8
Voy a por ese relato, Paca-Olga, Lector.
Una noche del 83 conocí a una de esas mujeres que pasada la treintena asesinaría por seguir teniendo pinta de mocosa descarada. No sabíamos el uno del otro más que el poder seductor de nuestras miradas en un encuentro casual: la suya, con un encantador bizqueo; la mía, con una profundidad varonil, algo así como la de un buey, que sin mucho esfuerzo ni ejercicio donan el estrago y el insomnio. La perfecta ubicación de mi domicilio junto al bar que ella solía frecuentar y mi famosa Indolencia, que a veces ciertas libertinas confundían con docilidad y poca inclinación a tenebrosos equívocos sentimentales, permitieron que nos acostáramos juntos en un santiamén. La primera vez, aquella chica dejó que folláramos como a mí me apetecía (y por lo visto a nadie más); es decir, con la actitud del que sabe que son las tres de la madrugada, ha estado dando vueltas todo el día y no es atleta. La segunda vez que coincidimos fue la noche siguiente, porque ella volvió a aquel bar y a por mi eficaz diligencia, y más segura de sí y del entorno, intentó derivar la práctica amatoria hacia el salvajismo. Con éxito, porque la muchacha me importaba un pito (esto lo aclaro por si alguien ha llegado tarde). Nada que objetar a su empeño, salvo los arañazos y la humorada y el disimulo que conllevan responder con imperturbable ademán apache a expresiones del tipo «¡Y ahora, mátame, viejo verde!». Hubo una tercera ocasión, y en ésta, la muchacha sencilla me atacó en el negro corredor sólo cerrarse la puerta. Tras derribarme, exigió que la matase ahora, viejo verde, y yo hice lo que pude. Investido del rijo del quizá iniciático anciano, reproduje gruñidos de especies ya extinguidas, preparé mi solo, mientras me frotaba contra su cuerpo e improvisaba variantes, tomaba el mando, y ella, toda competencia, seguía mi ritmo musitando «Amén, amén…». A través de la armonía de onomatopeyas y en plena oscuridad, escuché un tintineo metálico, un crujido, y entre ella y yo apareció, frío y simétrico, el par de esposas, una fuente de inhibiciones sin cuento para un sujeto con la documentación falsa, prófugo, sin oficio ni beneficio. «Pónmelas, átame y clávamela» fueron los sucesivos imperativos que formaron la orden del día en la improvisada cueva del sado. Aprehendí las esposas por su brillo y, más con fastidio que con odio o furor, pero sin duda enardecido, me propuse obedecer al pie de la letra el mandato de aquella fulana.
La desnudé a tirones para empujarla enseguida contra la pared al grito de «¡Déjate los zapatos puestos, zorra!». Grito que fue susurro: el vecindario no profesional hubiera exigido una colaboración activa en el espectáculo. La chica se postró genuflexa en el suelo, la grupa en idónea situación receptiva. La obligué a alzar los brazos y deslicé la cadena de las esposas por detrás de una tubería que ascendía por la pared, mientras cerraba la presa con un gemido pánido que hubiera desatado la hilaridad de cualquiera. Retrocedí para comprobar si mi diseño ornamental poseía talento plástico: la indudable aportación de la modelo y el auxilio con que la escasa luz disimulaba los estragos del tiempo en aquella carne estremecida cumplían con fidelidad la ortodoxia de esas prácticas en las que el apego a la norma no es antojo. Acometí, pues, mientras la llamaba de todo, y comprobé en el margen de atención que permitía un regocijo mutuo y evidente en aquel juego, cómo la piel de la chica adoptaba texturas inauditas, ya fuera por la electricidad de mis briosas sacudidas, o por la exposición a la ventilada intemperie del pasillo. Tras un lapso que no confieso, me retiré con la satisfacción del deber cumplido al oírle susurrar las barbaridades de rigor y con la extenuada esperanza de que la puesta a punto de la muchacha hubiese resultado satisfactoria. Enseguida bajaríamos a la plaza a tomar una copa y ella iba a ofrecerme una faceta menos cruda de su compleja personalidad. Luego, a casita, mona de cara.
Mientras yo planeaba una tregua, la chica ondulaba el cuerpo, amagaba estertores y subía y bajaba los brazos a lo largo de la tubería, un frotar mimesis, no del acto recién finalizado, sino de un anhelo utópico (era una magnífica tubería) al que se suelen referir los psiquiatras sin mundo. Un roce que espoleaba la irritación de los vecinos, quienes deducían en ese constante sonido de serrucho, no enfermizas prácticas sexuales (a las que estaban acostumbrados), sino un constante empeño en descuartizar cadáveres (práctica menos habitual en la finca). La chica reclinaba la cabeza en la pared con una sensualidad dolorosa y musitaba expresiones autoinculpatorias que hubieran ganado el aplauso de nuestros grandes místicos. Sentado en el suelo contra la pared frontera, yo fumaba un cigarro del paquete que había caído del bolso con tanto ajetreo y tenía muy claro que no me concernía ese ejercicio expiatorio.
