ganas. Y la furia que pondrías corriendo para ir a tu casa la vas a tener que poner ahí. Vas a tener que dejarte los huevos, si no quieres parecer un mierda. No hay más. Y ninguno de esos que hay enfrente se ha follado a tu hermana, ni ha matado a tu padre, ni nada… Las cosas han ido como han ido. Y notas los temblores de todos. Y los insultos contra los otros. Y otra vez todos callados. Y la gente empieza a tirar botellas al mar, o las tiraba contra los de enfrente para provocar un poco. Y nos acercábamos los unos a los otros. Mientras caminaba y me cagaba en mis muertos aún tuve tiempo de ver cómo de las casas y de las chabolas de al lado de la playa empezaba a salir gente. Enseguida volvían a entrar cuando ligaban el marrón que se había montado allí. Unas viejas gritaban y levantaban los brazos. Y cuando las viejas se callaron, ésa parecía que fuese la señal. Porque sonó un tiro. Venía de su lado. Y el pobre Casiguapo que estaba, no a mi lado, pero casi, casi, se cae a plomo. Se oye un gemir, así, largo, y no quieres darte cuenta de que muy pronto se va a oír un silencio, de que el silencio se va a quedar allí tirado. Nada, tío. Mutis. Y sonó otro tiro y ya no sé quién fue el que se cayó. Pero entonces, en nuestro lado, todos empezamos a correr como locos a por ellos. Y en nada nos juntamos. Empezaron los palos, los cadenazos, las dentelladas, los sirlazos y las hostias limpias que allí no había Dios que se aclarase. Allí no había más aclaración que dar, recibir, tragar sangre, comer arena y mirar para que no te dieran de lleno. ¿Que te venía uno? Pues a por él. ¿Que te venía otro? ¡Cabezazo! Y, joder, alguien, en algún lado, seguía pegando tiros. Y el cabrón era de su bando. Un menda con pistola, que vete a saber de dónde la había sacado. Yo me aguanté en pie hasta casi el final. Un cabrón me dio con algo en toda la bola y me dejó grogui. Pero veía. Y pude ver a un puñado que se najaba por ahí, a tres o cuatro que se iban por allá y hasta un par que salía nadando para escaparse, como si ahí enfrente hubiera una isla, no sé… Y a las viejas vestidas de negro, que se habían pasado el rato al borde de la playa, y más viejas que venían y todas gritando como si estuvieran locas. Y veo que el único que sigue de pie es el Watusi, con su chupa con el nombre escrito, que ya lo llevaba entonces, y todo el punto que se gasta. Y yo, que ni siquiera sabía que el Watusi se hubiese apuntado, pensaba: «Joder, ¿qué hace aquí ése?». Porque el Watusi hacía de las suyas, pero era más de las pibas y del baile. Y entonces lo ves ahí, tío, te lo juro, sin una herida ni una mancha. El tío era ganso, vale, pero allí habíamos recibido todos y además el tío no tenía costumbre. Pues el tío se paseaba entre la gente tumbada con una calma, no sé, muy rara, tío, muy rara… Una tranquilidad de otro mundo. Y buscaba entre la gente que estaba tirada, y los ayes, y los me muero, que allí había algunos cosidos a navajazos, pero que muy seriamente, y es que unos se habían cebado con otros que habían ido al Lío sólo porque habían quedado y a ver qué hacemos, no por pelearse, ni por nada. Así que el Watusi seguía buscando y al final encontró lo que buscaba. Al cabronazo de la pistola. Estaba de mí como estamos tú y yo ahora. Al de la pistola le habían rajado un lado de la jeta de un sirlazo y miraba al cielo. Con una mano se tapaba un charco rojo en la barriga. Y con la otra mano, semando que te cagas, la pipa. El Watusi con esa cosa que tenía en los movimientos, se agacha despacio, se la coge, le apunta y, pam, uno, y, espera, pam, dos. En los dos ojos. Y luego coge la pistola y la tira al mar. Y pensé que ese tío no estaba bien. Que hay gente que parece una cosa y es otra. Hay gente que es capaz de todo. De todo, tío. Y si el Watusi era capaz de todo entonces, puedes imaginarte ahora, pasando lo que dicen que ha pasado y dedicándose a lo que dicen que se dedica. Y ahora pienso lo mismo con lo de la Julia. Un loco que se le va la cabeza y la lía, sea quien sea. Y es que me acuerdo de lo último del Lío Grande, cuando ya todos empezamos a ver cómo podíamos largarnos de allí. Porque las viejas que se acercaban berreando con los brazos abiertos, como si fueran a abrazarnos a un tiempo a todos los que estábamos tirados, al oír los tiros, van y se paran. Se congelan, macho. Te diré. Y el Watusi, chalao perdido, tío, que alarga el brazo y hace así y así unas rayas en el aire como si tuviera una pared delante y estuviera pintando… Y luego se vuelve para el barrio caminando tan pancho por la orilla. Con el caminar ese de medio baile.
