9
Mi madre y Juana bajaban la pendiente sin abandonar su cháchara; el perfil de la ciudad iba engullendo poco a poco sus figuras. Salí a la «terracita», me subí al tejado y me asomé al «jardín» de Juan: un manzano seco, los cadáveres empalados de tres tomateras, el tendedero y Juan escuchando el movido número musical «Black is Black». Juan dividía su actividad entre tender unas piezas de ropa y dar, a intervalos muy breves, largos sorbos a una botella de anís que había aparecido entre el cementerio vegetal. Juan también apuraba su libertad. Y de modo más sensible.
«Nunca podremos olvidar», dijo el locutor a media canción, «que unos españoles llegaron al número uno en Inglaterra. “¡Black is Black!”. ¡Los Bravos!».
—¡Viva España! —bramó Juan. Dejó sus labores. Subió el volumen de la radio y siguió con espasmo abundante el ritmo de la canción, mientras desafiaba el luto en el barrio coreando a todo volumen el estribillo. Así, y entre sorbos, recorrió el jardín arriba y abajo hasta que en uno de sus trayectos se dio en la cabeza con la rama del manzano. Tras unos giros indecisos en rabiosa búsqueda de su agresor, se encontró sentado en el suelo y con la botella de anís muy cerca. Se acordara de ella o no, se le veía encantado con el hallazgo.
—Mira a Juan… —solía decir Juana cuando hablaba con mi madre de la decisión de regresar al pueblo en cuanto recibieran un misterioso subsidio.
—Vosotros aún, que tenéis casa.
—Sí, hija, y padre y madre y cinco hermanos.
La marcha de Juana y Juan había espoleado aún más a mi madre para abandonar de una vez aquellos pagos. También incitaba su rabia el saber que no podría irse en mucho tiempo, y ese lapso, medido por lo que tardase el ayuntamiento en desalojarnos, lo iba a pasar sin sus vecinos. Yo los recordaba amigos desde que tenía uso de razón. Eran «los amigos», entrecomillados como el «jardín» y la «terracita», únicos como todo lo demás. Fue gracias a un episodio entre mi madre, Juana y Juan como intuí un sentido de los límites de la amistad entre adultos. La hondura del patetismo no se alcanza a entender nunca.
Una mañana, mi madre estaba tendiendo la ropa en nuestro «jardín». Debía de hacer mucho tiempo que había muerto mi padre, porque recuerdo la escena con claridad, y de la muerte de mi padre sólo evoco un llanto desgarrado en algún sitio y muchos ojos, enormes, atentos a mi reacción. Yo me esfuerzo por fingir que no entiendo lo que, en verdad, no entiendo. Mi memoria se impregnaba en ocasiones de vagas resonancias de la presencia de mi padre: ¿abrazar a alguien enorme como quien abraza un árbol?, ¿el tacto de unas manos muy ásperas y sucias?, ¿un olor constante a mezcla de hormigón, y el polvo que me cegaba los ojos cuando se sacudía al llegar a casa? No importa. Si he de ser sincero, nunca me ha importado, ni he sentido su pérdida más que en la preocupación constante de mi madre durante unos años decisivos. Mi padre soy yo; el de aquella foto en la esquina con un traje gastado y una corbata estrecha era yo mismo, mayor, en el futuro. Voy a dejar eso. Flora, mi madre, está tendiendo la ropa aquella mañana y yo, sentado en el zaguán, pienso en coches. Unos días antes, Juan me ha llevado a ver la carrera de Fórmula i que cada año se celebraba en la montaña. Juan me levanta en vilo y pronuncia nombres secretos: Ferrari, Alfa Romeo, Lotus… Olor a tabaco, a frito y a goma de neumático quemada, mientras los coches, de colores detonantes, pasan ante nosotros como relámpagos y rugen como ruge el público tras las balas de paja. Algunos chavales saltan ese obstáculo y con una sábana fingen torear al paso de los bólidos, tiran huevos a los pilotos, provocan