—Ya que se te da bien coger cosas del bolso, alcánzame la llave de las esposas —me dijo la chica asomando por encima del hombro el rostro casi oculto por la media melena.
—¿Dónde dices que están las llaves? —pregunté, mientras encendía la luz del pasillo y rasgaba del todo la magia del momento.
—En una cajita azul de Vasari.
—¿De quién?
—Una caja de joyería. Pequeña. Cuadrada. ¡Y apaga la luz!
Obedecí y llevé el bolso a mi cuarto, mientras ella se quedaba de rodillas en el suelo, sola y a oscuras, no pareciéndole ya tan baratos los martirios por los que las santas pasan y con los que compran el goce de Dios. Volqué sobre la cama el contenido del bolso: una caja de pañuelos de papel, un espejo pequeño, una barra de protector labial, una caja de analgésicos franceses, la gama toda de productos Chanel (pensé), dos entradas para el teatro con fecha del día siguiente, una caja con unas medias nuevas, unas medias desgarradas («¡Qué jodida! —exclamé—, ésa se martiriza esquina sí, esquina no»), un llavero con la cabeza de Mickey Mouse que se iluminaba al presionar una de las orejas, un mechero Dupont y cuatro mecheros normales, un rotulador, una agenda Filofax abultadísima, otra agenda más grande titulada BODEGONES en la que, junto a calabazas y perdices, una mano diestra había dibujado cientos de veces, y en distintas actitudes, un pollito amarillo con grandes ojos inocentes, una caja de lápices Caran d’Ache, una libreta con espiral y más dibujos de pollos, una funda de gafas llena de bolígrafos, otra funda con unas gafas graduadas (ese encantador bizqueo), una tercera funda con unas gafas de sol y una cajita (un instante de esperanza) con una piedra de hachís, un librillo de papel y dos váliums (de nuevo ese encantador bizqueo), un monedero, una billetera con tarjetas de crédito y un retrato no muy antiguo de una chica bizca hasta el encantamiento y aire hippioso con el brazo de un individuo parecido a John Lennon ciñendo su cintura. El fondo de la fotografía era una montaña con el pico nevado y, más allá, en lo que podía ser un valle, un templo budista. Hasta mi habitación llegó el canto de los ruiseñores, la voz serena: «Niebla del monte / guardas del templo tocan / sus caracolas». De joven se dispersa uno.
—Oye, ¿seguro que está en una cajita azul?
—No me digas que no la encuentras… —el tono había dejado de ser desgarrado, postcoital: ahora parecía dominado por la alarma, aunque sostenido en el límite de la educación: «No me digas que hemos vuelto a pagar cincuenta mil de teléfono…». Algo así.
Volví a mi cuarto. Hurgué de nuevo en monederos, fundas, agendas y en todos los bolsillos y orificios de aquel bolso intrincado. Nada. Examiné el juego de llaves y ninguna era tan pequeña como para caber en la cerradura de unas esposas. Me dediqué a estudiar sin provecho el anárquico panorama que se extendía sobre la colcha, consciente de que antes o después tendría que regresar al pasillo. Abrí el armario y busqué una manta. Respiré hondo.
La maniatada empezó a llorar sin disimulo sólo comprender por qué la cubría en silencio. Pateó y desistí de mi empeño. Y siguió sollozando, mientras yo hurgaba en la cerradura de las esposas con un alambre sin dejar de pedir calma. Quise sosegarla con la noticia de que tenía mucha experiencia abriendo cerraduras, ya que en mi mocedad había sido un consumado ladrón de coches. Ella empezó a removerse, a mirar cualquier punto que no fuese mi rostro, a la espera del gesto que la protegiese de esa vecindad con un delincuente.
—¿En serio que no has encontrado la llave?
—Oye, que lo de los coches fue hace mucho. Y ya ves —arrojé el alambre por encima de mi hombro—: Ya ni me acuerdo de abrir esta mierda.
—Es que son muy buenas —musitaba ella, mientras volvían los sollozos—: Son de la policía inglesa.
—Qué bien… Pues para el uso que les das, creo que no hacía falta recurrir a tan cualificados modelos de importación.