—¡Era la W! —se enardeció Pepito—: ¡La primera W! ¡La hizo en el aire!
—Sería la primera, y luego yo he visto más… —replicó el Topoyiyo—: Pero esta mañana se le ha olvidado pintar la última. Porque hoy no ha habido ni doble uve, ni triple uve, ni nada. Y a ti, cojo, que se te vaya notando menos con qué equipo vas, porque esos de allá arriba no están hoy para reírte las gracias… Como el día del Lío Grande, que se acabó todo, y tuvimos que hacerle una visita a Celso. Y Emiliano y los otros mayores de entonces nos dijeron lo que había. Más de uno se tuvo que entregar… Y de los que no, Celso ya nos tenía pillados para lo que quisiera. Y el Watusi a la legión de los franceses, o al Congo, o a la mierda donde le enviaran. Y cuando luego volvió, ya hablaba directamente con Celso o con Emiliano y ni le veías, que yo en ese tiempo y en éste, si le he visto, ha sido de lejos y por la espalda y le he conocido por la letra esa payasa que lleva cosida. Y si le llamas, ni se gira, el tío mamón. Viajando como un marqués y de cama en cama todo el día y va y la caga. Porque de ésta no se va a escapar…
Después de un silencio, el Topoyiyo, borracho ya, empezó a reír como quien, tras mucha meditación, concluye que la vida no es más que un chiste malo. Nos miró por turnos y volvió a reír:
—La legión de los franceses… Ahí os van a largar a vosotros. Están las cosas muy malas por allá arriba, te lo digo yo. Con los derribos, con el calor y con la basura, que lo hacen aposta para que nos chinemos las venas y nos volvamos más locos de lo que estamos y pase algo y entren a saco a por nosotros… Y ni Celso ni la madre que lo parió va a poder hacer nada… Y es que uno entiende hasta aquí. —El Topoyiyo trazó una línea a la altura de los ojos—: Pero cuando empiezas a ver que van de un lado a otro con la niña de cuerpo presente, que se llora y se discute delante de ella y parece que dé lo mismo, que dicen que va a venir un médico para contar que la niña ha muerto por enfermedad y la niña tiene un hueco en la cabeza que te cabe el puño, cuando ves tanta chapuza…
Aunque con otro talante, el Topoyiyo, como el Superman, parecía haber llegado al fondo de un estado de ánimo.
—Escucha, escucha… —Pepito se levantó—: Yo te busco otra botella ahora mismo, y a ver si esta vez repartes y te estiras de tabaco, que al final no me has dado, y lo que te digo, estamos tan ricamente a ver si se aclara algo, y pillan al Watusi y tú quedas como un señor y se olvidan de nosotros de lo ocupados que van a estar cuando lleguemos.
—¿Y qué hacemos con ése? —El Topoyiyo señaló al turista—: Esos hijos de puta del Soplagaitas y compañía igual se chotan y cargamos con el muerto.