el desconcierto general. Llega la policía a traición. Hay palos. Todos señalan a todos, mientras aquellos ingenios veloces me inician en una vocación. Bien, no dejo de pensar en coches mientras mi madre tiende la ropa aquella idílica mañana. Y no sólo pienso, sino que comento con mi madre, como llevo haciendo para su desesperación desde que tuvo lugar el evento automovilístico, otro de los pormenores de esa memorable jornada. En esa ocasión relato lo de los maletillas que fingían torear a los bólidos. Mi madre, que en esa época se ha acostumbrado con resignación a mi verborrea, a mis preguntas, a mi plúmbeo despertar al conocimiento, no me hace ni caso, pero una inmediata asociación de ideas le hace tararear una tonadilla con una pinza en la boca, y a mover las caderas poco a poco, mientras sigue tendiendo la ropa y yo, emocionado, narro mi historia para nadie. En ésas, Juana sale de su casa con un barreño bajo el brazo y el mismo propósito que mi madre de tender la colada. La costumbre de verse a todas horas hace que no se saluden. Juana, después de colgar unas bragas, se detiene y presta oídos a lo que tararea mi madre, cada vez más entusiasmada como yo avergonzado. Juana empieza a sonreír y aprovecha un momento oportuno en la melodía que sale de la boca llena de pinzas de mi madre para empezar a cantar:
«Torero, con tus patillas a lo bandolero, mira que se te ve el plumero…».
Y mi madre se vuelve hacia ella y canta:
«A ti lo que te pasa es que no quieres estudiar».
Y las dos, a coro:
«Pasodoble no puede casar con cha-cha-chá…».
Y se acercan la una a la otra bailando cha-cha-chá (precisamente) como una figura que pretendiera fundirse con su imagen en el espejo, simétrico movimiento de cadera y hombros. Se cogen la punta del mandil, que contrapuntea su vaivén y a dúo entonan:
«¡Torero…!».
Y repiten el único estribillo que saben acompañándose, según mi criterio, de abundante movimiento obsceno aprendido no sé muy bien dónde. Juan, atento siempre a cualquier posibilidad de diversión, hace rato que asoma el rostro algo enrojecido por la puerta de su casa, mira a las bailarinas y sonríe abiertamente. De pronto, mi madre y Juana se detienen:
—¿Cómo seguía? —pregunta mi madre, y se pone a tararear buscando en el cielo la letra perdida de la canción. Y ya las dos, pensativas, se rascan la cabeza.
—Renato Carosone —dice mi madre, de la que yo ignoraba que supiese palabras tan semejantes a «Ferrari» o «Alfa Romeo».
—Sí, si eso ya. «Torero, torero, olé…». —Y Juana da un saltito sin abandonar su pose de profunda meditación.
—Pero qué burras… —dice Juan, mientras ensaya un gesto enigmático y Juana y mi madre le miran. Y cuando Juan ya ha dilapidado todo su enigma y las mujeres van a dejar de mirarle, confiesa—: Tengo el disco.
—¿Ah, sí, listo? ¿Y dónde lo pones? Mira, mejor que no te diga…
Juan ha desaparecido en el interior de la casa y vuelve con un cilindro naranja con los lados agujereados cuyo nombre anuncia triunfal:
—¡El disco lo pones en el comediscos!
En la otra mano, como si se tratase del final de un truco de magia, aparece la funda de un disco con la foto de un señor muy feo que toca el piano.
Juana ladea la cabeza:
—¡Pero si no va!
—Si le pones pilas, sí.
—Que no va… Además, no tenemos pilas ni de dónde sacarlas.
—Tú espera…
Juan vuelve a entrar en la casa, y a su regreso al cabo de cinco minutos, Juana y mi madre ya se han olvidado de la diversión y siguen tendiendo la ropa, aunque algún tarareo entrecortado delata que siguen buceando en el misterio musical. Juan se arrodilla en el «jardín» y saca del bolsillo unas pilas. Juana, sin dejar sus labores, le mira:
—¿Se puede saber qué haces?