De pronto, me cayó encima un alud de insultos que no sólo iban dirigidos contra mí y el delincuente marrullero que ya me suponía, sino contra sí misma, la vida en general y su trágico discurrir. Yo no decía nada esperando que la cautiva comprendiese que mi ayuda era indispensable, aquel mi hogar y nuestra causa común. Entre hipidos, la chica intentó aportar soluciones para que me correspondiese la ingrata tarea de rechazarlas. Serrar la tubería, Chica de Nombre Olvidado, era un riesgo. Encargar esa misión a un cerrajero experto, ahí coincidimos los dos, humillante. Ella se fue sincerando:
—Tengo la caja guardada en casa. En el estudio. Con las acuarelas. ¡Hay que ser imbécil!
Miré el llavero del ratón Mickey.
—Pues voy a tu casa y te las traigo.
—Ni hablar. Mi marido puede llegar en cualquier momento.
—¿Y si se lo explico?
—¡No seas gilipollas…! —Y tras demorarse en el paladeo del insulto—: No es que él no sepa según qué, pero eso es… Yo ya le he avisado de que no iba a dormir, a veces lo hacemos, pero…
Ahí se detuvo. Luego se puso a gimotear hasta que de nuevo reparó en que lo ridículo de la situación no se arreglaba con desplantes histéricos.
—Pues no habrá más remedio que llamar al cerrajero mañana —dije y casi suspiré—: Voy a buscarte algo para que pases la noche cómoda.
—¡Pero qué dices! Todo esto te hace gracia ¿verdad? O eso, o es que eres mongólico.
Me vi galopando en un recio caballo en pos de Taras Bulba. Me vi contando con los dedos. Me vi en el pasillo de mi casa con una ex niña bien, ex hippy y, apostaría algo, ex masoquista, esposada a una tubería.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—La una y media.
—Mi marido aún estará en el Billy’s. Tenía una cena y luego se iba a ligar. Así mismo me ha dicho. A ligar. El muy hijo de puta…
Mientras ella se unía a su amado en la distancia, tuve una idea. La llevaría a cabo sin consultar con la víctima (no se lo merecía) y por mi bien. En cualquier caso, si ese plan fallaba, me iba a presentar con el cerrajero y los habituales de la plaza que se avinieran a pagar entrada por tan curioso espectáculo.
—Voy a salir un momento.
—No vayas a mi casa. Te lo pido por favor.
Cogí el juego de llaves, lo hice tintinear ante sus ojos para luego dejarlo caer entre su cuerpo y la pared. La cabeza del ratón Mickey, éstos son detalles absurdos que luego recuerda uno, se quedó encendida.
—Nada de eso —mentí—. Seguro que no somos las primeras personas a quienes les ocurre este embarazoso percance. Voy a ver si encuentro a un amigo muy ducho en estos temas. Le relataré la situación como si ya fuese pasado y le hubiera ocurrido a otra persona. Así, cuando le pregunte «¿A que no sabes cómo lo solucionaron?», el me irá dando respuestas. Yo lo negaré todo, y él me dará más respuestas. Entre todas las respuestas seguro que encontramos una de fácil aplicación. Ahora vengo.
En el rellano escuché un largo sollozo y más insultos.
La primera parte de mi verdadero plan consistía en encontrar a Elsa. La última vez que la vi estaba tumbada en un banco y cuando pude hacer que reaccionara me dijo: «No te lo creerás, pero acabo de morirme». Quise llevarla al hospital, pero ella sólo aceptó que le diera un par de pastillas y la acompañara por ahí. Durante la noche, esa constancia en el «aquí no pasa nada» hizo que acabase enfadado. Pero nuestra mutua capacidad de perdón, al parecer, no conocía límites. Estaba seguro de que, si la encontraba, me iba a ayudar. Salí a la plaza y, nada más pisarla, ya estaba convencido de que el plan que consideraba verdadero aún ganaba en idiotez al que le había planteado a la maniatada; sin embargo, a la muy remota posibilidad de éxito se oponía el alivio de no compartir la agónica arrogancia de mi huésped accidental y, sobre todo, cierta divertida emoción, algo que ya empezaba a echar en falta en aquellas noches idénticas y rutinarias en su desapego.