—¿Le damos vidilla?
—Bueno… —condescendió el Topoyiyo—: Tampoco es cosa nuestra. Eso sí, machos, tabaco no os doy, que me quedan dos.
Pepito liberó al turista, que no sabía cómo dar las gracias. Sus maneras y las del Soplagaitas delataban que el extranjero había sido atrapado en una situación embarazosa y no iba a decir nada. Pepito abrió la persiana y luego la bajó sin cerrarla del todo. Fuera, la tarde había aclarado y resultaba espléndida para quien pudiese verla con ojos inocentes. El Topoyiyo seguía cada uno de sus movimientos y afirmaba en silencio. Pepito empezó a husmear por todos lados:
—Joder, con la pelea se han roto lo menos dos botellas de ésas. A ver si por aquí…
Estaba tramando algo. Intenté cruzar una mirada con él, pero fue inútil. No creía ni por un momento que hubiera desistido en la búsqueda del Watusi. Sólo había que ver la cara que ponía cuando hablaban de él y de sus hazañas. El modo en que negaba con la cabeza cuando algo no le gustaba como diciendo «Es imposible. No puede ser», o le brillaban los ojos si relataban un detalle o un hecho que se aviniese a la imagen de su héroe. Entonces parecía que pensase «ése es mi Watusi». Su Watusi. El Watusi de su imaginación. El Topoyiyo intentaba encender un cigarro. Bizqueaba cada vez más y su tronco compacto oscilaba.
—¿Viene esa botella o no? —preguntó sin mucho compadreo el Topoyiyo. Luego me miró—: ¿Eres del barrio?
—De las Casitas. Vivo cerca de Celso. —Una respuesta elegida en defensa propia.
—¿Enfrente?
—No, más atrás. En «las Casitas solas». —Así llamaban los vecinos a las coreas que ocupábamos.
—¿Donde Juan, el Vasolleno?
—¿El Vasolleno?
—Cuando va ciego, que va siempre, pega golpes en las barras de los bares y grita: «El vaso lleno, el vaso lleno». Menos mal que Emiliano le hace alguna vez algún favor a su mujer, porque si no, a ése, con lo bocazas que es, ya le hubieran dado para el pelo.
De lo que se entera uno viajando.
—¿Tú debes de ser el hijo de la viuda, no?
Iba a decir que sí, y que no deseaba oír ningún comentario más acerca de ese asunto, cuando una botella estalló en la cara del Topoyiyo. El Topoyiyo no hizo sino tambalearse. Se iba a levantar cuando Pepito me gritó:
—¡La barra! ¡A tu lado!
Y cogí la barra, y con ella golpeé al Topoyiyo en la cabeza. Una cabeza que ocultaba secretos inconfesables. Quizá no era pura cortesía vecinal el que a mi madre y a Juana no se les molestase. Esa idea turbadora hizo que repitiera el golpe.
—Coño, para, para, vamos… —me avisó Pepito y se deslizó por el hueco que previamente había dejado entre la persiana y el suelo.
Cuando seguí el movimiento del Yeyé y volví a la tarde de verano, no había ni rastro de mi compañero. Intentaba divisar su figura a lo largo del muelle, de la cubierta de algún barco, cuando el sonido de un cuerpo estampándose en la puerta del tinglado me advirtió de que un Topoyiyo ciego de furia estaba de nuevo en pie. La persiana se abrió cuando con todas mis piernas arrancaba sin orden hacia lo lejano. Me crucé con un camión. Desde el remolque, Pepito, hijo de su barrio, agitaba el brazo imitando una y otra vez a un elefante. Era la contraseña. Nos veríamos en el zoo. Pero antes, yo debía zafarme de la persecución de un brutal Topoyiyo. Cuando pasé al lado del turista liberado, sangrante y aturdido, que caminaba como un sonámbulo en busca de ayuda, no tuve ocasión de saludarle. Sólo podía correr.