—Las mujeres es que estáis siempre en Dios sabe dónde y no hacéis caso de las cosas —a las manos nerviosas de Juan les cuesta levantar la tapa del depósito de pilas. En cuanto la tiene abierta, la ceniza del cigarro se le cae dentro. Juan empieza a soplar sin darse cuenta de que tiene el cigarro en la boca y las chispas de la brasa se cuelan por los agujeros del comediscos. Juan empieza a manotear y a hurgar en el plástico con una llave. Busca en el barreño de la ropa un pañuelo para limpiar su estropicio y Juana se lo saca de las manos:
—¿Pero qué haces? —insiste Juana.
—Pues qué voy a hacer… Lo estoy limpiando… —Y Juan vuelve a arrebatarle el pañuelo a su mujer. Juana, tras un instante de duda, opta por la resignación, deja hacer a su marido, mira a mi madre, se encoge de hombros y sigue tendiendo la ropa. Ninguna de las dos tararea ya, mientras Juan, que se asegura, mirando por sus rincones, de que el comediscos está bien limpio, muestra una de las pilas sujetándola por los polos. Entonces se dirige exclusivamente a Juana para informar:
—¿Ves estos agujeros, guapa? —hace girar la pila llena de agujeros entre sus dedos—: Pues las pilas, cuando se acaban, no se tiran, hala… Se les hace unos agujeros y se ponen en agua con sal. Éstas son las de la radio. —Juan añadió un tono de reproche a su discurso—: Las que me encontré en la basura. Ahora vas a ver tú…
Juana vuelve la cabeza con orgullo y escepticismo hacia el hilo de tender. Unas pinzas resuenan en el barreño. Juan, entretanto, coloca las pilas en su lugar y cierra la tapa ansioso. Deja el aparato en el suelo. Saca el disco de la funda, lo pone en el comediscos y espera. En unos segundos, se oye la introducción de un pasodoble, luego el sonido de un piano, la risa y una palmada de Juan y una voz con acento italiano que dice: «¡Torero…!». Después no se oye nada más. El silencio se prolonga hasta que otra pinza cae en el barreño, y luego otra, que suena una octava más alta, como si el sarcasmo de Juana se trasladase a su manera de tirar las pinzas. Juana coge un montón de pinzas de una bolsa de tela, cuelga la ropa, y la pinza que sobra, y siempre sobra una pinza, va a parar al barreño metálico del que arranca sonoridades llenas de significado. Entretanto, Juan ha cogido el comediscos y lo agita y palmea sin mucho método.
—Esto no es de las pilas. Cuando las pilas no van, no se escucha nada.
—Ya está aquí el ingeniero… —dice Juana, y otra pinza cae en el barreño.
El comediscos le da a Juana en una pierna. Los ojos de Juan están brillando cuando ella se vuelve hecha una furia.
—Venga, lista, a ver qué haces tú. ¡Borrica!
—¿Que qué hago? ¿Quieres ver qué hago con tu mierda de trasto que no ha funcionado nunca, ni ha servido nunca para nada…? ¡No des un paso más! Mira que cojo…
No le da tiempo a acabar la frase. Juan le ha dado un bofetón en toda la cara.