Elsa no estaba bajo las altas palmeras que de noche parecían de piedra. Tampoco había dedicado la jornada a recorrer las terrazas en busca de algún ocioso despistado, caliente y con dinero. Ensayé con otra plaza, más lúgubre. Había tenido demasiado tiempo para aprender que los recorridos de Elsa escondían bajo su caos aparente una estricta rutina impuesta por los avatares comerciales. En la segunda plaza, descubrí a sus conocidos a los que quizá sería mejor llamar semisocios. Alguno de ellos también había compartido conmigo alguna de esas noches demasiado breves, algún sublime acontecimiento callejero; pero en aquel tiempo eran personajes a evitar. Elsa no estaba. Caminé entre callejuelas y gritos de borrachos de sábado que arrastraban en las botas militares serrín de tascas baratas. Al volver a la plaza Real, cuando ya estaba convencido de que mi plan había fracasado, la vi en compañía de una de aquellas viejas indistintas con las que solía pasar horas de charla. Me acerqué hasta ella pensando en los actos, tan habituales durante la última temporada, que seguían al momento en que me divisaba. Primero reconocía a fondo mi expresión con la astucia que nunca tuvo y, si le sonreía de un modo natural, se acercaba hasta mí casi a saltos, el trotar sincopado de sus tacones, para que yo viese que jugaba aún en calles imposibles con sus botines de piel de serpiente; enseguida, me pedía dinero que por su madre me iba a devolver al día siguiente, o un tranquilizante, una calma cualquiera que yo no había sabido darle nunca en ninguna de sus formas. Cuando por fin me vio, le sonreí. Y le sonreí porque la necesitaba. Se levantó del banco, mientras se ajustaba un sombrero de ala corta, y se acercó con su carrerita habitual de niña consentida que va al encuentro de papi, la barbilla alzada y los brazos extendidos. Me besó en los labios y estudié a fondo su aspecto. El balance fue positivo: la delgadez extrema, si no iba muy colocada, la hacía más atractiva y, como siempre, iba limpísima y a la última hasta convencer a cualquiera de que nada sucedía en realidad.
—Si vas a tomar algo te acompaño —no era una decisión, era un ruego. Se había acostumbrado a rogar.
—Oye, necesito que me hagas un favor…
—Lo que quieras, ya lo sabes.
—Vamos yendo al Billy’s y te explico.
Sin mucha cautela le expuse la segunda parte de mi plan. Y la tercera. Luego todo era cosa suya. Elsa no se asombró en ningún momento: ni cuando le expliqué lo que necesitaba, ni cuando compré el paquete de chicle necesario para la misión y se lo puse en el bolsillo de la blusa como si fuera un salvoconducto. Era tal su delirio, mi delirio, nuestro desastre, que no sólo accedió divertida a lo que le proponía, sino que se apresuró a confesarme el motivo de tanta disponibilidad:
—He pillado una onda de jaco buenísima. Tú no se lo digas a nadie, que no se te escape. Que hay mucho preguntón por ahí y alguno aún se piensa que eres mi novio. Tú, si preguntan por mí, que ni idea.
«Ni idea». Era exactamente eso lo que decía, Elsa, cuando me preguntaban por ti y, de paso, era informado de la clase de gente con la que te juntabas.
Llegamos al Billy’s, uno de los pocos bares que en esos meses recibía público que no era del barrio. La fama del Billy’s, la razón por la que acudía gente de toda la ciudad era, en la sana teoría, la calidad de su música, y en la práctica, lo fácil que allí se ligaba; un rumor que alcanzó ecos de leyenda el año escaso en que Billy’s estuvo abierto. Por un azar urbano, allí se había juntado lo mejor de cada casa y sólo una mirada era suficiente. No podía durar, claro, pero, entretanto, los llenos como el de aquella noche eran diarios.
—¿Qué? ¿Le ves?
Me puse de puntillas en un extremo del local.
—Espera. Es que tengo que imaginármelo. Sólo le conozco de foto. Y en la foto iba de hippy.
—¿Es un hippy?
—Reciclado… Espero. No sé.
—Oye —la boca de Elsa se acercó a mi oreja entre el murmullo de la multitud—: Ya sé que te debo muchos favores y esto que tengo que hacer lo hago igual. Por ahí, ningún problema. Aunque no me contestes. Pero ¿para qué quieres que me ligue a un reciclado y todo lo demás? No te habrás metido en un marrón…
Conté mi historia y Elsa casi se cae al suelo de risa.
—¿Y la tienes en casa? —preguntaba. Y yo veía estallar una de sus carcajadas por primera vez en mucho tiempo. Casi se le atraganta el chicle que, muy profesional, había empezado a masticar.
Seguí aupado para ver entre aquel torbellino cuando alguien me golpeó en un hombro y enseguida me pidió perdón. Llevaba el pelo muy corto y lo tenía casi blanco. Sus facciones parecían más duras que en el retrato budista del valle nepalí y la montura de las gafas ya no era redonda, sino de concha negra. Me bastó un gesto de la cabeza para que Elsa comprendiera y se situase con habilidad en la estela de nuestro objetivo, el ex sosias de John Lennon, que se abría paso entre el público cruzando el local y lanzaba aquí y allá miradas de reclamo y seducción. Pedí una copa y busqué un punto que me sirviera de observatorio.
Sus mañas de gata maula (esa elocuente y extrema sonrisa femenina que casi puede echar a andar) y las prisas del casanova facilitaron el paso a la siguiente parte del plan. En el exterior, a través de los estrechos callejones que llevaban a mi plaza, vi como Elsa, antes y después de la explosión de un rosado globo en su boca, se negaba con argumentos de imposible recato a ir a otro lugar que no fuese la casa del tío primo. El muchacho consultaba nervioso su reloj, a los astros, calculaba, mientras Elsa mariposeaba en torno a su figura con movimientos que me resultaban inéditos y me hicieron sentir celos instantáneos; porque o yo no la conocía lo suficiente (y la conocía) o el chico le gustaba como nunca le había gustado yo. En fin, que cogieron un taxi, y detuve otro con el temor de que ella se hubiera desentendido del compromiso que tenía conmigo y ya le estuviera pidiendo dinero al figurín, o hubiese contabilizado lo que llevaba en la cartera y no fueran a su casa, sino a un meublé.
Pero no, fueron a la casa. No hay nada como los pactos entre las parejas abiertas, las mentiras piadosas, el cariño que dan los años…
El chicle, según lo previsto, estaba pegado a la cerradura de la puerta de la calle. Y entreabierta la puerta del piso que, si el Lector tiene afición inmobiliaria, diré que ocupaba un rellano entero. Elsa estaba cumpliendo las indicaciones al pie de la letra. Esperé a que las luces se fueran apagando y llegasen hasta mí las primeras voces de placer. «Exagero en plan sucia, ¿no?», me había dicho Elsa, muy puesta en su cometido. Entré. Por suerte, lo que parecía un estudio, estaba junto a la puerta y la batalla erótica se entablaba a lo lejos. En el estudio, iluminado por la luz de las farolas, un kilométrico sofá se enfrentaba a una larga mesa dividida en dos parcelas de trabajo. En una de ellas campaba la pantalla gigante de un ordenador, cuando casi nadie tenía ordenador, bajo unas estanterías que conformaban una pequeña biblioteca de libros de arquitectura sostenida, como al desgaire, por algunos premios internacionales. En todo ese tramo, desordenados, yacían bocetos de algo parecido a casas, a muebles, a lámparas. La zona de ella era el pequeño mundo de Severino Pío-Pío. Libros infantiles protagonizados por un pollo, el tal Severino, recortables de Severino Pío-Pío y sus amigos: el Conejo Tan-Tan, el Pato Cuo-Cuo y el Cerdo Oinc-Oinc. Mientras buscaba la caja de acuarelas a la luz de un mechero no tuve más remedio que observar la vuelta al mundo de la pareja en diversas fotos clavadas en las estanterías, su progresión de la sonriente bonhomía hippy de antaño a la eficiencia y profesionalidad en el gesto de hoy, y más fotos de la chica que ahora sollozaba en mi casa, rodeada en una de lo que parecían diversos compañeros de trabajo, recibiendo en otra un premio de una anciana enjoyada, abrazando en un cartel la reproducción gigante de Severino Pío-Pío.
Dentro de la caja de acuarelas, el vacío dejado por una pastilla de amarillo limón (el amarillo Severino) contenía otra caja con una llave de plomo. Pensé en la chica tirada en el pasillo de mi casa y en la esforzada construcción de un mundo que oculta una vía de escape. Nada nuevo sobre lo que había visto en los lobos bancarios; salvo que la naturaleza moral del paisaje que ocultaba la rabia del lado oscuro, o el sentido que para mí poseía todo aquello entonces, me exasperaba aún más que la mera hipocresía de tinas, escudos, ballestas y yelmos. Me asqueaba, pero, sobre todo, y no podía evitarlo, me conmovía.
Me debí de sentir conmovido unos cinco segundos. Luego seguí con mi plan.
Introduje en el bolsillo la llave de las esposas, cogí papel y lápiz y escribí: «¿Hay placer sin dolor? Somos invencibles en el desastre, porque nos hemos dado algo secreto. Y a lo mejor nos lo seguimos dando. Sabemos jugar y olvidar». Releí lo escrito. No me pareció mal. Aunque en esa nota fingiera, la solemnidad es una cosa muy mía. Rememoré de nuevo los insultos de aquella farisea encadenada y pegué la nota con celo en la superpantalla del superordenador de su marido. Como no tenía suficiente, salí de la casa dando un portazo con el fin de que el exitoso arquitecto muriera de un infarto.