—Pasa para adentro —me dice mi madre, señalando nuestra casa. Y enseguida, en tono conciliador—: Juana, Juan…
No le hacen caso. Juana, furiosa, coge el comediscos y lo lanza más allá de la valla de uralita, de las macetas hechas con enormes botes de aceitunas pintados de albayalde. El comediscos cae entre unos matojos, pero eso ya no le importa a nadie, porque Juan coge el barreño y se lo lanza a Juana y falla. Juana empieza a correr en dirección a nuestra casa, pero Juan puede atraparla y la golpea. Miro a mi madre. ¿Qué va a hacer? Pero mi madre me empuja al interior de nuestra casa al mismo tiempo que Juan hace lo mismo con Juana en la suya. Nuestra puerta se cierra muy despacio. La de ellos, de golpe. Oigo las palabras «borracho» y «pelele» y «puta», pero no estoy seguro, porque mi madre me ha sentado en una silla, me tapa los oídos, se pone de rodillas frente a mí y me abraza. De su boca también salen palabras que no puedo entender. Siento la vibración de cosas rompiéndose en casa de Juana y Juan (y su patrimonio tampoco era muy abundante). El abrazo de mi madre me asfixia y me sonroja. Quiero desembarazarme del contacto de su cuerpo, del latir de su corazón, del turbador roce de su pecho, del olor a jabón y cebolla. Creo, ella solía fomentar ese sentimiento, que me está echando la culpa de lo que pasa. Yo mismo me culpo de todo, porque le he hablado de los toreros de coches en las carreras y ella entonces no ha tenido más remedio que cantar esa canción y ha empujado a Juana a bailar y el baile ha hecho que Juan empezase a trastear con el comediscos que ha provocado la pelea. Cojo las manos de mi madre, porque ya no puedo soportar el sofoco. Grito «¡Déjame!». Ella se echa hacia atrás, me mira y vuelve a abrazarme, esta vez con suavidad. En el intervalo sigo oyendo la pelea, un llanto desolado y alguien que susurra fuera, porque en el barrio los pasos y los susurros y la gente detenida al acecho se pueden oír tan claros como en ese momento oigo a mi madre decir:
—Piensa en hace un rato, hijo. Piensa en hace un rato.
De lo mucho que llora empieza a hipar, pero sigue hablando y tartamudea, mientras dice: «Piensa en… hace un rato». Soy yo entonces el que la intenta consolar, mientras ella, a la que ya no le salen frases muy largas, sólo dice:
—Vuelve al… minuto. Vuelve, minuto. Vuelve. Minuto. Minuto. Vuelve…
Ésa es casi toda la historia. Si la he contado, no ha sido por exhibicionismo sentimental. Si quieren auténtica obscenidad sensiblera diré que ha surgido de manera espontánea porque luego, quizá, se lloró mucho más, y ésa es una de las pocas veces que mi madre me ha abrazado. Pero, sobre todo, quiero ser profesional, y esta digresión se ha hecho porque la historia acaba como van a acabar casi todos los relatos de este Informe. Es importante que el Lector se vaya acostumbrando a ese mecanismo burlón que ha regido mi vida. A la mañana siguiente, al despertarme, encontré a mi madre asomada a la ventana. Me impidió salir de casa y siguió mirando. Atisbé más allá de su espalda. Emiliano hablaba con Juan cerca de la fuente. Juan decía a todo que sí. De pronto, Emiliano y Juan, y también mi madre y yo, todos, nos volvimos de repente, porque se empezó a escuchar: «¡Torero… con tus patillas a lo bandolero!».
Entreabrí la puerta. A unos diez metros de casa, unos gitanos coreaban y daban palmas alrededor del comediscos a todo volumen. La canción seguía y seguía. De la casa de Juan, llegaba el sonido de una olla hirviendo y no había ropa en el tendedero. Estaba seguro de que íbamos a ir a hablar con Juana, pero mi madre cerró la puerta con tal brío que casi me engancha la cabeza.
Ahora sí que ha acabado la historia.
Años después, en la mañana del Watusi, Juan, después del golpe y un par de tragos, se ponía en pie con dificultad y se encaraba con el manzano que, ajustándose a su razonamiento, le había golpeado y hecho caer. Empezó a tambalearse frente al árbol, mientras le gritaba:
—¿Watusis a mí? ¿Watusis de qué? A ver… Ven aquí si eres hombre. ¡Asesino! Mucha fama y mucha boca, pero nada. ¡Tú no eres nada!
Juan, en su paso vacilante, se acercaba cada vez más al manzano. De pronto, le espetó:
—¡Mira lo que está escrito en el cielo, mamón! ¡Estás muerto!
Juan debió de imaginar entonces que el manzano-Watusi miraba al cielo, despistado por su astuta amenaza táctica, porque le lanzó una patada con todas sus fuerzas. Fue de lamentar que errase el golpe y su propio impulso le hiciera caer hacia atrás. De nuevo en tierra, Juan balbució palabras ininteligibles. Luego se puso a roncar.