Cuando llegué a mi hogar, la señora del arquitecto follador me recibió con un «¡Apaga la luz por lo que más quieras!». Un instante de iluminación había bastado para descubrir el charco de orines. Le abrí las esposas mientras, por despistar, afirmé que un amigo era muy aficionado a la disciplina inglesa y poseía un arsenal de llaves como aquélla, además de otras manufacturas en cuero y acero que a lo mejor eran de su interés, que nadie se había apercibido de nada y que su honor estaba a salvo. Ella no me dio ni las gracias. Ya en mi habitación, oí el chorro de la ducha. La chica no tardó mucho en entrar donde yo estaba:
—Te he cogido el albornoz.
Se acercó a la cama, introdujo sus cosas en el bolso a toda prisa y volvió a salir. Escuché la puerta de la calle. La creadora del pollito Severino había decidido no despedirse, ni limpiar el rastro de su estancia en el pasillo.
Tardé un poco en ponerme en marcha y repasar los acontecimientos. La ex cautiva, fugitiva ahora, se daría cuenta al llegar a casa de que la llave con la que había sido liberada era suya. Me entró cierto pánico al pensar en que Elsa, deslumbrada por el lujo de los jóvenes profesionales, hubiese robado algo y yo cargara con la culpa. Al día siguiente, debería ir a buscarla y hacerle unas preguntas. En el poco probable caso de que Elsa no se hubiera sentido tentada por el hurto, en cuanto el marido hubiese descubierto la nota adherida a la pantalla de su ordenador, iba a ser una lástima perderse el cruce de explicaciones que se tendrían que dar aquellos dos. «El límite de las parejas abiertas es la pus de las heridas abiertas», pensé, y, envuelto en ese clima moral, cogí la fregona y llené un cubo de agua. Las esposas y la llave estaban abandonadas junto al charco. Adiós a las armas. Acababa de eliminar el producto de la tensa espera de mi invitada cuando llamaron al timbre. Era Elsa. Y sonriente.
—Si me dejas que me meta algo, te lo cuento.
Hacía tiempo que no le dejaba pincharse en casa; sin embargo, ella sabía que esa noche le iba a dejar hacer, porque al fin y al cabo me había hecho un favor, y la pequeña aventura nos había unido otra vez. Cuando acabé la limpieza y entré en la habitación, ella, tumbada en la cama, sonreía con una revista de música en la mano.
—¿Tú qué opinas del rock torero? A mí me parece un poco rollo fantasma ¿no?
—Déjate de toreros, Elsa —dije y me senté en el sillón que, unos años antes, habíamos porteado juntos desde la zona alta. «Es un Nancy Robbins. Ya verás qué bien queda al lado de la cama».
—Te juro que me tendrían que dar un premio. No por el tío… Estaba bien, ¿no? Un tío muy amable. Y guapo. Cantidad de educado y bastante bien en la cama dadas las circunstancias. Lo malo venía cuando me acordaba en medio del fregado de por qué estaba allí. Es que me moría de risa. El chaval me preguntaba que qué me pasaba. Y yo, pues que nada, que me reía por la diversión. Y, niño, lo del portazo ha sido un poco fuerte. ¡Vaya salto ha pegado! Casi se muere. Y cortarle el rollo, se lo has cortado.
—Era la intención. ¿Le has cogido algo?
—¿Qué quieres decir?
Mis dedos se movieron en un gesto significativo.
—No. De verdad. Bueno, te cuento la verdad, verdad. Iba a pillarle el reloj. Se lo pillé cuando fue a mirar lo del portazo. Pero entonces él volvió y me dio esto. —Elsa empezó a buscar algo en el bolsillo—. Me dio tanta cosita que, a la que se giró, dejé el reloj en su sitio.
Elsa me extendió el papel. Leí: «¿Hay placer sin dolor? Somos invencibles en el desastre, porque nos hemos dado algo secreto…». Mi letra seguía explicando memeces un par de frases más. Devolví el papel a Elsa, tanta ilusión que le hacía, admirando el desparpajo, capacidad de improvisación y rapidez de reflejos del exitoso arquitecto. Elsa dobló el papel con cuidado y se lo metió en el bolsillo. Quizá no sucediera, pero creo que oí un suspiro amoroso.
—«Invencibles en el desastre…». —Elsa estiró los brazos, desperezándose—: El chico no parecía muy ingenioso. Era algo así como tú… No es que tú no lo seas. Cuando te pones a hacerte el raro, el nibelungo flasheado, estás bien. Pero de normal, así de buenas a primeras… Él tampoco. Por eso escribiría esto. Hay algunos que de viva voz… Luego hemos hablado de arquitectura. Era arquitecto. Y yo casi…
—Casi, casi…
Se le cerraban los ojos. Sentado allí, frente a la cama, me sobrevino todo el asco verdadero de la situación, empañado en la indiferencia de días y noches más o menos idénticos. No éramos invencibles en el desastre, Elsa: el desastre dura mucho, es muy paciente, y los dos nos engañamos pintándolo con excusas de todos los colores. La veía ahí tumbada y me hubiera gustado cogerla por los hombros y gritarle: «¿Sabes quién ha escrito eso, yonqui? ¡Lo he escrito yo! ¡Y me lo enseñaste tú! ¡Tú empañaste mi Idea y mi Distancia con el encanto del desastre! ¡Y aquí estamos!».
Me limité a descalzarla y ella siguió durmiendo, mientras yo, en el sillón, me dedicaba a jugar con su sombrero.
Y ahora, Paca-Olga, cuando doce años después de que sucediera lo que no te voy a contar, me explicas lo mala pécora que es tu jefe, quien no sólo no comprende, sino que ignora con desprecio evidente tu condición de viuda y madre, sin preguntarme ni por un momento si me aburro o si me importa algo de lo que dices, o tan sólo si me angustias o me irritas, deja que te acabe de explicar lo que pasó ese último amanecer en el que Elsa me enseñó dónde acaba la noche, y lo que pasó un año y medio después, en aquella fiesta junto a la playa, cuando encerrado y amontonado en aquel automóvil, creí descubrir con otros que las señales en el cielo ya no estaban allí, sino aquí al lado, en la arena, junto al mar, en forma de monolitos equidistantes.
No sé el tiempo que pasé contemplando a Elsa. Ella musitaba entre sueños palabras inconexas y sonreía, mientras yo me encontraba tan fatigado que ni siquiera me apetecía dormir. Empezó a clarear y la luz sucia entre el vuelo rasante de las gaviotas, de los edificios mayores, se entreveraba con la oscuridad de los muebles, de los cuerpos: el hueco en la pared del equipo de música robado como una clara mancha rectangular, el perchero vacío donde estuvieron sus vestidos, el cartel de Vacaciones en Roma, el pequeño mobiliario de contenedor, la recuperación de mensajes efímeros, estrafalarias reliquias; mucho de lo que había sido la vida de Elsa, una dulce Z sobre la cama, y ahora me pertenecía sin ningún derecho. Las gaviotas empezaron a dar señales de vida; en aquel piso, el trino de los pájaros era cualquier cosa menos una vaga sonoridad bucólica. Por fin, vi cómo Elsa abría los ojos y dudaba sobre el lugar en el que se hallaba.
—¿Estás durmiendo, Fernando?
Al contestar que no, empezó a reír. Y yo a molestarme, no sé muy bien por qué.
—He dormido como no dormía en años. Y hasta he soñado. Debe de ser porque estos días estoy más tranquila.
—Debe de ser…
—No estés enfadado, que en el sueño salías tú. ¿Te acuerdas del día del Rompeolas, la primera vez que hablamos?
—Más o menos —le dije. Estaba bastante claro que quien no se acordaba era ella.
—Pues no sé si te acuerdas de lo que me estaba pasando. Me habría tomado Dios sabe qué… Y, pam, de repente tuve la sensación de que el Rompeolas se rompía y nos separábamos de tierra firme. Eso mismo pasaba en el sueño. Oye, igual que un barco muy grande. Una plataforma flotante con una pista como encerada en medio. El sol empieza a salir, pero nos iluminan antorchas que alumbran sobre columnas de mármol. Todo huele a romero quemado. La ciudad está cada vez más lejos. Los edificios más altos, enormes, más como romanos. Antiguos, imposibles. Increíble. Tampoco era la misma gente. Tú sí que estabas, claro. Tú eres especial. Y creo que estaba mi hermano y más gente, todos guapísimos. Había también un grupo vocal, algo así como los Impressions, negros, perfectos, misteriosos, que cantaban la canción más bonita que te puedas imaginar. A cappella, a palo seco, sólo sus voces, casi podías palparlas en el aire. Verlas. ¡Hey, espera! Lo que cantaban los negros era «guachi-guachi», y yo no entendía nada, por supuesto, pero de pronto empezaba a entender. Y lo que entendía era… Espera. Decían: «¿Por qué le llaman oscuro si es una esfera en el agua marina?». Sí. «… es una esfera en el agua marina». Así, mal. Mal, pero bien. Todo junto, todo raro, pero muy bien. Y luego seguía el «guachi-guachi». Y el baile, porque los negros también bailaban, con mucha precisión, dominando el sonido en el aire. Y daban vueltas. Y palmadas. Una vuelta sobre sí mismos y, chas, una palmada. Y en una de las vueltas el ojo del sueño se da cuenta de que en la orilla, porque había un sendero con antorchas a los lados que daba al mar, en la orilla, digo, estaban Scott y Jean, elegantes, guapísimos…
La maldita costumbre de llamar a los personajes famosos por sus nombres de pila como si almorzase con ellos día sí, día no. Supuse que Scott era Scott Walker, el cantante. Y Jean, Jean Shrimpton, la modelo. O no. Daba igual. Estaba muy cansado.
—… Scott le decía algo a Jean y Jean se reía. Iban muy puestos, pero sin mucho punto pasote. Como de primeras veces. Ideales… Sé que Jean tiene sal en la boca y está a punto de llorar de alegría. Los dos se abrazan y así, de pronto, no sé cómo, están y no están. En el agua se aleja una estela y, a lo lejos, aparece un remolino. Y la música de los cantantes sube con el ojo del sueño y con el humo de las antorchas y se mezclan con la luz nueva. Yo creo que Jean acepta que Scott se la lleve dentro del agua para que amanezca. Lo importante es que amanezca. O no. Bueno, es una tontería. A lo mejor no era nada de eso. Pero la sensación del sueño es que ellos eran felices y los demás también. Mucho. La hostia de felices. Felices que ni te lo cuento.
—Pues casi que no me lo cuentes.
—No te hace mucha gracia.
Me levanté del sillón.
—Ahora no, Elsa.
En verdad, a nadie le hace demasiada gracia que otro cuente sus sueños. Como en tantos de nuestros últimos encuentros, Elsa apenas dijo nada más. Se levantó de la cama, se calzó. Sintió un vago mareo al ponerse en pie y balbuceó un «Ya es hora de irse a casa» después de besarme en los labios. Su «Hasta luego» daba a entender que íbamos a vernos dentro de un rato.
Pero no se marchó. Antes de salir, volvió a asomarse a la puerta de la habitación y preguntó:
—¿Y la tenías esposada en el pasillo?
—Sí…
—Tú también…
Y por fin se fue, riendo.
Cuando la volví a ver estaba muerta.
Y ahora, Olga-Paca, Lector, dejadme ahora que os cuente el amanecer en el que Elsa ya no estaba, pero tú, Olga-Paca, sí estuviste en la discoteca junto a la playa, en la Semana Santa de 1985, antes de que pasara todo y mucho antes de que pasara o no pasara nada. Encerrado con aquellos amigos en el coche, víctimas todos de una alucinación colectiva, inmóviles durante horas o quizá unos pocos minutos, extasiados ante aquellas formaciones cilíndricas, equidistantes con preciso cálculo extraterrestre, seres de otra galaxia que habían aprovechado aquel punto del litoral mediterráneo para enviar el mensaje definitivo a criaturas inferiores. Las criaturas, dentro del utilitario, mientras duró la oscuridad, no cesaban de repetir: «Dios…», «Qué maravilla…», «Cuánto esplendor espectral» (éste era de ciencias), «No puedo creerlo…», para irnos callando en cuanto la luz del día descubrió que los enigmáticos monolitos no eran más que bidones de basura alineados por toda la playa.
El típico viejo, nudoso y bronceado, el veterano nadador de cuero que se lanza a las aguas matinales cualquier día del año, nos miraba más allá del parabrisas con expresión de exigir para nosotros la condenación. Mis compañeros (que me evitaron a partir de entonces) seguían mudos. Yo sólo dije una frase:
—¿Por qué le llaman oscuro, si es una esfera en el agua marina?
Y me puse a reír como no he reído en mi vida, y eso que he reído mucho. Y los que me evitaron sin disimulo a partir de entonces bajaron del coche con la excusa de estirar las piernas, o de fumar, o de planear un asesinato. Yo, mientras reía, aún tuve tiempo de recordar que unas semanas antes había leído que en la Luna existen tres cubos de basura y encontré una relación magnífica, un significado absoluto a todo eso. Y reí más. Reía tanto que ya ni me oía reír: escuchaba la canción más perfecta que he escuchado nunca, una misteriosa armonía negra, una música que se podía ver, un «guachi-guachi» palpable, la corporeidad del idioma imposible. Y me puse a seguir la música que oía, a cantar sin saber qué cantaba; y me daba igual que esas palabras no fueran ni siquiera palabras, porque la canción era eterna. La verdad estaba ahí debajo, y estaba también la luz que nos salva de lo os curo, lo radiante. Que Elsa estaba ahí, en todo, y me decía «Lo sé. Y está bien». Y sólo sabía que era feliz cantando ante la inmensa claridad del nuevo día, de mi luz no usada, pero de siempre, cantando ante la luz que inundaba el coche, mis párpados. Cantando y riendo. Todo para que amaneciese. Era la hostia de feliz, Paca-Olga. Feliz que ni te lo cuento.